El final de su convalecencia transcurrió demasiado deprisa. No veía nunca a Franck, pero sabía cuándo estaba en casa: portazos, cadena de música, televisión, conversaciones animadas al teléfono, risotadas y tacos, nada de todo aquello era natural, Camille lo notaba. Franck hacía ruido y dejaba que su vida resonara por toda la casa como un perro que mea aquí y allá para marcar su territorio. Algunas veces Camille sentía muchas ganas de volverse a su casa para recuperar su independencia y no deberle ya nada a nadie. Otras veces, no. Otras veces, sentía escalofríos ante la sola idea de volver a tumbarse en el suelo y subir los siete pisos agarrándose a la barandilla para no caer.
Era complicado.
Ya no sabía dónde estaba su lugar y aparte apreciaba mucho a Philibert… ¿Por qué tendría siempre que fustigarse y llorar con lágrimas de sangre, apretando los dientes? ¿Por su independencia? Pues vaya una conquista… Durante años sólo había soñado con eso, y total, ¿para qué? ¿Para llegar adónde? ¿A ese cuchitril, a fumar cigarrillo tras cigarrillo, rumiando su triste suerte? Qué patético. Y qué patética ella también. Iba a cumplir veintisiete años y hasta la fecha no había conseguido nada bueno. Ni amigos, ni recuerdos, ni motivo alguno para otorgarse la más mínima benevolencia. ¿Qué había pasado? ¿Por qué nunca había logrado cerrar las manos y conservar entre sus dedos dos o tres cosas un poco valiosas? ¿Por qué?
Camille estaba pensativa, y descansada, Y cuando ese curioso personaje venía a leerle libros, cuando cerraba con cuidado la puerta, levantando los ojos al cielo porque el bestia ese estaba escuchando su música «de salvaje», Camille le sonreía y por un momento escapaba al ojo del huracán…
Había vuelto a dibujar.
Porque sí.
Por nada. Por ella misma. Por gusto.
Había cogido un cuaderno nuevo, el último, y lo había domesticado empezando por plasmar en él todo cuanto la rodeaba: la chimenea, los dibujos del papel pintado, la falleba de la ventana, las sonrisas bobas de Sammy y de Scoobidoo, los marcos, los cuadros, el camafeo de la dama y la levita severa del caballero. Una naturaleza muerta de su ropa con la hebilla de su cinturón arrastrando por el suelo, las nubes, la estela de un avión, la copa de los árboles tras los hierros del balcón y un autorretrato desde su cama.
Por culpa de las manchitas del espejo y de su cabello corto, parecía un chico con varicela…
Volvía a dibujar de nuevo como respiraba. Volviendo las páginas sin pensar y parando tan sólo para verter un poco de tinta china en un pequeño cuenco y recargar el cartucho de su pluma. Hacía años que no se sentía tan tranquila, tan viva, tan sencillamente viva…
Pero lo que le gustaba por encima de todo eran los ademanes de Philibert. Parecía tan cautivado por sus historias, su rostro se volvía de pronto tan expresivo, tan encendido o tan abatido (¡ah, la pobre María Antonieta…!) que le había pedido permiso para esbozar su retrato.
Por supuesto, Philibert había tartamudeado un poco, para no faltar a la costumbre, pero pronto había olvidado el ruido de la pluma que corría sobre el papel.
Unas veces leía así:
—Pero la señora d’Étampes no vivía el amor como la señora de Châteaubriand el mero entretenimiento no le bastaba en absoluto. Soñaba ante todo con obtener favores para ella y su familia. Tenía treinta hermanos… Con tesón, se puso manos a la obra.
»Hábil como era, supo aprovechar todos los momentos de descanso que otorgaba la necesidad de recuperar el aliento entre dos noches de amor para arrancarle al rey, colmado y jadeante, los cargos o ascensos que deseaba.
