—Hay que irse… El café nos lo tomamos allí.
—¡Pero si este pantalón me está enorme!
—No importa.
Cruzaron corriendo el Campo de Marte.
A Camille le sorprendió la agitación y la concentración que reinaba ya en la cocina.
Hacía tanto calor de repente…
—Aquí tiene, jefe. Un pinche recién salido del horno.
El chef rezongó algo, y les mandó a paseo con un gesto de la mano. Franck presentó a Camille a un tío alto, medio dormido todavía:
—Éste es Sébastien. Es el despensero. Es también tu jefe hoy, tu mandamás, ¿entendido?
—Encantada.
—Mmmm…
—Pero tú no trataras con él, sino con su pinche…
Y dirigiéndose al chico:
—¿Cómo se llamaba, que no me acuerdo?
—Marc.
—¿Está aquí?
—En las cámaras frigoríficas…
—Bueno, aquí te la entrego…
—¿Qué sabe hacer?
—Nada. Pero ya lo verás, lo hace bien.
Y se marchó al vestuario a cambiarse.
—¿Te ha dicho Franck cómo pelar las castañas?
—Sí.
—Pues ahí están —le dijo, señalándole un montón enorme.
—¿Puedo sentarme?
—No.
—¿Por qué?
—En una cocina no se hacen preguntas, se dice «sí, señor», o «sí, jefe».
—Sí, jefe.
Sí, gilipollas. ¿Pero por qué había aceptado ese curro? Si estuviera sentada, trabajaría mucho más rápido…
Afortunadamente, ya estaba en marcha el café. Dejó su vasito en una estantería y se puso manos a la obra.
Un cuarto de hora más tarde —ya le dolían las manos—, alguien se dirigió a ella:
—¿Todo bien?
Camille levantó la mirada y se quedó desconcertada.
No lo reconoció. Pantalón impecable, chaqueta perfectamente planchada, con su doble hilera de botones redondos y su nombre bordado en letras azules, pañuelito al cuello, delantal y trapo inmaculados, y gorro de cocinero bien plantado en lo alto de la cabeza. Camille, que sólo lo había visto vestido en plan zarrapastroso, lo encontró muy guapo.
—¿Qué pasa?
—Nada. Te encuentro muy guapo.
Y Franck, ese imbécil, ese chulo, ese fardón, ese ligón de tres al cuarto, ese bocazas, con su moto macarra y su larga lista de tías buenas que según él se había pasado por la piedra, sí, ése, no pudo evitar ponerse colorado.
—Será el prestigio del uniforme —añadió Camille para hacerle pasar el momento de corte.
—Sí… será eso…
Se alejó, dándole un empujón a un tío y mascullándole un insulto al pasar.
Nadie hablaba. Solo se oía el chac-chac de los cuchillos, el clac-clac de los recipientes, el blom-blom de las puertas de la cocina, y el teléfono sonando cada cinco minutos en el despacho del chef.
Fascinada, Camille se debatía entre concentrarse para que no le echaran la bronca, y levantar la cabeza para no perderse detalle. Veía a Franck de espaldas, a lo lejos. Le pareció más alto y mucho más tranquilo que de costumbre. Le pareció que no lo conocía.
En voz baja, le preguntó a su compañero de faena:
—¿Franck qué hace?
—¿Quién?
—Lestafier.
—Se ocupa de las salsas y supervisa las carnes…
—¿Y eso es difícil?
El chico granujiento levantó los ojos al cielo:
—Mogollón. Es lo más difícil. Después del chef y del segundo cocinero, él es el número tres del equipo…
—¿Es bueno?
—Sí. Es gilipollas, pero es bueno. Más que bueno, es un crack. Y además, ya lo verás, el chef siempre le pregunta a él las cosas, y no al segundo… Al segundo lo vigila, mientras que a Lestafier, sólo lo mira trabajar…
—Pero…
—Calla…
Cuando el chef dio una palmada para anunciar la hora de la pausa, Camille levantó la cabeza haciendo una mueca. Le dolía la nuca, la espalda, las muñecas, las manos, las piernas, los pies, y más cosas, solo que ya no recordaba cuáles.
—¿Comes con nosotros? —le preguntó Franck.
