15

Desde luego…

Ahí estaba otra vez. Sentada junto a la máquina número siete con su bolsa de ropa mojada entre las piernas. Estaba leyendo.

Franck se sentó delante de ella sin que Camille se percatara de su presencia. Eso era algo que siempre lo fascinaba… Cómo eran capaces Philibert y ella de concentrarse… Le recordaba a ese anuncio en que un tío se comía tranquilamente un pedazo de queso mientras el mundo se venía abajo a su alrededor. De hecho, muchas cosas le recordaban a anuncios… Seguramente era porque de niño había visto mucho la tele…

Se entretuvo con el jueguecito siguiente: pon que acabas de entrar en esta lavandería de mala muerte de la avenida de La Bourdonnais, un 29 de diciembre a las cinco de la tarde y ves esa silueta por primera vez en tu vida, ¿qué pensarías?

Se arrellanó en su silla de plástico, se metió las manos en los bolsillos de la cazadora, y entornó los ojos.

Para empezar, pensarías que es un tío. Como la primera vez. Tal vez no una loca, pero si un tío súper afeminado… Así que dejarías de mirar. Aunque… a pesar de todo te quedaría alguna duda… Por las manos que tiene, el cuello, esa forma de acariciarse el labio inferior con la uña del pulgar… Sí, dudarías un poco… ¿Tal vez sea una chica al fin y al cabo? Una chica vestida de tío. ¿Como si quisiera ocultar su cuerpo? Intentarías mirar a otra parte, pero no podrías evitar volverla a mirar. Porque habría algo… El aire era especial alrededor de esa persona. ¿O la luz, tal vez?

Sí. Eso era.

Si acabaras de entrar en una lavandería de mala muerte de la avenida de La Bourdonnais, un 29 de diciembre a las cinco de la tarde y vieras esta silueta bajo la triste luz de los neones, te dirías exactamente esto: ahí va… un ángel…

Camille levantó la cabeza en ese mismo momento, lo vio, se quedó un momento sin reaccionar como si no lo hubiera reconocido y terminó por sonreírle. Oh, casi nada, apenas un pequeño destello, un gestito de reconocimiento entre clientes habituales…

—¿Son tus alas? —le dijo, señalándole la bolsa.

—¿Cómo?

—No, nada…

Una de las secadoras dejó de dar vueltas y Camille suspiró, lanzándole una ojeada al reloj de pared. Un mendigo se acercó a la máquina y sacó una cazadora y un saco de dormir todo deshilachado.

Vaya, eso sí que era interesante… Los hechos ponían a prueba su teoría… Ninguna chica normal pondría su ropa a secar después de la de un mendigo, y Franck sabía muy bien de qué hablaba: llevaba casi quince años de lavanderías automáticas a sus espaldas…

Franck escrutó el rostro de Camille.

Ni el más mínimo ademán de echarse atrás, o de vacilación, ni un asomo de mueca. Se levantó, metió su ropa en la máquina rápidamente, y le preguntó si tenía cambio.

Luego volvió a su sitio y retomó su libro.

Franck estaba un poco decepcionado.

La gente perfecta le ponía un poco de los nervios…

Antes de volver a enfrascarse en su lectura, le dijo:

—Oye…

—Qué.

—Si le regalo a Philibert por Navidad una lavadora con secadora, ¿crees que se la podrás instalar antes de marcharte?

—…

—¿Por qué sonríes? ¿Qué pasa, he dicho una tontería?

—No, no…

Franck hizo un gesto con la mano:

—No lo entenderías…

—Eh —le dijo Camille, dándose golpecitos en los labios con los dedos índice y corazón—, ¿estás fumando demasiado últimamente, no?

—El caso es que eres una chica normal…

—¿Por qué me dices eso? Claro que soy una chica normal…

—…

—¿Te decepciona?

—No.

—¿Qué estás leyendo?

—Un diario de viaje…

—¿Está bien?

—Genial…

—¿De qué va?

—Oh… No sé si te interesaría…

—No, te lo digo tal cual, no me interesa un pimiento —dijo Franck riendo—, pero me gusta mucho que me cuentes… ¿Sabes?, ayer volví a escuchar el disco de Marvin Gaye…

—¿Ah, sí?

