A Camille le costó trabajo bajar las escaleras. Las agujetas la tenían medio tullida, y sufría una migraña espantosa. Como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en el ojo derecho y se divirtiera girando delicadamente la hoja en cuanto hacía el más mínimo movimiento, Al llegar al portal se agarró a la pared para recuperar el equilibrio, tiritaba, se ahogaba. Durante un segundo pensó en regresar a la cama, pero la idea de volver a subir esos siete pisos le pareció más insoportable que ir a trabajar. Al menos en el metro podría sentarse un rato…
Justo cuando franqueaba la puerta, se tropezó con un oso. Era su vecino, vestido con una larga pelliza.
—Oh, perdone, caballero —se disculpó éste—, no…
Levantó los ojos.
—Camille, ¿es usted?
No tenía el valor de darle ni la más mínima conversación, de modo que se escabulló por debajo de su brazo.
—¡Camille! ¡Camille!
Ésta escondió el rostro en su bufanda y apretó el paso. Ese esfuerzo pronto la obligó a apoyarse en una boca de incendios para no caerse redonda.
—Camille ¿se encuentra bien? Dios mío, pero… ¿qué se ha hecho en el pelo? Oh, pero qué mala cara tiene… ¡Una cara malísima! ¿Y su pelo? Un pelo tan bonito…
—Tengo que irme, ya llego tarde…
—¡Pero hace un frío de perros, amiga mía! No vaya por ahí sin cubrirse la cabeza, se podría usted morir de frío… Tenga, póngase al menos mi gorro ruso…
Camille hizo un esfuerzo por sonreír.
—¿Éste también era de su tío?
—¡Diantre, no! Más bien de mi bisabuelo, el que acompañó a ese bajito general en sus campañas en Rusia…
Le encasquetó el gorro hasta las cejas.
—¿Quiere decir que este chisme estuvo en la batalla de Austerlitz? —se esforzó por bromear Camille.
—¡Y tanto que sí! Y en el Beresina también, desgraciadamente… Pero está usted muy pálida… ¿Seguro que se encuentra bien?
—Un poco cansada…
—Dígame, Camille, ¿siente usted mucho frío ahí arriba?
—No lo sé… Bueno, tengo… tengo que irme… Gracias por el gorro.
Aletargada por el calor del vagón, Camille se quedó dormida y no se despertó hasta el final de la línea. Se sentó en el otro sentido y se caló el gorro de oso hasta los ojos para llorar de agotamiento. Buf, esa antigualla olía a rayos…
Cuando, por fin, salió en la estación adecuada, el frío que sintió fue tan cortante que tuvo que sentarse bajo la marquesina de una parada de autobús. Se tumbó sobre los asientos y le pidió a un chico que había ahí que le parara un taxi.
Subió hasta su buhardilla de rodillas y se desplomó sobre el colchón. No tuvo fuerzas para desnudarse y, durante un segundo, pensó en morirse ahí mismo. ¿Quién se enteraría? ¿A quién le importaría? ¿Quién la lloraría? Tiritaba de calor y el sudor la envolvió, como un sudario helado.