Camille se levantó temprano para acompañarlo a la estación. Estaba tan nervioso que tuvo que arrancarle el billete de las manos para validarlo por él. Fueron a tomarse un chocolate, pero Philibert ni lo probó. Conforme se iba acercando la hora de su tren, Camille veía como se le crispaba la cara. Sus tics nerviosos habían vuelto, y era de nuevo el pobre infeliz del supermercado. Un chico alto, nervioso y torpe que tenía que meterse las manos en los bolsillos para no arañarse la cara cuando se ajustaba las gafas.
Camille le puso la mano en el brazo.
—¿Se encuentra bien?
—S… sí, mu… muy bien, e… está al t… tanto de la hora, ¿verdad?
—Eeeeh —le dijo ella—. Eeeeh… Tranquilo… Tranquilo…
Philibert trató de asentir con la cabeza.
—¿Tanto le agobia reunirse con su familia?
—N… no —contestó, a la vez que decía que sí con la cabeza.
—Piense en sus hermanitas…
Philibert le sonrió.
—¿Cuál es su preferida?
—La… la pequeña…
—¿Blanche?
—Si.
—¿Es guapa?
—Es… es más que eso todavía… Es… es dulce conmigo…
No fueron capaces de besarse, pero Philibert la cogió por el hombro en el andén:
—Se… se va a cuidar mucho, ¿verdad?
—Sí.
—¿Se… se va con su familia?
—No…
—¿Ah, no? —preguntó con una mueca.
—Yo no tengo hermanita que me haga soportable todo lo demás…
—Ah…
Asomado a la ventanilla, Philibert la sermoneó:
—¡So… sobre todo no se deje impresionar por nuestro cocinerito, eh!
—Qué va, qué va… —lo tranquilizó Camille.
Philibert añadió algo, pero Camille no lo oyó por culpa de la megafonía. En la duda, dijo que sí con la cabeza, y el tren arrancó.
Decidió volver a pie y se equivocó de camino sin darse cuenta. En lugar de tomar a la izquierda y bajar por el bulevar Montparnasse hasta llegar a la Academia Militar, siguió todo recto y fue a parar a la calle Rennes. Fue por culpa de las tiendas, las guirnaldas, la animación…
Camille era como un insecto; la atraía la luz y la sangre caliente de la muchedumbre.
Tenía ganas de ser parte de esa multitud, de ser como toda esa gente, de ir con prisa, de estar emocionada y atareada. Tenía ganas de entrar en las tiendas y comprar tonterías para mimar a las personas a las que quería. Aflojó el paso para preguntarse: ¿a quién quería? Vamos, vamos, se reprendió, subiéndose el cuello de la chaqueta, no empieces, anda, están Pierre y Mathilde, Philibert, y tus amigas de Todoclean… Aquí, en esta tienda de bisutería seguro que encuentras alguna cosita para Mamadou, que es tan coqueta… Y por primera vez desde hacía mucho tiempo, hizo lo mismo que todo el mundo, y al mismo tiempo: se paseó por las calles, calculando su paga extra… Por primera vez en mucho tiempo, no pensaba en el día de mañana. Y no era una simple expresión. El día de mañana, o sea, el día siguiente.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, el día siguiente le parecía… posible e imaginable. Sí, eso era exactamente: posible e imaginable. Tenía un lugar en el que le gustaba vivir. Un lugar extraño y singular, como las personas que lo habitaban. Camille apretaba con fuerza las llaves que tenía en el bolsillo, pensando en las semanas que acababan de pasar. Había conocido a un extraterrestre. Un ser generoso, anacrónico, que estaba a mil leguas del mundo real, y no parecía vanagloriarse en absoluto de ello. También estaba el cabeza de chorlito del otro. Bueno, con él sería todo más complicado… Quitando sus historias de motos y de cacerolas, Camille no veía muy bien que más se podía sacar de él, pero por lo menos le había emocionado su cuaderno, bueno, tanto como emocionado… que exagerada, digamos que le había llamado la atención. Era más complicado, y a la vez podía ser más sencillo: el manual de instrucciones parecía bastante básico…
Sí, había progresado, pensaba Camille, pisando huevos detrás de la gente.
