11

—¡Pase, pase! ¡Huy, pero si está usted elegantísimo!

—Oh —dijo él, poniéndose colorado—, no es más que un canotier… Era de mi tío abuelo, y he pensado que, para un picnic…

Camille no daba crédito. El sombrero de paja no era más que la guinda. Su invitado llevaba un bastón con el mango de plata bajo el brazo, y vestía un traje claro con una corbata de pajarita roja. Le tendió una enorme maleta de mimbre.

—¿Es ésta la cesta de la que me hablaba?

—Sí, pero espere, aún hay una cosa más…

Se fue al fondo del pasillo y volvió con un ramo de rosas.

—Qué detalle…

—¿Sabe?, no son flores de verdad…

—¿Cómo dice?

—No, vienen de Uruguay, creo… Hubiera preferido verdaderas rosas de rosal, pero en pleno invierno, es… es…

—Es imposible.

—¡Sí, eso! ¡Es imposible!

—Vamos, pase, está usted en su casa.

Era tan alto que tuvo que sentarse enseguida. Hizo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas pero, por una vez, no era un problema de tartamudez, sino de… estupefacción.

—Su casa es… es…

—Pequeña.

—No, es, cómo diría yo… Es coquetona. Sí, es muy coquetona y… pintoresca, ¿verdad?

—Muy pintoresca —repitió Camille riendo.

Se quedó un momento callado.

—¿De verdad vive usted aquí?

—Pues sí…

—¿Completamente?

—Completamente.

—¿Todo el año?

—Todo el año.

—Es un poco pequeño, ¿no?

—Me llamo Camille Fauque.

—Ah, claro, por supuesto, encantado. Yo soy Philibert Marquet de la Durbellière —anunció poniéndose de pie y dándose un coscorrón contra el techo.

—¿Todo eso se llama usted?

—Pues sí…

—¿Tiene usted algún apodo?

—No, que yo sepa…

—¿Ha visto mi chimenea?

—¿Disculpe?

—Ahí… Mi chimenea…

—¡Ah, hela aquí! Muy bien… —añadió, volviéndose a sentar y estirando las piernas delante de las llamas de plástico—, muy, pero que muy bien… Se diría que estamos en un cottage inglés, ¿no le parece?

Camille estaba contenta. No se había equivocado. Ese chico era todo un personaje, pero un ser perfecto a la vez…

—Es bonita, ¿eh?

—¡Magnífica! ¿Tira bien, al menos?

—Impecablemente.

—¿Y la leña?

—Huy, con la tormenta… Hoy en día ya no hay más que agacharse…

—Ay, sí, demasiado bien lo sé yo… tendría usted que ver la maleza en casa de mis padres… Un verdadero desastre… Pero, ¿qué es lo que arde? Madera de roble, ¿no?

—¡Bravo!

Se sonrieron.

—¿Le parece bien una copa de vino?

—Me parece perfecto.

A Camille le maravilló el contenido de la maleta de mimbre. No faltaba un detalle, los platos eran de porcelana; los cubiertos, de esmalte, y los vasos, de cristal fino. Había incluso un salero, un pimentero, unas aceiteras, tacitas de café, de té, servilletas de lino bordadas, una ensaladera, una salsera, una mantequillera, una cajita para los mondadientes, un azucarero, cubiertos de pescado, y una chocolatera. Todo ello con el escudo de la familia de su invitado.

—Nunca había visto nada tan bonito…

—Ahora entiende por qué no podía venir ayer… Si supiera la de horas que he pasado limpiándola y sacándole brillo a todo…

—¡Pero habérmelo dicho!

—¿De verdad cree que si le hubiera puesto como excusa: «Esta noche no, tengo que dejar como nueva mi maleta», no me habría tomado usted por loco?

Camille se guardó muy mucho de hacer ningún comentario.

Extendieron un mantel en el suelo y Philibert Fulano de Tal puso la mesa.

Se sentaron con las piernas cruzadas, encantados y alegres, como dos niños estrenando un juego de cocinitas, con modales exquisitos y mucho cuidadito de no romper nada. Camille, que no sabía cocinar, había ido a una tienda de comida preparada y había comprado un surtido de taramas, salmón ahumado, pescados marinados y mermelada de cebolla. Llenaron concienzudamente todas las fuentes del tío abuelo e idearon una especie de tostador muy ingenioso, fabricado con una vieja tapa y papel de estaño, para calentar los blinis sobre la parrilla eléctrica. Apoyaron la botella de vodka sobre el canalón, y así bastaba abrir el tragaluz para servirse. Esas idas y venidas enfriaban la habitación, desde luego, pero en la chimenea chisporroteaba un fuego maravilloso.