—¿Es obligatorio?
—No.
—Entonces prefiero salir y caminar un poco…
—Como quieras… ¿Estás bien?
—Sí. Pero hace calor… Curráis mogollón…
—¿Estás de coña? ¡Pero si no estamos haciendo nada! ¡Si ni siquiera hay clientes!
—Jopé…
—¿Vuelves dentro de una hora?
—Vale.
—No salgas de golpe, ve acostumbrándote un poco al frío, que si no vas a pillar una pulmonía…
—Vale.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, no. Tengo ganas de estar sola…
—Tienes que comer algo, ¿eh?
—Si, papá.
Franck se encogió de hombros.
—Tú misma…
Camille se compró un bocadillo asqueroso en un puesto para turistas y se sentó en un banco al pie de la Torre Eiffel.
Echaba de menos a Philibert.
Llamó al castillo de su familia.
—Buenas tardes, Aliénor de la Durbèlliere al aparato —dijo una voz infantil—. ¿A quién debo el honor?
Camille se quedó desconcertada.
—A… A… ¿Puedo hablar con Philibert, por favor?
—Estamos comiendo. ¿Quiere dejar algún recado?
—¿No está Philibert?
—Sí, pero estamos en la mesa. Se lo acabo de decir…
—Ah… Bueno, pues… No, nada, dígale sólo que un abrazo y que le deseo un feliz año…
—¿Me podría recordar su nombre?
—Camille.
—¿Camille a secas?
—Sí.
—Muy bien. Adiós, señora Asecas.
Adiós, mocosa pedorra.
¿Pero de qué iba eso? ¿De qué iba esa gente?
Pobre Philibert…
—¿La tengo que lavar cinco veces?
—Sí.
—¡Pues sí que va a estar limpia!
—Así es la cosa…
Camille se tiró la intemerata lavando la lechuga, y apartando las hojas más estropeadas. Había que mirar y remirar cada hoja, calibrarla e inspeccionarla con lupa. Nunca había visto unas hojas así, las había de todos los tamaños, formas y colores.
—¿Esto qué es?
—Verdolaga.
—¿Y esto?
—Espinacas.
—¿Y esto?
—Jaramago.
—¿Y esto?
—Lechuga iceberg.
—Hala, qué nombre más bonito…
—Pero tía, ¿tú de dónde has salido? —le preguntó el pinche.
Camille no insistió.
Luego lavó hierbas aromáticas y las secó tallo a tallo con papel absorbente. Tenía que dejarlas en cuencos de acero inoxidable, cubrirlos muy bien con film transparente, y repartirlos por distintas cámaras frigoríficas. Cascó nueces y avellanas, peló higos, limpió una gran cantidad de mízcalos e hizo rodar bolitas de mantequilla entre dos espátulas estriadas. Sin equivocarse, tenía que dejar, en cada pequeño cuenco, una bolita de mantequilla con sal, y otra sin sal. En un momento dado le asaltó una duda, y tuvo que probar una de las bolitas con la punta del cuchillo. Buaj, no le gustaba nada la mantequilla, y a partir de ese momento se concentró el doble. Los camareros seguían sirviendo cafés a quienes se los pedían y se notaba en el aire que la tensión aumentaba por momentos.
Algunos ya no abrían la boca, otros soltaban tacos en voz baja, y el chef hacía de reloj parlante:
—Las cinco y veintiocho, señores… Las seis y tres minutos, señores… Las seis y diecisiete, señores…
Como si toda su intención fuera estresarlos al máximo.
Camille ya no tenía nada que hacer, y se apoyó en la mesa, levantando primero un pie y luego el otro, para aliviar el dolor de sus piernas. El tío que tenía al lado se entrenaba para hacer arabescos de salsa junto a una porción de foie servido en unos platos rectangulares. Con un gesto delicado, sacudía una cucharita con salsa y suspiraba al ver sus garabatos. Nunca quedaba contento. Y sin embargo era bonito…
—¿Qué quieres hacer?
—No sé… Algo un poco original…
—¿Puedo probar yo?
—Venga.
