Camille suspiró y cogió el plato sin pensar, preguntándose quién habría sido su ladrón. ¿El fantasma del pasillo? ¿Un visitante que se habría perdido? ¿Habría entrado por el tejado? ¿Volvería? ¿Debía contárselo a Pierre?
El olor, el aroma más bien, del caldo no le dejó seguir dándole vueltas al tarro. Mmm, era maravilloso, y casi le dieron ganas de ponerse una toalla en la cabeza para inhalarlo bien. ¿Pero qué tenía esa sopa? El color era extraño. Cálido, graso, con reflejos dorados como el amarillo de cadmio… Con las perlas translúcidas y los puntitos verde esmeralda de los trocitos de hierba, daba gusto verla… Camille permaneció así unos segundos, con deferencia, la cuchara suspendida en el aire, y luego se tomó el primer sorbo, con mucho cuidado porque estaba muy caliente.
Exceptuando la infancia, se encontró en el mismo estado que Marcel Proust: «atenta a lo que en ella ocurría de extraordinario» y se terminó el plato religiosamente, cerrando los ojos entre cada cucharada.
Tal vez fuera porque se moría de hambre sin saberlo, o porque llevaba tres días esforzándose por tragarse, entre muecas, las sopas de sobre de Philibert, o tal vez fuera también porque había fumado menos, pero en todo caso, una cosa era segura: nunca en su vida había disfrutado tanto comiendo sola. Se levantó para ver si quedaba un poco en la cacerola. Desgraciadamente, no… Se llevó el plato a la boca para no perderse ni una gota, chasqueó la lengua, lavó su cubierto y cogió el paquete de pasta empezado. Con unas cuantas perlas escribió «¡Qué rico!» sobre la notita de Franck y se volvió a la cama, acariciándose la tripa bien llena.
Gracias, Jesusito.