Como de costumbre, Camille bebió mucho y comió poco.

—¿Le molesta que fume?

—No, por Dios, adelante… Lo que sí me gustaría es estirar las piernas porque me siento anquilosado…

—Siéntese en mi cama…

—P… por supuesto que no, yo no… De ninguna manera…

A la mínima, Philibert volvía a atorarse y a perder la serenidad.

—¡Que sí, hombre! De hecho, es un sofá cama…

—En ese caso…

—Tal vez podríamos tutearnos, ¿no le parece, Philibert?

Éste palideció.

—Oh, no, yo… En lo que a mí respecta, sería incapaz, pero usted… usted…

—¡Alto, que no cunda el pánico! ¡No he dicho nada! ¡No he dicho nada! Además, encuentro que esto de llamarse de usted está muy bien, es muy distinguido, muy…

—¿Pintoresco?

—¡Eso mismo!

Philibert tampoco comía mucho, pero era tan lento y tan meticuloso, que nuestra perfecta amita de casa se congratuló de haber previsto una cena fría. También había comprado requesón de postre. En realidad, se había quedado paralizada delante del escaparate de una pastelería, totalmente desconcertada e incapaz de elegir ni siquiera un pequeño pastel. Camille sacó su pequeña cafetera italiana y se tomó el café en una taza tan fina que estaba segura de poderla romper de un solo mordisco.

No hablaban mucho. Habían perdido la costumbre de compartir una comida. El protocolo no se llevó pues a rajatabla, y a ambos les resultó difícil sacudirse de encima la soledad… Pero eran personas de buena educación e hicieron un esfuerzo por quedar bien. Se divirtieron, brindaron, y hablaron del barrio. Las cajeras del supermercado —a Philibert le gustaba la rubia, (Camille prefería la pelirroja)—, los turistas, los juegos de luz sobre la Torre Eiffel y las cacas de perro. Contra todo pronóstico, su invitado resultó ser un gran conversador, manteniendo viva la conversación en todo momento, y trayendo a colación mil y un temas fútiles y agradables. Le apasionaba la historia de Francia, y le confesó que pasaba la mayor parte de su tiempo en las mazmorras de Luis XI, en la antecámara de Francisco I, sentado a la mesa de campesinos de la Edad Media, o en la Conserjería con María Antonieta, mujer por la cual alimentaba una verdadera pasión. Camille proponía un tema o un periodo, y él le contaba mil y un detalles interesantes. La ropa, las intrigas de la Corte, la tasa de impuestos, o la genealogía de los Capetos.

Era muy entretenido.

Camille se sentía como en la página web de Alain Decaux.

Un clic con el ratón, un resumen.

—¿Y es usted profesor, o algo así?

—No, soy… Quiero decir… Trabajo en un museo…

—¿De conservador?

—¡Eso son palabras mayores! No, yo me ocupo más bien del servicio comercial…

—Ah —asintió ella gravemente—, debe de ser apasionante… ¿En qué museo?

—Depende, voy cambiando… ¿Y usted?

—Oh, yo… Lo mío, desgraciadamente, es menos interesante, trabajo en unas oficinas…

Al ver su expresión contrariada, Philibert tuvo el tacto de no insistir.

—Tengo un requesón muy bueno, con mermelada de albaricoque, ¿le apetece?

—¡Encantado! ¿Y me acompañará usted?

—Se lo agradezco, pero todas estas delicias rusas me han saciado…

—Está usted muy delgada…

Por miedo a haber pronunciado una palabra hiriente, se apresuró a añadir:

—Pero es usted… cómo diría yo… grácil… Su rostro me recuerda al de Diana de Poitiers…

—¿Era guapa?

—¡Oh! ¡Mucho más que guapa! —Se ruborizó—, le… Ha… ¿Ha estado usted alguna vez en el castillo de Anet?

—No.

—Pues debería… Es un lugar maravilloso que le regaló su amante, el rey Enrique II…

—¿Ah, sí?

—Sí, es un lugar muy bello, una especie de himno al amor donde sus iniciales están entrelazadas por doquier. Sobre la piedra, el mármol, el hierro, la madera, y en su tumba. Es también muy conmovedor… Si no recuerdo mal, sus frascos de ungüentos y sus cepillos de pelo siguen ahí, en su cuarto de aseo. Ya la llevaré algún día…

—¿Cuándo?

—¿Tal vez en primavera?

—¿De picnic?

