10

Hacia mediados de noviembre, cuando el frío empezaba a ensañarse de lo lindo, Camille se decidió por fin a ir a una tienda de bricolaje para mejorar sus condiciones de supervivencia. Se tiró allí un sábado entero, recorrió todas las secciones, tocó los paneles de madera, admiró las herramientas, los clavos, las tuercas, los picaportes, las barras de cortinas, los botes de pintura, las molduras, las cabinas de ducha y demás grifos cromados. Luego fue a la sección de jardinería, e hizo inventario de todo cuanto llamaba su atención: guantes, botas de caucho, escardillos, corrales para gallinas, semilleros, abono, y sobrecitos de semillas de todo tipo. Se pasó tanto tiempo inspeccionando la mercancía como observando a los clientes. La señora embarazada en medio de los papeles pintados de tonos pastel, esa pareja joven que discutía por un aplique horroroso, o aquel recién prejubilado, con sus zapatos náuticos, su cuaderno de espiral en una mano y el metro en la otra.

La vida le había enseñado a desconfiar de las certezas y de los proyectos de futuro, pero había algo de lo que Camille estaba segura: un día, dentro de mucho, mucho tiempo, cuando fuera muy vieja, mucho más vieja que ahora, con el pelo blanco, miles de arrugas y manchas oscuras en las manos, tendría su propia casa. Una casa de verdad, con una olla de cobre para hacer mermelada, y galletas dentro de una caja de hojalata escondida en el fondo de un aparador. Una larga mesa de granja, de madera bien gruesa, y cortinas de cretona. Camille sonreía. No tenía ni tenía ni idea de lo que era la cretona, ni siquiera sabía si le gustaría, pero esas palabras le encantaban: cortinas de cretona… Tendría habitaciones de invitados y, ¿quién sabe, tal vez incluso invitados? Un jardincito lindo, gallinas que le darían huevos de primera que tomaría pasados por agua, gatos para perseguir a los ratones, y perros para perseguir a los gatos. Un rincón de plantas aromáticas, una chimenea, sillones muy cómodos y libros por todas partes. Manteles blancos, servilleteros comprados a chamarileros, una cadena de música para escuchar las mismas óperas que su padre, y una cocina de carbón donde prepararía a fuego lento, durante toda la mañana, guisos de ternera y zanahorias…

Ternera y zanahorias… vaya unas tonterías se le ocurrían.

Una casita como las que dibujan los niños, con una puerta y ventanas a cada lado. Anticuada, discreta, silenciosa, invadida por la hiedra y los rosales. Una casa con adornos en la entrada. Un porche calentito, que habría acumulado todo el calor del día, y en el que se sentaría por la noche, para acechar el regreso de las garzas…

Y un viejo invernadero que haría las veces de taller… Bueno, eso no era seguro… Hasta entonces, sus manos siempre la habían traicionado, y más valía quizá no volver a contar con ellas…

¿Tal vez al final el sosiego no habría de llegar por ese camino?

Pero, ¿por cuál, entonces? Por cuál, se angustiaba Camille de pronto.

¿Por cuál?

Se serenó enseguida, y llamó a un vendedor antes de perder pie. La pequeña choza del bosque era una imagen muy linda, sí, pero mientras tanto se pelaba de frío en el fondo de un pasillo húmedo, y ese joven del polo amarillo chillón seguro que podría ayudarla:

—¿Dice que deja pasar el aire?

—Sí.

—¿Es un Velux?

—No, un tragaluz.

—¿Todavía existen esos chismes?

—Desgraciadamente, sí…

—Pues tenga, esto es lo que necesita…

Le tendió un rollo de burlete para clavar, «especial ventanas», de goma espuma con una base de PVC, duradero, lavable e impermeable. Una maravilla.

—¿Tiene grapadora?

—No.

—¿Un martillo? ¿Clavos?

—No.

Camille siguió como un perrito al vendedor por toda la tienda, mientras el chico le iba llenando la cesta.

—¿Y para calentarme?

—¿Ahora mismo qué tiene?