—Me da miedo echarlo a perder…
—No, no, tú ve sin miedo, es un plato que no sirve, es sólo para practicar…
Los cuatro primeros intentos fueron lamentables, pero al quinto, ya le había cogido el tranquillo…
—Anda, eso está muy bien… ¿Lo puedes volver a hacer?
—No —dijo Camille riendo—, mucho me temo que no…, Pero… ¿no tenéis jeringuillas o algo así?
—Pues…
—¿Y peras de goma?
—Sí. Mira en el cajón…
—¿Me la llenas?
—¿Para qué?
—Nada, una idea nada más…
Camille se inclinó, sacó la lengua y dibujó tres ocas pequeñitas.
El chaval llamó al chef para que las viera.
—¿Qué tonterías son éstas? ¡Vamos, niños, que esto no es una película de Walt Disney!
Se alejó, sacudiendo la cabeza con aire reprobador.
Camille se encogió de hombros, tristona, y volvió a ocuparse de sus lechugas.
—Esto no es cocinar… Son tonterías… —seguía rezongando el chef desde el otro extremo de la habitación—, ¿y sabéis qué es lo peor? ¿Sabéis qué es lo que acaba conmigo? Pues que a esos idiotas les va a encantar… Hoy en día, ¡eso es lo que quiere la gente: tonterías! Pero bueno, hoy es Nochevieja, después de todo… Hala, señorita, hágame el favor de pintarrajearme un corral entero en sesenta platos… ¡Hala, a correr!
—Contesta «sí, jefe» —le susurró el pinche.
—¡Sí, jefe!
—No lo conseguiré nunca… —se lamentó Camille.
—No tienes más que dibujar una sola a cada vez…
—¿A la izquierda o a la derecha?
—A la izquierda sería más lógico…
—Queda un poco morboso, ¿no?
—Qué va, mola… De todas maneras, ya no tienes más remedio…
—Más me valía no haber abierto el pico…
—Principio número uno. Por lo menos habrás aprendido una cosa… Toma, la salsa…
—¿Por qué es roja?
—Está hecha a base de remolacha… Hala, venga, yo te voy pasando los platos…
Se cambiaron de sitio. Camille dibujaba, y el pinche cortaba los pedazos de foie, los colocaba en el plato, los espolvoreaba con sal fina y pimienta gruesa, y luego le pasaba el plato a otro chaval que disponía al lado la ensalada con gestos de orfebre.
—¿Qué hacen los demás?
—Van a cenar… Nosotros iremos luego… Somos los que inauguramos el baile, bajaremos a cenar cuando les toque a ellos… ¿Me vas a ayudar también con las ostras?
—¡¿Hay que abrirlas?!
—No, no, sólo dejarlas bien bonitas… Por cierto, ¿has pelado tú las manzanas verdes?
—Sí. Están ahí… ¡Mierda! Esto parece más un pato mareado…
—Perdona. Ya me callo.
Franck pasó junto a ellos, con el ceño fruncido. Los encontró muy alborotados. O muy contentos.
Lo cual no le hacía mucha gracia…
—¿Qué, os divertís? —les preguntó, con aire burlón.
—Se hace lo que se puede…
—Eh, cuidado… no se te vaya a calentar el plato.
—¿Por qué ha dicho eso?
—Olvídalo, es una cosa nuestra… Los que hacen los platos calientes se piensan que tienen una misión divina, mientras que a nosotros, por mucho que trabajemos como locos, siempre nos desprecian. Nosotros no tocamos el fuego… ¿Conoces bien a Lestafiert?
—No.
—Ah, ya decía yo…
—¿Por qué?
—No, por nada…
Mientras los demás cenaban, dos negros limpiaron el suelo con agua abundante, y dieron una pasada con unos trapos para que se secara antes. El chef hablaba con un tío súper elegante en su despacho.
—¿Es ya algún cliente?
—No, es el maître.
—Caray… Pues sí que tiene clase, el tío…
—En el comedor todos van de punta en blanco… Al principio del turno, los que estamos limpios somos nosotros, y ellos pasan la aspiradora en mangas de camisa, pero conforme va pasando el tiempo, es al revés: nosotros apestamos y nos vamos poniendo guarros, y ellos pasan delante de nosotros, como un pincel, con sus peinados de peluquería y sus uniformes impecables…
Franck se acercó a verla justo cuando terminaba la última hilera de platos:
—Ya te puedes ir si quieres…
—No… Ahora ya no me apetece irme… Sería como perderme el espectáculo…
—¿Te queda algo de curro para ella?