—Naturalmente…

Permanecieron un momento en silencio. Camille trató de no reparar en los agujeros de los zapatos de Philibert, y éste hizo otro tanto con las manchas que cubrían las paredes. Se contentaban con beberse el vodka a sorbitos.

—¿Camille?

—¿Sí?

—¿De verdad vive usted aquí todos los días?

—Sí.

—Pero… para… o sea… El tocador…

—En el pasillo.

—¿Ah, sí?

—¿Necesita usted ir?

—No, no, sólo me lo preguntaba.

—¿Está usted preocupado por mí?

—No, bueno… sí… Es que… esto es tan espartano…

—Es usted muy amable… Pero estoy bien. Estoy bien, se lo aseguro, ¡y además ahora tengo una bonita chimenea!

Él ya no parecía tan entusiasmado.

—¿Qué edad tiene? Si no es indiscreción, claro…

—Veintiséis años. Cumpliré veintisiete en febrero…

—Como mi hermana pequeña…

—¿Tiene usted una hermana?

—¡No una, sino seis!

—¡Seis hermanas!

—Sí. Y un hermano…

—¿Y vive usted solo en París?

—Sí, bueno, con mi compañero de piso…

—¿Se llevan bien?

Como no contestaba, Camille insistió:

—¿No muy bien?

—Sí, sí… ¡bastante bien! Pero no nos vemos nunca…

—¿Y eso?

—¡Pues bien, digamos que no es exactamente el castillo de Anet!

Camille se reía.

—¿Trabaja?

—A todas horas. Trabaja, duerme, trabaja, duerme. Y cuando no duerme, trae chicas a casa… Es un curioso personaje que no sabe expresarse más que ladrando. Me resulta difícil comprender qué ven en él todas esas chicas. Bueno, alguna idea sí que tengo sobre esa cuestión, pero bueno…

—¿A qué se dedica?

—Es cocinero.

—¿Ah, sí? Y por lo menos le preparará cosas ricas de comer, ¿no?

—Jamás. Nunca le he visto en la cocina. Salvo por las mañanas, para fustigar a mi pobre cafetera…

—¿Es amigo suyo?

—¡Diantre, no! Lo descubrí mediante un anuncio, un anuncio de nada en el mostrador de la panadería de enfrente: Joven cocinero busca habitación para echar la siesta por la tarde durante descanso en su trabajo. Al principio sólo venía unas horas al día, y luego, poquito a poco, hasta que ahí está…

—¿Le molesta?

—¡En absoluto! Si se lo propuse yo incluso… Porque, como ya tendrá ocasión de comprobar, la casa se me hace un poco grande… Y además es un auténtico manitas. Y yo que no soy capaz ni de cambiar una bombilla, pues me viene muy bien… Sabe hacer de todo, y es un pillo redomado, sí señor… Desde que está en mi casa, el recibo de la luz ha bajado una barbaridad…

—¿Ha trucado el contador?

—Yo diría que truca todo lo que toca… Como cocinero no sé cómo será, pero como manitas, no hay dos como él. Y como en mi casa todo está que se cae… No, no es sólo eso, también le aprecio… Nunca he tenido ocasión de hablar con él, pero me da la impresión de que… Bueno, no lo sé… A veces tengo la sensación de vivir bajo el mismo techo que un mutante…

—¿Como en Alien?

—¿Cómo dice?

—No, nada.

Como Sigourney Weaver nunca había retozado con un rey, prefirió dejar el tema…

Lo recogieron todo juntos. Al ver su minúsculo lavabo, Philibert le rogó que le dejara lavar los platos. Como su museo cerraba los lunes, al día siguiente no tendría otra cosa que hacer…

Se despidieron ceremoniosamente.

—La próxima vez vendrá usted a mi casa.

—Encantada.

—Pero desgraciadamente, yo no tengo chimenea.

—¡Bueno! No todo el mundo tiene la suerte de tener un cottage en París…

—¿Camille?

—¿Sí?

—Hará el favor de cuidarse, ¿verdad?

—Lo intentaré. Pero usted también, Philibert…

—Yo… yo…

—¿Qué?

—Tengo que decirle algo… Lo cierto es que no trabajo de verdad en un museo, ¿sabe…? Más bien en el exterior… O sea, en las tiendas, vaya… Me… me dedico a vender postales…

—Y yo no trabajo de verdad en una oficina, ¿sabe…? Más bien en el exterior también… Soy la señora de la limpieza…

Intercambiaron una sonrisa fatalista y se separaron, avergonzados.

Avergonzados y aliviados.

Fue una cena rusa de lo más lograda.