El año anterior por esa época se encontraba en un estado tan lamentable que no había sabido decirle su nombre al tío del Samur que la había recogido en la calle, y el año anterior, estaba trabajando tanto que ni se había dado cuenta de que era Navidad; su «benefactor» se abstuvo de recordárselo no fuera a ser que perdiera el ritmo… Así que lo podía decir, ¿no? Podía pronunciar esas pocas palabras que no hace tanto tiempo se le hubieran quedado atragantadas en la garganta: estaba bien, se encontraba bien y la vida era bella. Uf, por fin lo había dicho. Anda, tonta, no te pongas colorada. No te des la vuelta. Tranquila, nadie te ha oído pronunciar estas locuras.
Tenía hambre. Entró en una panadería y se compró unos pastelillos. Unas cositas riquísimas, ligeras y dulces. Se chupó largo rato los dedos antes de atreverse a volver a entrar en una gran superficie, donde encontró regalitos para todo el mundo. Un perfume para Mathilde, bisutería para las chicas, unos guantes para Philibert, y unos puros para Pierre. ¿Se podía ser más convencional? No. Eran los regalos de Navidad más tontos del mundo, pero eran perfectos.
Terminó sus compras cerca de la plaza de Saint-Sulpice y entró en una librería. Eso también era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo… Ya no se atrevía a aventurarse en ese tipo de sitios. Era difícil de explicar, pero le hacía demasiado daño, era… No, no podía decir eso… Ese abatimiento, esa cobardía, ese riesgo que ya no quería correr… Entrar en una librería, ir al cine, ver exposiciones o echar una ojeada a los escaparates de las galerías de arte era tocar con el dedo su mediocridad, su pusilanimidad, y recordar que había tirado la toalla un día de desesperación y que desde entonces ya nunca la había recuperado…
Entrar en cualquiera de esos lugares cuya legitimidad dependía de la sensibilidad de algunos era recordar que su vida era vana…
Camille prefería las secciones de cualquier gran superficie.
¿Quien podía entender eso? Nadie.
Era una batalla personal. La más invisible de todas. La más desgarradora también. ¿Y cuántas noches de trabajo, de soledad y de limpiar retretes tendría que infligirse todavía para salir vencedora?
Al principio evitó la sección de Bellas Artes, que conocía de memoria por haberla frecuentado mucho en la época en que intentaba estudiar en la facultad del mismo nombre, y luego, más tarde, con fines menos gloriosos… De hecho, no tenía intención de visitar esa sección. Era demasiado pronto. O demasiado tarde justamente. Era como esa historia de tocar fondo e impulsarse hacia arriba… ¿Tal vez estaba en un momento de su vida en el que ya no podía contar con la ayuda de los grandes maestros?
Desde que había tenido edad para sujetar un lápiz, le habían repetido que tenía talento. Mucho talento. Demasiado. Era muy prometedora, demasiado lista o demasiado mimada. A menudo, sinceros, otras veces más ambiguos, esos halagos no la habían llevado a ninguna parte, y ahora, cuando ya solo valía para llenar frenéticamente de bosquejos cuaderno tras cuaderno, como una obsesa, Camille se decía que no le importaría nada cambiar esas dos toneladas de talento por un poco de inocencia. O por una pizarra mágica, por ejemplo… Una pasada y, ¡hala!, borrarlo todo. Adiós técnica, adiós referencias, adiós talento, adiós todo. A empezar de cero.
Así que mira, el bolígrafo se coge entre los dedos índice y pulgar… No, de hecho, lo puedes coger como te dé la gana. Luego, es muy fácil, ya no tienes que pensar en nada. Tus manos ya no existen. Ya no son lo importante. No, así no está bien, sigue siendo demasiado bonito. No se te pide que hagas algo bonito, ¿sabes…? Lo bonito nos trae sin cuidado. Para eso ya están los dibujos de los niños y el papel cuché de las revistas. Eh, tú, genio, tú que crees que tienes tanto talento pero estás vacía por dentro, ponte unas manoplas, hala, que sí, que te las pongas te digo, y quizá por fin verás que dibujarás un círculo fallido casi perfecto…
Camille deambuló pues entre los libros. Se sentía perdida. Había tantos, y hacía tanto tiempo que había perdido el hilo de la actualidad que todas esas fajas rojas en las portadas la mareaban. Miraba las cubiertas, leía las sinopsis, comprobaba la edad de los autores, haciendo una mueca cuando veía que habían nacido después que ella. No era un método de selección muy bueno que digamos… Se dirigió hacia la sección de libros de bolsillo. El papel de mala calidad y la letra pequeña la intimidaban menos. La portada de ese libro, en la que salía un niño con gafas de sol, era muy fea, pero el principio de la historia le gustaba:
«Si tuviera que resumir mi vida con un solo hecho, esto es lo que diría: tenía siete años cuando el cartero me atropelló la cabeza. Ningún otro acontecimiento habrá sido más formador para mí. Mi existencia caótica, tortuosa, mi cerebro enfermo y mi fe en Dios, mis agarradas con las alegrías y las penas, todo eso, de una forma o de otra, se deriva de ese instante en el que, una mañana de verano, la rueda trasera izquierda del todoterreno de Correos aplastó mi cabeza de niño contra la gravilla ardiente de la reserva apache de San Carlos.»