—¡Y tanto! ¡Todo el que quiera! Se puede ocupar de la salamandra…
—¿Eso qué es? —quiso saber Camille.
—Es ese chisme de ahí, esa especie de grill que sube y baja… ¿Te puedes encargar de las tostadas?
—No hay problema… Ah, y… ¿me da tiempo a fumarme un cigarrillo?
—Venga, baja.
Franck la acompañó.
—¿Estás bien?
—Genial. Al final este Sébastien es bastante majo…
—Psé…
—…
—¿Por qué pones esa cara?
—Porque… antes he intentado hablar con Philibert para desearle feliz año pero una mocosa pedorra me ha mandado a paseo…
—Anda, trae, que lo llamo yo…
—No. A estas horas también estarán en la mesa…
—Tú déjame hacer a mí…
—¿Oiga?… Perdonen que les moleste, Franck de Lestafier al aparato, el compañero de piso de Philibert… Sí… Eso es… Buenas noches, señora… ¿Podría hablar con él, si es tan amable?, es sobre la caldera… Sí… Eso es… Adiós, señora…
Le hizo un guiño a Camille, que exhalaba sonriendo el humo de su cigarrillo.
—¡Philou! ¿Eres tú, chavalote? ¡Feliz año, majete! No te mando un beso, pero te paso a tu princesita. ¿Qué? ¡No nos da por saco la caldera! Hala, que empieces el año con salud, y muchos besos a tus hermanas. Bueno… ¡solo a las más tetonas!
Camille cogió el teléfono entornando los ojos. No, la caldera estaba bien. Sí, yo también le mando un beso. No, Franck no la había encerrado en un armario. Sí, ella también se acordaba mucho de él. No, todavía no había ido a hacerse los análisis. Sí, a usted también, Philibert, le deseo un feliz año…
—Tenía la voz bien, ¿no? —añadió Franck.
—Sólo ha tartamudeado ocho veces.
—Pues eso, lo que yo decía.
Cuando regresaron a sus puestos, cambiaron las tornas. Los que aún no se habían puesto el gorro de cocinero lo hicieron entonces, y el chef apoyó la barriga sobre el pasa platos y cruzó los brazos por encima. Ya no se oía volar una mosca.
—Señores, a trabajar…
Era como si, cada segundo que pasaba, en la habitación hubiera un grado más de temperatura. Cada uno se atareaba en sus quehaceres tratando de no molestar al vecino. Los rostros estaban tensos. Tacos medio ahogados sonaban aquí y allá. Unos permanecían bastante serenos, otros, como ese japonés de ahí, parecían al borde de la implosión.
Los camareros esperaban en fila delante del pasaplatos mientras el chef se inclinaba sobre cada plato, inspeccionándolo frenéticamente. El camarero que estaba frente a él utilizaba una minúscula esponjita para limpiar posibles marcas de dedos o manchas de salsa en los bordes del plato y, cuando el gordo asentía con la cabeza, otro camarero levantaba la gran bandeja plateada apretando los dientes.
Camille se ocupaba de los aperitivos con Marc. Colocaba cositas en un plato, una especie de patatas fritas, o de cortezas de algo un poco rojizo. Ya no se atrevía a hacer ninguna pregunta. Luego disponía alrededor los tallos de cebolleta.
—Ve más rápido, esta noche no hay tiempo para adornitos.
Camille encontró un trozo de cuerda para ajustarse el pantalón a la cintura, y estaba harta porque el gorro de cocinero se le caía todo el rato sobre los ojos. Su vecino sacó una pequeña grapadora de su caja de cuchillos:
—Toma…
—Gracias.
Luego escuchó a uno de los camareros mientras le explicaba como preparar las rebanadas de pan de molde en triangulitos, cortando los bordes:
—¿Cómo las quieres de tostadas?