—Sí…

—¿Y qué tal?

—Pues el problema es que no me entero de nada… De hecho por eso me voy a ir a currar a Londres… Para aprender inglés…

—¿Cuándo te vas?

—En principio pensaba irme después del verano, pero ahora ya no sé, es un lío… Es por mi abuela, justamente… Es por Paulette…

—¿Qué le pasa?

—Puff… no me apetece mucho hablar de esto… Mejor me cuentas tu libro de viajes…

Acercó su silla.

—¿Conoces a Durero?

—¿El escritor?

—No. El pintor.

—No lo había oído en mi vida…

—Sí, estoy segura de que habrás visto algunos de sus dibujos… Algunos son muy famosos… Una liebre… Unas malas hierbas… Unos dientes de león…

—…

—Bueno, pues Durero es mi dios. Bueno… tengo varios, pero él es el número uno… ¿Tú tienes algún dios?

—Pues…

—¿En tu trabajo, por ejemplo? Qué sé yo… ¿Escoffier, Carême, Curnonsky?

—Pues…

—¿Bocuse, Robuchon, Ducasse?

—¡Ah, quieres decir que si tengo modelos! Sí, tengo, pero no son conocidos… bueno, o sea, no tanto… Se hacen notar menos, vaya… ¿Conoces a Chapel?

—No.

—¿Y a Pacaud?

—No.

—¿A Senderens?

—¿El del restaurante Lucas Carton?

—Sí… Jo, yo alucino con todo lo que sabes… ¿Cómo lo haces?

—Bueno, vamos a ver, lo conozco de oídas, pero nunca he ido…

—Ése sí que es bueno… Tengo hasta un libro en mi cuarto… Ya te lo enseñaré… Él o Pacaud, para mí son dos maestros… Y si son menos famosos que los demás, pues justamente es porque no salen de la cocina… Bueno, digo yo, no sé… Por lo menos es la idea que yo me hago… Aunque a lo mejor me cuelo por completo…

—Pero entre cocineros hablaréis un poco, ¿no? ¿Os contáis vuestras experiencias?

—No mucho… No somos muy habladores, ¿sabes…? Estamos demasiado cansados para darle al pico. Nos enseñamos cosas, truquitos, intercambiamos ideas, trozos de recetas que hemos sacado de aquí y de allá, pero poco más…

—Pues es una pena…

—Si supiéramos expresarnos bien, con frases bonitas y tal, no haríamos este trabajo, eso está claro. Yo por lo menos, lo dejaría enseguida.

—¿Por qué?

—Porque sí… Porque no tiene ningún sentido… Es un trabajo de esclavos… ¿Tú has visto mi vida cómo es? De locos. Bueno… esto… no me gusta nada hablar de mí… ¿Y tu libro, entonces, de qué iba?

—Sí, mi libro… Pues es el diario íntimo que escribió Durero durante su viaje a los Países Bajos entre 1520 y 1521… Es una especie de cuaderno, o de agenda… Es sobre todo la prueba de que hago mal en considerarlo un dios. La prueba de que él también era un tipo normal y corriente. Un tipo que contaba su dinero, que se ponía furioso cuando se daba cuenta de que acababa de dejarse enganchar por alguien, que siempre dejaba tirada a su mujer, que no podía evitar perder dinero en el juego, un tipo ingenuo, goloso, machista y también un poco orgulloso… Pero bueno, nada de esto importa demasiado, al contrario, lo hace más humano… Y… entonces…

—Sí.

—Al principio, el viaje lo emprende por un motivo muy serio, a saber, su supervivencia, la de su familia y las personas que trabajaban con él en su taller… Hasta ese momento, estaba bajo la protección del emperador Maximiliano I. Un megalómano perdido que le había hecho un encargo descabellado: representarlo a la cabeza de un cortejo extraordinario para inmortalizarlo para siempre… Una obra que será realizada por fin unos años más tarde, y que llegará a medir más de cincuenta y cuatro metros de largo… ¿Te haces una idea?