No estaba mal, no… Además el libro era un buen tocho, bien gordo y bien denso. Había diálogos, fragmentos de cartas y unos bonitos subtítulos. Siguió hojeándolo y, al final del primer tercio aproximadamente, leyó lo siguiente:
«“Gloria”, dijo Barry, adoptando su tono doctoral.” Éste es tu hijo Edgar. Hace tiempo que aguarda el momento de volver a verte.”
»Mi madre miró a todos lados, salvo hacia mí. “¿Queda alguna todavía?”, le preguntó a Barry con una vocecita aguda que me encogió el estómago.
»Barry suspiró y fue a la nevera a buscar otra lata de cerveza. “Es la última, luego iremos a comprar más.” La dejó encima de la mesa, delante de mi madre, y luego sacudió ligeramente el respaldo de su silla, “Gloria, es tu hijo”, volvió a decir, “está aquí”.»
Sacudir el respaldo de la silla… ¿Tal vez fuera ése el truco?
Cuando, cerca del final, cayó sobre este párrafo, cerró el libro, segura de sí misma:
«Sinceramente, no tengo ningún mérito. Salgo con mi cuaderno y la gente se pone a mis pies. Llamo a su puerta y me cuentan su vida, sus pequeños triunfos, sus motivos de rabia y sus anhelos ocultos. En cuanto a mi cuaderno, que de todas maneras solo llevo para aparentar, me lo suelo guardar en el bolsillo, y escucho pacientemente hasta que me hayan dicho todo lo que tenían que decir. Después viene lo más fácil. Vuelvo a mi casa, me instalo delante de mi máquina Hermes Jubile y hago lo que llevo haciendo desde hace casi veinte años: escribo todos los detalles interesantes.»
Una cabeza espachurrada en la infancia, una madre medio zumbada y un cuadernito en el fondo del bolsillo…
Que imaginación…
Un poco más adelante, Camille descubrió el último libro ilustrado de Sempé. Se quitó la bufanda y se la sujetó entre las piernas junto con el abrigo para extasiarse más cómodamente. Pasó las páginas despacio y, como a cada vez, se le colorearon las mejillas de placer. Nada le gustaba tanto como ese pequeño mundo de grandes soñadores, ese trazo certero, las expresiones de los rostros, las marquesinas de los chalés de la periferia, los paraguas de las señoras mayores, y la infinita poesía de las situaciones. ¿Cómo lo hacía? ¿Dónde encontraba Sempé todo aquello? Camille volvió a ver los cirios, los incensarios y el gran altar barroco de su personaje preferido, la beata. Esta vez, estaba sentada en el fondo de la iglesia, con un móvil en la mano, y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, tapándose la boca con la mano: «¿Marthe? Soy Suzanne. Estoy en la iglesia Sainte-Eulalie-de-la-Rédemption, ¿quieres que pida algo para ti?»
Buenísimo.
Unas páginas después, un señor se dio la vuelta al oírla reírse sola. Y eso que no era nada, tan solo una señora gorda que hablaba con un pastelero mientras éste seguía trabajando. El pastelero tenía un gorro de cocinero, una expresión como desengañada, y una barriguita monísima. La señora decía: «El tiempo ha pasado, he rehecho mi vida, pero ¿sabes, Roberto?, nunca te he olvidado…» Ella llevaba un sombrero con forma de pastel, una especie de bocadito de crema igualito a los que el pastelero acababa de hacer…
No era apenas nada, dos o tres trazos de tinta, y sin embargo se la veía parpadear con una cierta languidez nostálgica, con la cruel indolencia de quien se sabe aún deseable… Pequeñas Ava Gardner de extrarradio, mujercitas fatales de pelo teñido…
Seis minúsculos trazos para decir todo eso… ¿Cómo lo hacía?
