8

La camarera quitó la mesa y el restaurante se fue vaciando. Camille no se movió. Fumaba y pedía café tras café para que no la echaran.

Al fondo había un señor desdentado, un anciano asiático que hablaba y se reía solo.

La chica que les había servido estaba ahora detrás de la barra, secando unos vasos, y de vez en cuando amonestaba al viejo en su lengua. Éste refunfuñaba, callaba un rato, y luego retomaba su estúpido monólogo.

—¿Van a cerrar? —preguntó Camille.

—No —contestó la chica, poniéndole un cuenco delante al anciano—, ya no servimos, pero no cerramos. ¿Quiere otro café?

—No, no, gracias. ¿Me puedo quedar un poco más?

—¡Claro, quédese! ¡Mientras esté usted aquí, él se entretiene!

—Quiere decir que soy yo quien le hace reírse así…

—Usted o quien sea…

Camille miró detenidamente al anciano y le devolvió la sonrisa.

La angustia en la que la había sumido su madre se fue difuminando. Camille oía un ruido de agua y de cacerolas que se escapaba de la cocina, la radio, esos estribillos incomprensibles de sonoridades agudas que la chica repetía balanceándose, observaba al anciano que atrapaba largos tallarines con sus palillos, llenándose la barbilla de caldo, y de pronto tuvo la sensación de encontrarse en el comedor de una verdadera casa…

Salvo una taza de café y su paquete de tabaco, no había nada ante ella. Dejó ambas cosas en la mesa de al lado y se puso a alisar el mantel.

Despacio, muy despacio, pasaba una y otra vez la palma de la mano por el papel de mala calidad, áspero y manchado aquí y allá.

Repitió ese gesto durante largos minutos.

Su espíritu se calmó y los latidos de su corazón se hicieron más rápidos.

Sentía miedo.

Tenía que intentarlo. Tienes que intentarlo, se dijo. Sí, pero hace tanto tiempo que

«Shh —se murmuró a sí misma—, shh, estoy aquí. Todo va a salir bien, bonita. Mira, es ahora o nunca… Venga… No tengas miedo…»

Levantó la mano, la dejó a varios centímetros de la mesa, y esperó a que cesara el temblor. Así está bien, ¿lo ves…? Cogió su mochila y rebuscó en su interior. Ahí estaba.

Sacó la caja de madera y la dejó sobre la mesa. La abrió, cogió una piedrecita rectangular y se la pasó por la mejilla. Era una sensación tibia y suave. Abrió entonces un paquetito de tela azul y extrajo un bastoncillo de tinta del cual emanaba un fuerte olor a sándalo y, por fin, desenrolló un mantelito de tablillas de bambú en el que descansaban dos pinceles.

El más gordo era de pelo de cabra, el otro, mucho más fino, de cerdas de seda.

Se levantó, cogió una jarra de agua de la barra, dos guías telefónicas, y le hizo una pequeña reverencia al anciano loco.

Colocó las dos guías sobre su silla para poder extender el brazo sin tocar la mesa, vertió unas gotas de agua sobre la piedra de pizarra y empezó a desmenuzar la tinta. La voz de su maestro volvió a sus oídos: «Dale vueltas a la piedra muy despacio, mi pequeña Camille… ¡Huy, mucho más despacio! ¡Y más tiempo! Tal vez doscientas veces, al hacerlo flexibilizas la muñeca y preparas tu espíritu para grandes cosas… No pienses ya en nada, ¡no me mires, ni se te ocurra! Concéntrate en tu muñeca, ella te dictará el primer trazo, y sólo el primer trazo importa, es el que dará vida a tu dibujo…»

Cuando la tinta estuvo lista, desobedeció a su maestro y empezó por unos pequeños ejercicios en un rincón del mantel para recuperar recuerdos demasiado lejanos. Hizo primero cinco manchas, de la más oscura a la más diluida, para recordar los colores de la tinta, luego intentó varios trazos y se dio cuenta de que se le habían olvidado casi todos. Sólo quedaban algunos en su memoria: la cuerda suelta, el cabello, la gota de lluvia, el hilo enrollado y los pelos de buey. Luego le tocó el turno a los puntos. Su maestro le había enseñado más de veinte, pero sólo recordó cuatro: el redondel, la roca, el arroz y el escalofrío.