»Para Durero, era lo mejor que le podía pasar… Años de trabajo asegurado… Pero mala suerte, Maximiliano la palma poco después, y por ello, su renta anual queda en entredicho… Un drama… De modo que aquí tenemos a nuestro hombre, que se echa a los caminos con su mujer y su criada, para congraciarse con Carlos V, el futuro emperador, y con Margarita de Austria, la hija de su antiguo protector, porque es absolutamente necesario para él recuperar esa renta oficial…

»Éstas son pues las circunstancias… De modo que al principio de su viaje Durero está un poco agobiado, pero eso no le impide ser un turista perfecto, que se maravilla ante todo: los rostros, las costumbres, los trajes. Va a visitar a otros pintores, a artesanos, para admirar su obra. Entra en todas las iglesias, compra un montón de chucherías recién llegadas del Nuevo Mundo: un loro, un babuino, un caparazón de tortuga, coral, canela, y sobre todo, entusiasmo como para parar un tren, etc. Se comporta como un niño… Llegará incluso a dar un rodeo para ver una ballena varada pudriéndose a orillas del Mar del Norte… Y, por supuesto, dibuja. Como un loco. Tiene cincuenta años, está en la cumbre de su talento, y haga lo que haga, un loro, un león, una morsa, un candelabro o el retrato del posadero es… es…

—¿Qué?

—Toma, míralo tu mismo…

—¡No, no, que yo no entiendo nada de esto!

—¡Pero que no hace falta entender! Mira este anciano de aquí, ¿a que impone…? Y este joven tan guapo, ¿ves que orgulloso se siente? ¿Ves cuánta seguridad en sí mismo aparenta? Se parece a ti, mira tú por donde… La misma altanería, la misma nariz…

—¿Ah, sí? ¿Te parece guapo?

—Tiene un poco cara de tonto, ¿no?

—Es por el sombrero…

—Ah, sí… Tienes razón —sonrió Camille—, debe de ser por el sombrero… ¿Y esa calavera de ahí? No me digas que no es adorable… Parece que nos estuviera desafiando, provocando: «Eh… a vosotros también os llegará la hora, chicos… Esto es lo que os espera…»

—A ver.

—Ésta. Pero lo que más me gusta son sus retratos, y lo que me fascina es la desenvoltura con la que los realiza. Aquí, en el transcurso de este viaje, los utiliza sobre todo como moneda de cambio, como un trueque, ni más ni menos: tu habilidad a cambio de la mía, tu retrato a cambio de una cena, un rosario, una baratija para mi mujer, o un abrigo de piel de conejo… Me hubiera encantado vivir en esa época… Para mí el trueque es una economía fantástica…

—¿Y cómo acaba? ¿Al final recupera el dinero?

—Sí, pero a qué precio… la gordinflona de Margarita lo desprecia, la muy tonta llegó incluso a rechazar el retrato de su padre, que Durero había hecho solo para ella… ¡Así que él lo cambió por unas sábanas! Además, volvió enfermo, pilló no sé que cosa al ir a ver a la ballena, justamente… La fiebre de los pantanos, creo… Anda, mira, ahí tienes una máquina libre…

Franck se levantó suspirando.

—Date la vuelta, no quiero que veas mis gayumbos…

—Huy, Ios tuyos no me hace falta verlos para imaginármelos… los de Philibert serán más bien boxers sueltos, de rayas, pero tú, seguro que llevas esos boxers apretaditos, con la marca en la goma de la cintura…

—Pero qué lista eres… Anda, mira para otro lado de todas maneras…

Franck se concentró en su tarea, fue a buscar su media botella de detergente y apoyó los codos sobre la máquina:

—Pero no, no eres tan lista como pareces… Si no, no trabajarías de señora de la limpieza, harías como el tío del libro… Te lo currarías…

Silencio.

—Tienes razón… Yo solo sé de gayumbos…

—¡Bueno, eso tampoco está tan mal, ¿eh?! Lo mismo tiene futuro… Por cierto, ¿estás libre el 31?

—¿Tienes una fiesta que proponerme?

—No. Un curro.