—Pues… bien doraditas…
—Hala, hazme un modelo. Enséñame exactamente qué color quieres…
—El color, el color… Esto no se ve en el color, es una cuestión de feeling…
—Sí, bueno, lo que tú digas, pero yo me guío por el color, así que hazme un modelo porque si no me agobio.
Se tomó su misión muy a pecho, y nunca la pillaron con las manos vacías. Los camareros cogían las tostadas metiéndolas entre los pliegues de una servilleta. Le hubiera gustado algún cumplido de vez en cuando: «¡Ah, Camille, que tostadas más maravillosas nos estás haciendo!», pero bueno…
Veía a Franck, siempre de espaldas, agitándose delante de sus fogones como un batería con su instrumento: que si ahora levanto una tapadera por aquí, otra por allá, ahora añado una cucharadita por aquí, y otra por allá. El chico alto y delgado, el segundo cocinero, según había podido comprender, no dejaba de hacerle preguntas, a las cuales rara vez respondía, o si acaso con onomatopeyas. Todas sus cacerolas eran de cobre, y tenía que ayudarse con un trapo para cogerlas. Alguna que otra vez se debía de quemar, porque Camille le veía sacudir la mano antes de llevársela a la boca.
El chef se estaba poniendo nervioso. Las cosas no iban lo suficientemente rápido, o iban demasiado rápido. La comida no estaba lo suficientemente caliente, o se habían pasado en la cocción. «¡Concentración, señores, concentración!», repetía sin cesar.
Cuanto más se relajaba el sector de Camille, más se agitaba el de los demás. Era impresionante. Camille los veía sudar y frotarse la cabeza con el hombro como hacen los gatos para enjugarse la frente. El tipo que se ocupaba del asador sobre todo, estaba rojo como un tomate, y bebía de una botella de agua cada vez que iba y venía para vigilar las aves. (Unos bichos con alas, algunos mucho más pequeños que un pollo, y otros el doble de gordos…)
—Hace un calor espantoso… ¿Cuántos grados crees que habrá?
—Ni idea… Allí, por encima de los fogones, habrá por lo menos cuarenta… ¿Cincuenta a lo mejor? Físicamente son los puestos más duros… Toma, lleva esto a los lavaplatos… Ten cuidado de no molestar a nadie…
Camille abrió unos ojos como platos al ver la montaña de cacerolas, placas, sartenes, cuencos, coladores y cazuelas apilados en equilibrio en los enormes fregaderos. Ya no se veía un solo blanco en el horizonte, y el tío bajito al cual se dirigió le cogió los platos de las manos asintiendo con la cabeza. A juzgar por su aspecto no entendía ni una palabra de francés. Camille se quedó un momento observándolo y, como a cada vez que se encontraba frente a un desarraigado de la otra punta del mundo, sus lucecitas de madre Teresa de pacotilla se pusieron a parpadear como locas: ¿de dónde vendría? ¿De la India? ¿De Pakistán? ¿Y por qué azar de la vida había ido a parar allí? ¿Un día como hoy? ¿En que barcos habría venido? ¿Mediante qué tráficos? ¿Con qué esperanzas? ¿A qué precio? ¿A qué había renunciado, qué angustias debía soportar? ¿Qué porvenir lo esperaba? ¿Dónde vivía? ¿Con cuántas personas? ¿Y dónde estaban sus hijos?
Cuando se dio cuenta de que su presencia lo ponía nervioso, se marchó moviendo la cabeza de lado a lado.
—¿De dónde viene el que lava los platos?
—De Madagascar.
Primera metedura de pata.
—¿Habla francés?
—¡Pues claro! ¡Lleva veinte años aquí!