Basta así. Ya estás preparada… Tomó el pincel más fino entre los dedos pulgar y corazón, extendió el brazo por encima del mantel y aguardó unos segundos más.

El anciano, que no se había perdido ni uno solo de sus gestos, la animó cerrando los ojos.

Camille Fauque salió de un largo sueño con un gorrión, y otro, y otro más, y después con una bandada de pájaros de aire burlón.

Llevaba más de un año sin dibujar nada.

De niña hablaba poco, menos aún que ahora. Su madre la había obligado a dar clases de piano, y ella lo odiaba. Una vez que su profesora se retrasaba, cogió un rotulador grueso y, concienzudamente, dibujó un dedo en cada una de las teclas. Su madre le retorció el cuello y su padre, para calmar los ánimos de toda la familia, volvió el fin de semana siguiente con la dirección de un pintor que daba clases un día a la semana.

Su padre murió poco después y Camille no volvió a abrir la boca. Ni siquiera hablaba durante las clases de dibujo con el señor Doughton (ella lo pronunciaba Duguetón), al que tanto quería.

El anciano inglés no se lo tomó a mal y siguió indicándole temas o enseñándole técnicas en silencio. Él le daba ejemplo y ella lo imitaba, limitándose a asentir o negar con la cabeza. Con él, y sólo en ese lugar, se sentía a gusto. Su mutismo parecía incluso convenirles. Él no tenía que esforzarse por encontrar las palabras adecuadas en una lengua que no era la suya, y ella se concentraba más fácilmente que sus compañeros.

Un día, sin embargo, cuando todos los demás alumnos se habían marchado ya, rompió su acuerdo tácito y le dirigió la palabra mientras ella se divertía con unas pinturas pastel:

—¿Sabes a quién me recuerdas, Camille?

Ella negó con la cabeza.

—Pues bien, me recuerdas a un pintor chino que se llamaba Chu Ta… ¿Quieres que te cuente su historia?

Camille asintió con la cabeza, pero él se había dado la vuelta para retirar el agua del fuego.

—No te oigo, Camille… ¿No quieres que te la cuente?

Ahora sí la estaba mirando.

—Contéstame, pequeña.

Ella le lanzó una mirada de odio.

—¿Cómo dices?

—Sí —articuló ella por fin.

Él cerró los ojos en señal de satisfacción, se sirvió una taza de té, y vino a sentarse junto a ella.

—De niño, Chu Ta era muy feliz.

Bebió un sorbo de té.

—Era un príncipe de la dinastía Ming… Su familia era muy rica y poderosa. Su padre y su abuelo eran célebres pintores y calígrafos, y el pequeño Chu Ta había heredado su talento. Y fíjate tú que un día, cuando apenas contaba ocho años, dibujó una flor, una simple flor de loto flotando en un estanque… Su dibujo era tan bello, tan bello que su madre decidió colgarlo en el salón. Afirmaba que, gracias a él, en esa gran habitación se sentía una ligera brisa fresca y que incluso se podía respirar el aroma de la flor al pasar por delante del dibujo. ¿Te das cuenta? ¡Hasta el aroma! Y su madre debía de ser bastante exigente… Con un marido y un padre pintores, sabía de qué hablaba…

El anciano se inclinó de nuevo sobre su taza de té.