»Por fin, todos los Pisseleu llegaron a desempeñar cargos importantes y generalmente eclesiásticos, pues la amante del rey era “piadosa”…
»Antoine Seguin, su tío materno, llegó a ser abad de Fleury-sur-Loire, obispo de Orleans, cardenal y, por fin, arzobispo de Toulouse. Charles de Pisseleu, su hermano, logró el puesto de abad de Bourgueil y el de obispo de Condom…
Philibert levantaba la cabeza:
—De Condom… No me negará que es divertido…
Y Camille se apresuraba a plasmar esa sonrisa, ese entusiasmo divertido de un joven que repasaba la historia de Francia como otros hojearían una revista porno.
Otras veces, Philibert leía:
—… como las cárceles resultaban ya insuficientes, Carrier, autócrata omnipotente, rodeado de colaboradores dignos de él, habilitó nuevas prisiones y confiscó naves en el puerto. Pronto el tifus habría de hacer estragos entre los miles de seres encarcelados en condiciones espantosas. Como la guillotina no funcionaba al ritmo deseado, el procónsul ordenó que se fusilara a miles de presos y añadió a los pelotones de ejecución un «cuerpo de enterradores». Después, como los prisioneros seguían llegando a las ciudades, inventó los ahogamientos.
»Por su parte, el general de brigada Westermann escribe: “La Vendée ya no existe, ciudadanos republicanos. Ha perecido, bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y sus niños. Acabo de enterrarla en los pantanos y en los bosques de Savenay. Siguiendo las órdenes que me habían dado, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos, y asesinado en masa a las mujeres, y así, al menos éstas ya no alumbrarán más bandidos. No tengo un solo prisionero que reprocharme.”
Y no había nada más que dibujar que una sombra en el rostro tenso de Philibert.
—¿Me está escuchando o está dibujando?
—Lo escucho mientras dibujo…
—Este Westermann… Mire por dónde, este monstruo que sirvió a su nueva patria con tanto fervor será capturado junto con Dalton unos meses más tarde y decapitado con él…
—¿Por qué?
—Acusado de cobardía… Era un tibio…
Otras veces, pedía permiso para sentarse en la butaca al pie de la cama y ambos leían en silencio.
—¿Philbert?
—Mmm…
—Eso de las postales…
—¿Sí?
—¿Va a durar mucho?
—¿Perdón?
—¿Por qué no hace de la Historia su profesión? ¿Por qué no intenta ser historiador, o profesor? ¡Podría usted enfrascarse en todos estos libros durante sus horas de trabajo, y encima le pagarían por ello!
Philibert dejó el libro sobre la pana desgastada de sus rodillas huesudas y se quitó las gafas para frotarse los ojos:
—Lo intenté… Soy licenciado en Historia, y me presenté tres veces a las oposiciones para Archivos y Bibliotecas, pero suspendí.
—¿No era lo suficientemente bueno?
—¡Oh, sí que lo era! Bueno… —dijo, poniéndose colorado—, eso creo… Lo creo humildemente, pero… Nunca he podido aprobar un examen… Me angustio demasiado… Cada vez que lo intento pierdo el sueño, la vista, el pelo, ¡hasta los dientes!, y todas mis capacidades. Leo las preguntas, sé las respuestas, pero soy incapaz de escribir una sola línea. Me quedo petrificado ante la hoja en blanco…
—Pero aprobó el examen de bachillerato, ¿no? ¿Y la licenciatura?
—Sí, pero a qué precio… Y nunca a la primera… Bueno, y además era verdaderamente fácil… La licenciatura la obtuve sin haber pisado jamás la Sorbona… o sólo para escuchar clases magistrales de grandes profesores a los que admiraba y que no tenían nada que ver con mi programa de estudios…
—¿Qué edad tiene?
—Treinta y seis años.
—Pero, con una licenciatura, en esa época habría podido ser profesor, ¿no?
—¿Me imagina usted en un aula con treinta chavales?
—Sí.
—No. La sola idea de dirigirme a un público, por restringido que sea, me da escalofríos. Tengo… tengo dificultades para… para desenvolverme en sociedad, creo…
—¿Y en el colegio? ¿Cuando era pequeño?