—¡Un radiador eléctrico que se apaga en plena noche y que encima huele mal!

El vendedor se tomó su papel muy en serio y le dio una clase magistral.

Con tono docto, alabó, comentó y comparó las virtudes de los inyectores de aire, el calor por irradiación, los infrarrojos, las placas de cerámica, las estufas y los convectores. A Camille le daba vueltas la cabeza.

—Bueno, ¿y entonces qué me llevo?

—Ah, eso ya, usted verá…

—Pero es que justamente… no lo veo nada claro.

—Llévese una estufa de éstas, no son muy caras y calientan bien. La Oleo de la marca Calor no está mal…

—¿Tiene ruedas?

—Pues… —vaciló el dependiente, inspeccionando la ficha técnica—… termostato mecánico, recogecable automático, potencia regulable, humidificador integrado, blablabla, ¡y ruedas! ¡Sí, señorita!

—Genial. Así la podré poner cerca de mi cama…

—Eh… Si me permite un comentario… Un chico tampoco está mal… Da calorcito, en una cama…

—Sí, pero no lleva recogecable incorporado…

—Ah, eso no…

El vendedor sonreía.

Al acompañarlo hacia la caja para que le firmara la garantía, Camille vio al pasar una chimenea falsa, con brasas falsas, leña falsa, llamas falsas y morillos falsos.

—¡Hala! ¿Y esto qué es?

—Una chimenea eléctrica, pero no se la aconsejo, es un timo…

—¡Sí, sí! ¡Enséñemela!

Era la Sherbone, un modelo inglés. Sólo los ingleses podían inventar algo tan feo y tan kitsch. Según la potencia (1000 o 2000 watios), las llamas alcanzaban una determinada altura. Camille estaba encantada:

—¡Es genial, parece de verdad!

—¿Ha visto el precio?

—No.

—532 euros, a quién se le ocurre… Es una estupidez… No se deje engañar…

—De todas maneras yo con los euros no me aclaro…

—Pero si no es tan difícil, vienen a ser unos 3500 francos, para un chisme que le dará menos calor que la Oleo, que cuesta menos de…

—Me llevo la chimenea.

El vendedor era un chico sensato, y nuestra cigarra cerró los ojos mientras le tendía su tarjeta de crédito. Ya puestos, se apuntó también al servicio a domicilio. Cuando anunció que vivía en un séptimo sin ascensor, la señora la miró mal y le dijo que entonces le costaría diez euros más…

—No hay problema —contestó Camille poniéndose tensa.

El vendedor tenía razón. Era una locura.

Sí, era una locura, pero el lugar en el que vivía también era de locos. Quince metros cuadrados debajo de un tejado, de los cuales, tan sólo en seis podía mantenerse erguida del todo, un colchón en el suelo, en un rincón, un minúsculo lavabo que más parecía un urinario, y que le servía de fregadero y de cuarto de baño. Una barra que hacía las veces de armario ropero, y dos cajas de cartón una encima de la otra a modo de estantería. Una parrilla eléctrica apoyada sobre una mesita de camping. Una mini neverita que también servía de encimera, de mesa de comedor y de mesita de café. Dos taburetes, una lámpara halógena, un espejito, y otra caja de cartón como despensa. ¿Y qué más? La maletita escocesa donde guardaba el poco material que le quedaba, tres cuadernos de dibujo y… No, nada más. Ésa era toda su casa.

El retrete era un agujero en el suelo, al fondo del pasillo a la derecha, y la ducha estaba encima del retrete. No había más que colocar encima del agujero el entramado de madera podrida, previsto para tal efecto…

No había vecinos, o tal vez un fantasma, pues a veces oía susurros detrás de la puerta del número 12. En la suya había un candado y el nombre de la antigua inquilina, escrito con una bonita letra de color violeta, sobre un pedacito de cartón clavado en el quicio de la puerta con una chincheta: Louise Leduc

Una criada jovencita del siglo pasado…

No, Camille no se arrepentía de haber comprado su chimenea, aunque le hubiera costado la mitad de su sueldo… Nada menos que la mitad… Pero bah… para lo que hacía con su sueldo… Camille pensaba en todas esas cosas en el autobús, preguntándose a la vez a quién podría invitar para inaugurarla…

Unos días más tarde, dio con el personaje adecuado:

—¡Tengo una chimenea, ¿sabe?!