—Así fue creciendo Chu Ta, sin preocupaciones, con la alegría y la certeza de que un día él también sería un gran artista… Pero desgraciadamente, cuando tenía dieciocho años, los manchúes tomaron el poder, arrebatándoselo a la dinastía Ming. Los manchúes eran gente cruel y brutal, que no gustaba de pintores y escritores. Así pues les prohibieron trabajar. Te puedes imaginar que era lo peor que se les podía imponer… La familia de Chu Ta no volvió a conocer la paz y su padre murió de desesperación. De la noche a la mañana, su hijo, que era un muchacho travieso, a quien le gustaba reír, cantar, decir tonterías o recitar largos poemas, hizo algo increíble… ¡Anda!, ¿quién viene por aquí? —preguntó el señor Doughton, descubriendo a su gato de pie sobre el alféizar de la ventana. Entonces inició con él, a propósito, una larga conversación sin importancia.

—¿Qué hizo? —murmuró por fin Camille.

El profesor escondió su sonrisa entre su barba y prosiguió como si nada:

—Hizo algo increíble. Una cosa que nunca adivinarías… Decidió callar para siempre. Para siempre, ¿me oyes? ¡De su boca ya no saldría una sola palabra más! Estaba asqueado por la actitud de quienes lo rodeaban, aquellos que renegaban de sus tradiciones y sus creencias para ser bien vistos por los manchúes, y no quería volver a dirigirles la palabra nunca más. ¡Que se fueran al diablo! ¡Todos! ¡Eran unos esclavos! ¡Unos cobardes! Entonces, escribió la palabra «Mudo» en la puerta de su casa, y si algunas personas intentaban de todas maneras hablar con él, desplegaba ante su rostro un abanico en el que también había escrito «Mudo» y lo agitaba de un lado a otro para ahuyentarlas…

La niña bebía sus palabras.

—El problema es que nadie puede vivir sin expresarse. Nadie… es imposible… Entonces a Chu Ta, que como todo el mundo, como tú y yo por ejemplo, tenía muchas cosas que contar, se le ocurrió una genial idea. Se marchó a las montañas, lejos de todos aquellos que lo habían traicionado, y se puso a dibujar… Desde ese momento, era así como pensaba expresarse y comunicarse con el resto del mundo: a través de sus dibujos… ¿Quieres verlos?

Fue a buscar un gran libro blanco y negro en su biblioteca y se lo colocó delante:

—Mira qué bonito… Qué sencillo… Un solo trazo, y ya está… Una flor, un pez, un saltamontes… Mira este pato qué enfadado parece, y estas montañas envueltas en bruma… Mira cómo ha dibujado la bruma… Como si no fuera nada, sólo vacío… Y esos pollitos, ¿ves? Parecen tan suaves que dan ganas de acariciarlos. Mira, su tinta es como una pelusilla… Su tinta es suave…

Camille sonreía.

—¿Quieres que te enseñe a dibujar como él?

Camille asintió con la cabeza.

—¿Quieres que te enseñe?

—Sí.

Cuando todo estuvo preparado, cuando terminó de enseñarle cómo sostener el pincel, y de explicarle lo importante que era el primer trazo, Camille se quedó un momento perpleja. No lo había entendido bien y creía que había que realizar todo el dibujo de un solo trazo, sin levantar la mano del papel. Era imposible.

Reflexionó largo tiempo sobre qué dibujar, miró a su alrededor y acercó el brazo al papel.

Hizo un largo trazo ondulado, una montañita, un pico, otro pico más, llevó el pincel hacia abajo en un largo trazo contoneante, y volvió sobre la primera ondulación. Como el profesor no la miraba, aprovechó para hacer trampa, levantó el pincel para añadir una gran mancha negra y seis rayitas. Prefería desobedecerle antes que dibujar un gato sin bigotes.

Malcolm, su modelo, seguía dormido sobre el alféizar de la ventana y Camille, en un afán de hacer honor a la verdad, terminó pues su dibujo con un fino rectángulo alrededor del gato.