Anda, vete a paseo, hermanita de los pobres…
Camille estaba cansada. Siempre había algo más que cortar, limpiar, lavar o guardar. Vaya jaleo… ¿Pero cómo podía comer tanto esa gente? ¿Qué sentido tenía llenarse la panza de esa manera? ¡Iban a explotar! ¿Cuánto eran 220 euros? Casi 1500 francos… Buf… La de cosas que se podía comprar uno con ese dinero… Buscándose bien la vida, hasta se podía apañar un viajecito… A Italia, por ejemplo… Sentarse en la terraza de un café y dejarse acunar por la conversación de chicas bonitas que seguro que se contaban las mismas tonterías que todas las chicas del mundo, llevándose a los labios unas tacitas de loza muy gruesas, en las que el café era siempre demasiado dulce…
La cantidad de dibujos, de plazas, de rostros, de gatos indolentes y de maravillas que se podían conseguir por ese precio… La cantidad de libros, discos, ropa incluso, que podían durarnos toda una vida, mientras que eso… En pocas horas, toda la comida estaría terminada, embaulada, digerida y evacuada…
Era un error razonar así, Camille lo sabía. Era lúcida. Había empezado a perder el interés por la comida cuando era niña porque la hora del almuerzo o de la cena era sinónimo de demasiados sufrimientos. Momentos demasiado pesados para una hija única y sensible. Una hija única con una madre que fumaba como un carretero y tiraba sobre la mesa un plato cocinado sin ternura: «¡Come! ¡Es bueno para la salud!», aseguraba, encendiéndose otro cigarro. Una hija única sentada a la mesa con sus padres, bajando la cabeza lo más posible para pasar desapercibida y no caer entre sus garras: «¿Verdad Camille que echas de menos a papá cuando no está? ¿Eh, verdad que sí?»
Después, ya era demasiado tarde… Había perdido el placer por la comida… De todas formas, en un momento dado su madre ya no preparaba nada… Camille había desarrollado ese apetito de pajarito como otros adolescentes se llenan de acné. La gente siempre le había dado la vara con eso, pero ella siempre se las había apañado bien. Nunca habían conseguido pillarla porque la niña era muy sensata… Ya no quería tener nada que ver con su patético mundo, pero cuando tenía hambre, comía. ¡Claro que comía, si no ahora no estaría ahí! Pero sin ellos. En su habitación. Yogures, fruta o galletas Granola, mientras hacía otra cosa a la vez… Mientras leía, soñaba, dibujaba caballos o copiaba las letras de las canciones de Jean-Jacques Goldman.
«Llévame volando», cantaba éste.
Sí, Camille conocía sus debilidades y había que ser muy tonta para juzgar a quienes tenían la suerte de ser felices alrededor de una mesa. Pero de todas formas… 220 euros por una comida, y sin contar el vino, era una burrada, ¿no?
A medianoche, el chef les deseó feliz año y vino a servirles a todos una copa de champán:
—Feliz año, señorita, y gracias por los patos… Me ha dicho Charles que a los clientes les han encantado… Ya lo sabía yo, desgraciadamente… Feliz año, señor Lestafier… Si pierde un poco ese mal carácter que tiene en el 2004, le concedo un aumento…
—¿De cuánto, jefe?
—¡Ah! ¡Qué pesado! ¡Lo que aumentará será la estima que le tengo!
—Feliz año, Camille… No… ¿no me das un beso?
—¡Sí, sí, un beso, claro!
—¿Y a mí? —quiso saber Sébastien.
—Y a mí —añadió Marc—… ¡Eh, Lestafier! ¡Corre a tus fogones, que se te pasa la carne!
—Sí, sí, chaval, lo que tú digas. Bueno… ya ha terminado, ¿no? Ya la podéis dejar que se siente un poco, ¿no?
—Muy buena idea, venga a mi despacho, señorita —añadió el chef…
—No, no, quiero quedarme aquí hasta el final. Denme algo que hacer.
—Bueno, ahora estamos esperando al pastelero… Le puedes echar una mano con los adornos…
Camille apiló tejas tan finas como papel de fumar, unas lisas, otras con aristas, amontonadas de mil maneras, jugo con virutas de chocolate, cáscaras de naranja, frutas confitadas, arabescos de sirope y marrons glacés. El pinche del pastelero la miraba hacer, juntando las manos. Repetía una y otra vez: «¡Pero si es una artista! ¡Pero si es una artista!» El chef consideraba esas extravagancias con otros ojos: «Bueno, esta noche pasa porque es Nochevieja, pero aquí no basta con que sea bonito… ¡No se cocina para hacer bonito, leche!»
Camille sonreía, adornando las natillas con sirope de frutas del bosque.