—No fui al colegio hasta sexto. Y encima, me metieron interno… Fue un año horrible. El peor de mi vida… Como si me hubieran tirado a una piscina sin saber nadar…
—¿Y después?
—Después, nada. Sigo sin saber nadar…
—¿En sentido literal o metafórico?
—En ambos, mi general.
—¿Nunca le enseñaron a nadar?
—No. ¿Para qué?
—Pues… para nadar…
—Culturalmente, provenimos más bien de una generación de soldados de infantería y artillería, ¿sabe…?
—¿Pero qué me está usted contando? ¡No le hablo de dirigir una batalla! ¡Le hablo de ir a la playa! Y para empezar, ¿por qué no fue antes al colegio?
—Era mi madre quien nos daba clase…
—¿Cómo la de san Luis?
—Exactamente.
—¿Cómo se llamaba, que no me acuerdo?
—Blanca de Castilla…
—Sí, eso. ¿Y por qué? ¿Vivían demasiado lejos?
—Había una escuela pública en el pueblo de al lado, pero sólo estuve en ella unos pocos días…
—¿Por qué?
—Porque era pública, justamente…
—¡Ah! Otra vez esa historia de Bleus, ¿no es eso?
—Eso es…
—¡Eh, pero eso era hace dos siglos! ¡Desde entonces las cosas han evolucionado!
—Que hayan cambiado es innegable. Pero evolucionado… No… no estoy tan seguro…
—…
—¿La escandalizo?
—No, no, respeto sus… sus…
—¿Mis valores?
—Sí, si quiere, si la palabra le parece adecuada. Pero entonces, ¿de qué vive?
—¡Vendo postales!
—Eso es absurdo… No tiene sentido…
—¿Sabe?, en comparación con mis padres, yo estoy muy… muy evolucionado, como dice usted, he tomado ciertas distancias al fin y al cabo.
—¿Y sus padres cómo son?
—Pues…
—¿Como si estuvieran disecados? ¿Embalsamados? ¿Metidos en un frasco de formol con flores de lis?
—Algo de eso hay, en efecto… —contestaba Philibert, divertido.
—¿¡No me irá a decir que se desplazan en una silla con porteadores, no!?
—No, ¡pero porque ya no encuentran porteadores!
—¿Qué hacen?
—¿Cómo?
—¿En qué trabajan?
—Son propietarios agrícolas.
—¿Nada más?
—Es mucho trabajo, ¿sabe…?
—Pero… ¿son ustedes muy ricos?
—No, en absoluto. Al contrario…
—Esto es increíble… ¿Y cómo pudo sobrevivir en el internado?
—Gracias al Gaffiot.
—¿Y ése quién es?
—No es nadie, es un diccionario de latín muy gordo que metía en la cartera, para utilizarla como honda. Cogía la cartera por la correa, le daba vueltas y… ¡zaca!, descalabraba al enemigo…
—¿Y luego?
—¿Luego, qué?
—¿Actualmente?
—Pues bien, querida mía, actualmente la cosa es muy sencilla, tiene ante sí un magnífico ejemplar de Homo Degeneraris, es decir, ¡un ser en absoluto apto para la vida en sociedad, totalmente aislado, ridículo y anacrónico!
Philibert se reía.
—¿Cómo se las va a apañar?
—No lo sé.
—¿Va a un psiquiatra?
—No, pero he conocido a una chica en mi lugar de trabajo, una especie de locuela divertida e insistente que está venga a decirme que la acompañe una tarde a su taller de teatro. Ella ha probado todos los psiquiatras posibles e imaginables, y sostiene que el teatro es el más eficaz…
—¿En serio?
—Según ella, sí…
—¿Y no sale usted nunca? ¿No tiene amigos? ¿Ninguna afición? ¿Ningún… contacto con el siglo veintiuno?
—No. No muchos, no… ¿Y usted?