Se levantó después para acariciarlo y, cuando se dio la vuelta, vio que su profesor la estaba mirando con una cara muy rara, casi severa:

—¿Esto lo has hecho tú?

De modo que había visto en su dibujo que había levantado el pincel varias veces… Camille hizo una mueca.

—¿Esto lo has hecho tú, Camille?

—Sí…

—Ven aquí, por favor.

Camille avanzó, un poco avergonzada, y se sentó junto a él.

El profesor lloraba:

—Es magnífico esto que has hecho, ¿sabes…? Magnífico… A este gato se lo oye ronronear… Oh, Camille…

Sacó un gran pañuelo, lleno de manchas de pintura, y se sonó ruidosamente.

—Escúchame, pequeña, yo no soy más que un pobre viejo, y un mal pintor encima, pero escúchame bien… Sé que la vida no es fácil para ti, me imagino que en tu casa no debe de haber mucha alegría, y también sé lo de tu padre, pero… No, no llores… Ten, toma mi pañuelo… Pero hay una cosa que te tengo que decir: las personas que dejan de hablar se vuelven locas. Chu Ta, por ejemplo, no te lo he dicho antes pero se volvió loco, y también muy desgraciado… Muy, muy desgraciado y muy, muy loco. Sólo recuperó la paz cuando ya era un anciano. Tú no vas a esperar hasta ser una anciana, ¿verdad? Dime que no. Tienes mucho talento, ¿sabes? Eres la mejor de todos los alumnos que he tenido nunca, pero eso no es razón, Camille… No es razón… El mundo actual ya no es como el de Chu Ta y tienes que volver a hablar. No te queda más remedio, ¿comprendes? Porque si no, te encerrarán con locos de verdad y nadie verá nunca estos dibujos tan bonitos que haces…

La llegada de su madre los interrumpió. Camille se levantó y le advirtió, con una voz ronca y entrecortada:

—Espérame… No he terminado de guardar mis cosas…

Un día, no hace mucho tiempo, recibió un paquete mal atado acompañado de una breve nota:

Hola,

Me llamo Eileen Wilson. Mi nombre probablemente no dice nada a usted, pero yo era amiga de Cecil Doughton que hace tiempo fue su profesor de dibujo. Tengo la triste de anunciarle que Cecil nos ha dejado a nosotros hace dos meses de ello. Sé que aprecia que le digo (perdón que no me expreso bien) que lo hemos enterrado en su región de Darlmoor que le tanto gustaba en un cementerio al cual la vista es preciosa. He puesto sus brochas y sus pinturas en la tierra con él.

Antes de morir, me había pedido que le doy esto. Creo que estaría contento que usted lo usa pensando en él.

EILEEN W.

Camille no pudo contener las lágrimas al ver el material de pintura china de su viejo profesor, el mismo que utilizaba ahora…

Intrigada, la camarera vino a recuperar la taza vacía y echó una ojeada al mantel. Camille acababa de dibujar una multitud de tallos de bambú. «Los tallos y las hojas del bambú son lo más difícil de dibujar que hay. Una hoja, bonita, una simple hoja que se balancea al compás del viento exigía de esos maestros años de trabajo, a veces toda una villa… Juega con los contrastes. Sólo tienes un color a tu disposición, y sin embargo puedes sugerirlo todo… Concéntrale más. Si quieres que algún día te grabe tu sello, tienes que hacerme unas hojas mucho más ligeras…»

El soporte de papel era de mala calidad, y se combaba y empapaba la tinta demasiado rápido.

—¿Me permite? —preguntó la chica.

Le tendió un paquete de manteles sin usar. Camille se echó para atrás y dejó su trabajo en el suelo. El anciano gemía, y la camarera lo regañó.

—¿Qué dice?

—Refunfuña porque no puede ver lo que está usted haciendo…

Añadió:

—Es mi tío abuelo… Está paralítico…

—Dígale que el próximo será para él…

La chica volvió a la barra y le dijo unas palabras al anciano. Éste se calmó y miró a Camille severamente.