No, claro que no… ¡No bastaba con que fuera bonito! Demasiado bien lo sabía ella…
Hacia las dos de la madrugada la tormenta amainó un poco. El chef ya no se separaba de su botella de champán y algunos cocineros se habían quitado el gorro. Estaban todos agotados, pero hacían un último esfuerzo para limpiarlo todo y largarse de allí cuanto antes. Desenrollaban kilómetros de film transparente para embalarlo todo, arremolinándose ante las cámaras frigoríficas. Muchos comentaban la jornada y analizaban cómo lo habían hecho: lo que habían fallado y por qué, de quién era la culpa, y cómo eran los productos… Como atletas recién terminada la competición, no conseguían desconectar y se ensañaban con sus fogones para dejarlos como los chorros del oro. Camille pensó que sería una forma de eliminar el estrés y de terminar de agotarse por completo…
Camille les ayudó hasta el final. Estaba agachada, limpiando el interior de un armario frigorífico.
Después se apoyó contra la pared y observó el baile de los camareros alrededor de las máquinas de café. Uno entró empujando un enorme carrito lleno de pastelitos, bombones, dulces, caramelos, borrachitos, milhojas y demás… Mmm, qué rico… También le apetecía un cigarillo…
—Vas a llegar tarde a la fiesta…
Camille se dio la vuelta y vio a un anciano.
Franck se esforzaba por mantener el tipo, pero estaba extenuado, empapado, encorvado, pálido, con los ojos rojos y las facciones cansadas.
—Aparentas diez años más…
—Puede ser. Estoy roto… He dormido mal, y además no me gusta hacer este tipo de banquete… Es siempre el mismo plan. ¿Quieres que te acerque a Bobigny? Tengo dos cascos… Sólo me queda preparar los pedidos, y nos vamos.
—No… La fiesta ya no me apetece… Cuando llegue ya estarán todos borrachos… Lo divertido es emborracharse al mismo tiempo que los demás, si no es un poco deprimente…
—Bueno, yo también me voy a casa, que ya no me tengo en pie…
Sébastien los interrumpió:
—¿Esperamos a Marco y a Kermadec y nos vemos luego?
—No, yo estoy molido… Me voy a casa…
—¿Y tú, Camille?
—Ella también está mol…
—¡Qué va! —le interrumpió ésta—. ¡Bueno, sí, pero aun así tengo ganas de divertirme!
—¿Estás segura? —preguntó Franck.
—Pues claro, hay que recibir bien el año… Para que sea mejor que el anterior, ¿no?
—Pensaba que odiabas las fiestas…
—Es verdad, pero mira por donde, es mi primer buen propósito: «En el 2003, pasaba de fiestas, pero en el 2004, ¡me pienso desmadrar!»
—¿Dónde vais a ir? —añadió Franck, suspirando.
—Al bar de Ketty…
—Oh, no, ahí no… Ya sabes por qué…
—Bueno, pues a La Vigie, entonces…
—Tampoco.
—Joder, Lestalier, qué pesado eres, tío… ¡Con eso de que te has tirado a todas las camareras del barrio, ya no podemos ir a ninguna parte! ¿Cuál de ellas era la del bar de Kelly? ¿La gorda que ceceaba?
—¡No ceceaba! —se indignó Franck.
—No, borracha hablaba normal, pero en ayunas, déjame que te diga que ceceaba… Bueno, de todas formas ya no curra ahí…
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Y la pelirroja?
—La pelirroja, tampoco. Bueno, ¿pero qué más te da? Estás con ella, ¿no?
—¡Que no, que no está conmigo! —se indignó Camille.
—Sí, bueno… Vosotros dos aclaraos, pero quedamos ahí cuando terminen estos…
—¿Te apetece ir?
—Sí. Pero antes quiero ducharme…
—Vale. Te espero. Yo no vuelvo a casa, porque si no ya no hay quien me mueva de allí…
—Oye…
—¿Qué?
—Pues que antes, al final no me has dado un beso…
—Pues hala, toma… —dijo Camille, dándole un besito en la frente.
—¿Nada más? Pensaba que en 2004 habías decidido desmadrarte…
—¿Qué pasa, que tú has cumplido alguna vez tus buenos propósitos?
—No.
—Pues yo tampoco.