24

—Camille, ¿está usted durmiendo?

—No.

—Mire, tengo una sorpresa para usted…

Abrió la puerta y entró empujando su chimenea sintética.

—He pensado que le haría ilusión…

—Huy… Es usted muy amable, pero no me voy a quedar aquí, mucho… Mañana me subo a mi casa…

—No.

—No, ¿qué?

—Subirá usted cuando también suba el barómetro, mientras tanto se quedará aquí para descansar, lo ha dicho el médico. Y le ha dado diez días de baja…

—¿Tantos?

—Pues sí…

—Tengo que mandarla…

—¿Cómo?

—La baja…

—Voy a buscarle un sobre.

—No, pero… No puedo quedarme tanto tiempo, no… No quiero.

—¿Prefiere ir al hospital?

—No bromee con eso…

—No estoy bromeando, Camille.

Camille se echó a llorar.

—No les dejará que me lleven al hospital, ¿verdad?

—¿Se acuerda de la guerra de la Vendée?

—Pues… No mucho, no…

—Ya le prestaré unos cuantos libros… Mientras tanto recuerde que está en casa de los Marquet de la Durbellière, ¡y que aquí no les tenemos miedo a los Bleus!

—¿Los Bleus?

—La República. Quieren meterla en un hospital público, ¿no es así?

—Seguramente…

—Entonces no tiene usted nada que temer. ¡Echaré aceite hirviendo a los camilleros por el hueco de la escalera!

—Está usted totalmente chalado…

—¿No lo estamos todos un poco? ¿Por qué se ha rapado usted la cabeza, vamos a ver?

—Porque ya no tenía fuerzas para lavarme el pelo en el pasillo…

—¿Se acuerda de lo que le dije sobre Diana de Poitiers?

—Sí.

—Pues bien, acabo de encontrar algo en mi biblioteca, espere…

Volvió con un libro de bolsillo deteriorado, se sentó en el borde de la cama y carraspeó.

—Toda la Corte —salvo la señora d’Étampes, por supuesto (más tarde le diré por qué)— convenía en que era adorablemente hermosa. Se imitaban sus andares, sus gestos, sus peinados. De hecho, sirvió para establecer los cánones de belleza, los cuales todas las mujeres, durante cien años, buscaron ardientemente seguir:

Tres cosas blancas: la piel, los dientes, las manos.

Tres negras: los ojos, las cejas, los párpados.

Tres rojas: los labios, las mejillas, las uñas.

Tres largas: el cuerpo, el cabello, las manos.

Tres cortas: los dientes, las orejas, los pies.

Tres estrechas: la boca, la cintura, el empeine.

Tres gruesas: los brazos, los muslos, las pantorrillas.

Tres pequeñas: el pezón, la nariz, la cabeza…

Una bonita forma de expresarlo, ¿verdad?

—¿Y cree usted que me parezco a ella?

—Sí, bueno, según ciertos criterios…

Estaba colorado como un tomate.

—No… no todos, por supuesto, pero ¿sa… sabe usted?, es una cuestión de estilo, de gra… gracia, de… de…

—¿Es usted quien me ha desnudado?

Se le cayeron las gafas sobre el regazo y se puso a ta… tartamudear como nunca.

—Yo… yo… Sí, o sea… yo… yo… Muy ca… castamente, se lo pro… prometo, primero la ta… tapé con las sábanas, y…

Camille le tendió sus gafas.

—¡Eh, no se ponga así! Era sólo por saberlo, nada más… Estoo… ¿estaba también el otro?

—¿Q… quién?

—El cocinero…

—No. ¡Por supuesto que no!

—Ah, bueno, menos mal… Ayyy… Me duele tanto la cabeza…

—Voy a bajar a la farmacia… ¿Necesita algo más?

—No. Gracias.

—Muy bien. Ah, sí, tenía que decirle que… nosotros aquí no tenemos teléfono… pero si quiere avisar a alguien, Franck tiene un móvil en su habitación y…

—No hace falta, gracias. Yo también tengo uno… Sólo necesito el cargador, que lo tengo arriba…

—Si quiere puedo ir yo a buscarlo…

—No, no, puede esperar…

—Como usted quiera.

—¿Philibert?

—¿Sí?

—Gracias.

—Pero si no es nada…

Estaba ahí, de pie delante de ella, con su pantalón demasiado corto, su chaqueta demasiado ceñida y sus brazos demasiado largos.

—Es la primera vez en mucho tiempo que me cuidan de esta manera…

—Pero si no es nada…

—Sí, sí, de verdad… Quiero decir… sin esperar nada a cambio… Porque usted… no espera nada, ¿verdad?

Philibert estaba escandalizado:

—Pero, pero… ¿qué… qué se imagina usted?

Camille ya había vuelto a cerrar los ojos.

—No me imagino nada, se lo digo: no tengo nada que dar.