Ella se lo quedó mirando largo rato y luego dibujó, en toda la superficie del mantel, un hombrecillo risueño que se le parecía, y que corría por un arrozal. Camille nunca había estado en Asia, pero improvisó, en segundo plano, una montaña envuelta en bruma, unos pinos, unas rocas e incluso la cabañita de Chu Ta en lo alto de un promontorio. Bosquejó al anciano con su gorra Nike y su chaqueta de chándal, pero sin nada en las piernas más que el taparrabos tradicional. Añadió algunas salpicaduras de agua que salían despedidas bajo sus pies, y una pandilla de chavales que lo perseguía.

Camille se echó hacia atrás para juzgar su trabajo.

Muchos detalles no le gustaban, por supuesto, pero bueno, el anciano parecía feliz, verdaderamente feliz, así que colocó un plato debajo del mantel como soporte, abrió el frasquito de cinabrio rojo y aplicó su sello en el centro, a la derecha. Se levantó, despejó la mesa del anciano, volvió a buscar su dibujo, y se lo colocó delante.

El anciano no reaccionaba.

Allí va, se dijo Camille, he debido meter la pata en algo

Cuando su sobrina nieta volvió de la cocina, dejó escapar un largo y doloroso quejido.

—Lo siento mucho —dijo Camille—, pensaba que…

Ésta la interrumpió con un gesto, sacó unas gafas muy grandes de detrás de la barra y se las deslizó al anciano debajo de la gorra. Éste se inclinó ceremoniosamente y se echó a reír. Una risa infantil, cristalina y alegre. También lloró, y luego volvió a reír, balanceándose, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Quiere beber sake con usted.

—Genial…

La chica trajo una botella, el anciano soltó un grito, ella suspiró y regresó a la cocina.

Volvió con otra botella, seguida del resto de la familia. Una mujer madura, dos hombres de unos cuarenta años y un adolescente. Todo fueron risas, gritos, efusiones y reverencias de todo tipo. Los hombres le daban palmaditas en el hombro, y el chaval le chocaba los cinco como hacen los deportistas.

Luego todos regresaron a sus quehaceres y la chica colocó un vasito delante de cada uno. El anciano la saludó y vació el suyo, para volver a llenarlo inmediatamente después.

—Se lo advierto, le va a contar su vida…

—No hay problema —dijo Camille—. Huuuuy… qué fuerte está esto, ¿no?

La camarera se alejó riendo.

Se habían quedado solos. El viejo parloteaba y Camille lo escuchaba con una expresión muy seria, limitándose a asentir con la cabeza cada vez que éste le pasaba la botella.

Le costó levantarse y reunir sus bártulos. Cuando estaba cerca de la salida, después de haberse inclinado mil veces para despedirse del hombrecillo, la camarera se dirigió hacia ella para ayudarla a tirar de la puerta, que Camille se empeñaba en empujar desde hacía un buen rato, riéndose como una tonta.

—Ésta es su casa, ¿de acuerdo? Puede venir a comer cuando quiera. Si no viene, mi tío abuelo se enfadará… Y se pondrá triste también…

Cuando llegó al curro tenía una buena tajada.

Samia le preguntó muy intrigada:

—Eh, tú, ¿qué pasa? ¿Has conocido a algún tío?

—Sí —confesó Camilie, confusa.

—¿En serio?

—Sí.

—No… No lo dices en serio… ¿Cómo es? ¿Es mono?

—Monísimo.

—Joé, cómo mola, tía… ¿Qué edad tiene?

—92 años.

—Venga, déjate de paridas, tonta, ¿qué edad tiene?

—Bueno, chicas… Cuando vosotras digáis, ¿eh?

La Josy señalaba su reloj.

Camille se alejó riendo y tropezando con el tubo de la aspiradora.