—Perdón, ¿cómo dice? ¡Ah! ¡Oh! Es usted… Buenos días, señorita. Un tiempo algo tristón, ¿verdad?

—¡Y que lo diga! Y entonces, ¿por qué se quita el gorro?

—Pues… pues… para saludarla.

—¡No, hombre, no, vuélvaselo a poner! ¡Va a agarrar una pulmonía! Justamente lo estaba buscando. Quería invitarlo un día de éstos a cenar al calor de la chimenea…

—¿A mí? —preguntó, atragantándose.

—¡Sí! ¡A usted!

—Oh, no, pero si yo… esto… ¿Por qué? Esto es de verdad…

—Esto es ¿qué? —soltó Camille, de repente cansada, mientras tiritaban los dos de frío delante de su tienda de alimentación preferida.

—Es… esto…

—¿No es posible?

—No, es… ¡Es demasiado honor para mí!

—¡Ah! —dijo Camille, divertida—. Es demasiado honor para usted… Que no, hombre, que no, ya lo verá, será algo muy sencillo. ¿Acepta entonces?

—Pues, sí… me… me encantará compartir su mesa…

—Mmm… No es exactamente una mesa, ¿sabe?…

—¿Ah, no?

—Digamos que será más bien un picnic… Una cena sencilla en plan merienda campestre…

—¡Muy bien, me encanta ir de picnic! Puedo incluso venir con mi manta de cuadros y mi cesta, si quiere…

—¿Su cesta de qué?

—¡Mi cesta de picnic!

—¿Un chisme con vajilla dentro y todo?

—Pues sí, en efecto, tiene cubiertos, un mantel, cuatro servilletas, un sacacor…

—¡Huy, sí, qué buena idea! ¡Yo no tengo nada de eso! ¿Pero cuándo? ¿Esta noche?

—Pues, esta noche… es que… yo…

—¿Usted, qué?

—Es decir que no he avisado a mi compañero de piso…

—Entiendo. Pero puede venir él también, eso no es problema.

—¿Él? —preguntó extrañado—. No, él no… Para empezar no sé sí… o sea, no sé si se trata de un chico muy… muy… Entendámonos, no hablo de su conducta, aunque… en fin… yo no la comparto, ¿sabe usted? No, me refiero más bien a… Oh, bueno, de todas maneras no está aquí esta noche. Ni ninguna otra noche, de hecho…

—Recapitulemos —dijo Camille, perdiendo la paciencia—, no puede usted venir porque no ha avisado a su compañero de piso, que de todas maneras nunca está en casa, ¿es así la cosa?

Él bajaba la cabeza, toqueteando los botones de su abrigo.

—Oiga, no hay ninguna obligación, ¿eh? Si no quiere, no tiene por qué aceptar mi invitación, ¿sabe…?

—Es que…

—Es que, ¿qué?

—No, nada. Iré.

—Esta noche o mañana. Porque después vuelvo a trabajar hasta el fin de semana…

—De acuerdo —murmuró—, de acuerdo, mañana… Estará… Estará en casa, ¿verdad?

Camille sacudió la cabeza de lado a lado.

—¡Anda que no es usted complicado ni nada! ¡Pues claro que estaré en casa, puesto que le invito a cenar!

Él esbozó una sonrisa insegura.

—¿Hasta mañana entonces?

—Hasta mañana, señorita.

—¿A eso de las ocho?

—A las ocho en punto, allí estaré.

Se inclinó, y dio media vuelta.

—¡Eh!

—¿Disculpe?

—Tiene que tomar por la escalera de servicio. Vivo en el séptimo piso, la puerta número 16, ya verá, es la tercera a mano izquierda…

Con un gesto de cabeza, el hombre le indicó que había entendido sus indicaciones.