Camille devolvió esa maravilla a su estantería pensando que el mundo se dividía en dos categorías: los que comprendían los dibujos de Sempé, y los que no los comprendían. Por muy ingenua y maniquea que pudiera parecer, esa teoría se le antojaba absolutamente pertinente. Por poner un ejemplo, ella conocía a una persona que, cada vez que hojeaba un Paris-Match y descubría una de esas viñetas, no podía evitar ridiculizarse: «Yo francamente no le veo la gracia a esto… A ver si alguien me explica algún día de qué hay que reírse…» Mala suerte, esa persona era su madre. Sí, desde luego, que mala suerte…
De camino hacia la caja, se cruzó con la mirada de Vuillard. Esto tampoco es una mera expresión; la estaba mirando, a ella. Con dulzura.
Autorretrato con bastón y canotier… Camille conocía ese cuadro, pero nunca había visto una reproducción tan grande. Era la portada de un enorme catálogo. Entonces, ¿había una exposición en ese momento? ¿Pero dónde?
—En el Grand Palais —le confirmó uno de los vendedores.
—¿Ah, sí?
Qué extraña coincidencia… No había dejado de pensar en él en esas últimas semanas… Los tapices recargados de su habitación, el diván con su colcha, los cojines bordados, las alfombras amontonadas y la luz tamizada de las lámparas… Más de una vez, Camille se había hecho la reflexión de que tenía la impresión de estar en un cuadro de Vuillard… Esa misma sensación de estar dentro de un útero, un capullo. Una sensación atemporal, tranquilizadora, agobiante, opresiva también…
Hojeó el ejemplar de exposición y volvió a sufrir una crisis aguda de admiracionitis. Era tan bonito… Tan bonito… Esa mujer de espaldas abriendo una puerta… Su corsé, rosa, su vestido negro de tubo y ese perfecto contoneo… ¿Cómo había podido plasmar ese movimiento? ¿El ligero contoneo de una mujer elegante vista de espaldas?
¿Sin emplear nada más que un poco de pintura negra?
¿Cómo era posible ese milagro?
«Cuanto más puros son los elementos empleados, más pura es la obra. En pintura, hay dos medios de expresión, la forma y el color, cuanto más puros son los colores, más pura es la belleza de la obra…»
Fragmentos del diario de Vuillard componían los comentarios.
Su hermana dormida, la nuca de Misia Seirt, las amas de cría en los parques, los estampados de los vestidos de las niñas, el retrato de Mallarme a carboncillo, los estudios para el de Yvonne Printemps, esa linda carita carnívora, las páginas garabateadas de su agenda, la sonrisa de Lucie Belin, su amiga… Plasmar una sonrisa es totalmente imposible, y él, sin embargo, lo había logrado… Desde hace casi un siglo, recién interrumpida su lectura, esta mujer nos sonríe dulcemente y parece decirnos: «Ah, ¿eres tú?» con un lánguido movimiento de la nuca…
Y ese pequeño lienzo de ahí, Camille no lo conocía… No era un lienzo, de hecho, sino un dibujo sobre cartón… La oca… Genial… Cuatro tipos, dos de los cuales vestidos con traje de etiqueta y chistera, intentando atrapar a una oca burlona… Esas masas de colores, la brutalidad de los contrastes, la incoherencia de las perspectivas… ¡Oh, qué bien debió de pasárselo Vuillard ese día!
Una hora larga y una tortícolis más tarde, Camille terminó por levantar la cabeza del catálogo y miró el precio: ay ay ay, cincuenta y nueve euros… No. No era razonable. El mes que viene tal vez… Para ella, tenía ya otra idea de regalo: una pieza de música que había oído en la radio el otro día mientras barría la cocina.
Gestos ancestrales, escoba paleolítica y baldosas hechas polvo, Camille refunfuñaba, enfrascada en su tarea, cuando la voz de una soprano le erizó, uno a uno, cada pelo de los antebrazos. Se acercó a la radio conteniendo el aliento: Nisi Dominus, Vivaldi, Vespri Solenni per la Festa dell’Assunzione di Maria Vergine…
Bueno, ya estaba bien de soñar, de extasiarse y de gastar, era hora de volver al trabajo…
Aquella noche se alargó más por culpa de la copa de Navidad organizada por el comité de empresa de una de las sociedades de las que se encargaban. Josy meneó la cabeza en un gesto reprobador al ver todo aquel desorden, y Mamadou se llevó mandarinas y pastelitos para sus hijos. Perdieron el último metro, pero no importaba: ¡Todoclean les pagaba un taxi a todas! ¡Qué derroche! Cada una eligió a su taxista riendo, y se desearon feliz Navidad anticipadamente pues solo Camille y Samia se habían apuntado para trabajar el 24.