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El tiempo había mejorado un poco. Había una alegría, una ligereza, something in the air. La gente iba corriendo de un lado a otro para comprar regalos y Josy Bredart se había teñido el pelo de nuevo. Unos reflejos caoba preciosos que hacían resaltar la montura de sus gafas. Mamadou también se había puesto unas extensiones fantásticas. Les había dado una lección de peluquería una noche, entre planta y planta, mientras brindaban las cuatro con una botella de champán que habían comprado con el dinero de la apuesta.

—¿Pero cuánto te tiras en la peluquería para que te depilen así toda la frente?

—Oh… Tampoco mucho… Dos o tres horas a lo mejor… Hay peinados que llevan mucho más tiempo, ¿sabes? A mi Sissi le llevó más de cuatro horas…

—¡Más de cuatro horas! ¿Y qué hace durante todo ese tiempo? ¿Se porta bien?

—¡Pues claro que no se porta bien! Hace como nosotras, se divierte, come, y nos escucha contar nuestras historias… Nosotros contamos muchas historias… Mucho más que vosotros…

—¿Y tú, Carine? ¿Qué vas a hacer en Navidad?

—Voy a engordar dos kilos. ¿Y tú, Camille, qué vas a hacer en Navidad?

—Yo voy a perder dos kilos… No, es broma…

—¿La celebras con tu familia?

—Si —les mintió.

—Bueno, basta de charla y a trabajar… —dijo SuperJosy, dándose golpecitos en la esfera del reloj.

¿Cómo se llama?, leyó Camille sobre el escritorio.

Tal vez era pura coincidencia, pero la foto de su mujer y de sus hijos había desaparecido. Mmm, que chico más previsible… Camille tiró la hoja y pasó el aspirador.

También en el piso el ambiente era algo más relajado. Franck ya no dormía allí y pasaba como un rayo cuando venía a echarse la siesta por la tarde. Ni siquiera había desembalado su nuevo equipo de música.

Philibert no hizo nunca la menor alusión a lo que se había tramado a sus espaldas la noche en que se fue a su conferencia sobre Napoleón. Era una persona que no toleraba el más mínimo cambio. Su equilibrio pendía de un hilo, y Camille apenas empezaba a ser consciente de la gravedad de su acto la noche en que fue a buscarla a su buhardilla… Lo violento que tenía que haber sido para él… También pensaba en lo que Franck le había dicho de que se medicaba…

Philibert le anunció que se tomaba unas vacaciones y que estaría fuera hasta mediados de enero.

—¿Se marcha a su castillo?

—Sí.

—¿Le hace ilusión?

—Bueno, me alegra volver a ver a mis hermanas…

—¿Cómo se llaman?

—Anne, Marie, Catherine, Isabelle, Aliénor y Blanche.

—¿Y su hermano?

—Louis.

—Todo nombres de reyes y de reinas…

—Pues sí…

—¿Y el suyo?

—Oh, yo… Yo soy el patito feo…

—No diga eso, Philibert… Mire, yo no entiendo nada de todas esas historias suyas de la aristocracia, y eso de los apellidos rimbombantes a mí nunca me ha interesado mucho. Si quiere que le diga la verdad, me parece incluso un pelín ridículo, un poco… anticuado, pero una cosa está muy clara: usted es un príncipe. Un verdadero príncipe.

—Oh —dijo él, ruborizándose—, un hidalguito nada más, un hidalguelo de provincias, como mucho…

—Un hidalguito, sí, eso es exactamente… Y dígame, ¿cree que el año que viene ya podremos tutearnos?

—¡Ah! ¡Ya saltó otra vez mi querida sufragista! Siempre queriendo revoluciones… A mí me va a costar tutearla, ¿sabe…?

—A mí, no. A mi me encantaría decirle: Philibert, te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí, porque no lo sabes, pero, en cierta manera, me has salvado la vida…

Philibert no contestó nada, y una vez más, bajó la mirada.