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—¿Cuándo fue la última vez que tuvo la regla?

Estaba ya detrás del biombo, peleándose con las perneras de su pantalón vaquero. Suspiró. Sabía que le iba a hacer esa pregunta. Lo sabía. Y eso que se había preparado una treta… Se había recogido el pelo con una horquilla de plata muy pesada, y se había subido al dichoso peso cerrando los puños y tensando el cuerpo lo más posible. Incluso había dado algún saltito para mover la aguja… Pero nada, no había sido suficiente, y ahora tendría que tragarse el sermón del médico…

Ya lo había visto antes en su manera de arquear la ceja al palparle el abdomen. Sus costillas, sus caderas demasiado prominentes, sus ridículos pechos y sus muslos descarnados, todo eso lo contrariaba.

Terminó de abrocharse el cinturón tranquilamente. Esta vez no tenía nada que temer. Estaba en el médico del trabajo, no en el del colegio. Un trámite sin más, y fuera.

—¿Y bien?

Ahora estaba sentada frente a él, sonriéndole.

Era su arma mortífera, su estrategia secreta, su pequeño truco. Sonreír a un interlocutor que te pone nerviosa, todavía no se ha inventado nada mejor para escaquearse de algo. Desgraciadamente, el muy granuja había ido a la misma escuela… Apoyó los codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos de las manos, y sobre todo puso una sonrisa que te desarmaba. No le quedaba otra con la que contestar. De hecho, tendría que habérselo imaginado, era guapo, y ella no había podido evitar cerrar los ojos cuando le tocó el abdomen…

—¿Y bien? Sin mentiras, ¿eh? Si no, prefiero que no me conteste.

—Hace tiempo…

—Por supuesto —dijo él con una mueca—, por supuesto… Cuarenta y ocho kilos y un metro setenta y tres, a este paso pronto adiós perfil…

—¿Cómo que adiós perfil? —preguntó ella ingenuamente.

—Pues… que si se pone usted de perfil ya no se la va a ver…

—¡Ah! ¡De perfil! Perdone, no conocía esa expresión…

Parecía a punto de contestar algo, pero luego no. Se inclinó para coger una receta, suspirando, antes de volver a mirarla a los ojos:

—¿No se alimenta?

—¡Pues claro que me alimento!

Un gran cansancio la invadió de pronto. Estaba hasta las narices de toda esa palabrería sobre su peso, ya había tenido bastante. Llevaban casi veintisiete años dándole la tabarra con eso. ¿Es que no se podía hablar de otra cosa? ¡Estaba ahí, joder! Estaba viva. Vivita y coleando. Tan activa como las demás. Tan alegre, tan triste, tan valiente, tan sensible y tan desalentadora como cualquier otra chica. ¡Había alguien ahí dentro! Había alguien…

¿Por favor, es que no podían hablarle de otra cosa de una vez?

—¿Estará de acuerdo conmigo, verdad? Cuarenta y ocho kilos, no es mucho que digamos…

—Sí —asintió ella, vencida—, sí… Estoy de acuerdo con usted… Hacía tiempo que no había llegado tan bajo… Yo…

—¿Usted qué?

—No, nada.

—Dígame.

—He… He vivido momentos mejores, creo…

El médico no reaccionaba.

—¿Me va a hacer el certificado?

—Sí, sí, se lo voy a hacer —contestó, saliendo de su ensimismamiento—. Esto… ¿Qué empresa era?

—¿Cuál?

—Esta en la que estamos, o sea, la suya…

—Todoclean.

—¿Disculpe?

—Todoclean.

—T mayúscula, o-d-o-c-l-i-n —deletreó el médico.

—No, c-l-e-a-n —rectificó ella—. Ya lo sé, no es muy lógico que digamos, mejor hubiera sido «Todolimpio», pero me imagino que les gustaba un toque yanqui, ¿ve usted?… Suena más profesional, más… wonderful dream team

El médico no caía.

—¿En qué consiste exactamente?

—¿Perdón?

—La empresa, digo.

Se reclinó sobre el respaldo, extendiendo los brazos hacia delante para estirarse, y con una voz como de azafata expuso, con total seriedad, los pormenores de sus nuevas funciones:

—Todoclean, señoras y señores, responde a todas sus exigencias en materia de limpieza. Particulares, profesionales, oficinas, sindicatos, gabinetes, agencias, hospitales, viviendas, edificios o talleres, Todoclean está aquí para su satisfacción. Todoclean ordena, Todoclean limpia, Todoclean barre, Todoclean aspira, Todoclean encera, Todoclean restriega, Todoclean desinfecta, Todoclean saca brillo, Todoclean embellece, Todoclean higieniza y Todoclean desodoriza. Horario a su gusto. Flexibilidad. Discreción. Trabajo cuidado y tarifas ajustadas. ¡Todoclean, profesionales a su servicio!

Soltó ese admirable discurso de una vez y sin respirar. El doctorcito se quedó pasmado.

—¿Es una broma?

—Pues claro que no. De hecho, enseguida verá al resto del dream team, está al otro lado de la puerta…

—¿Y usted qué hace exactamente?

—Se lo acabo de decir.

—No, digo usted… ¡Usted en particular!

—¿Yo? Pues ordeno, limpio, barro, aspiro, encero y todo lo demás.

—¿Es usted limpiad…?

—Eh, eh, eh, cuidadín… Técnico de higiene, prefiero llamarlo…

El doctorcito no sabía ni por dónde le daba el aire.

—¿Por qué hace esto?

Ella lo miró sin comprender.

—Sí, o sea, yo me entiendo, ¿por qué «esto»? ¿Por qué no otra cosa?

—¿Y por qué no podría hacer esto?

—No le apetece ejercer una actividad más… más…

—¿Gratificante?

—Sí.

—No.

El médico permaneció así un rato, con el lápiz en el aire y la boca entreabierta, y luego consultó su reloj para leer la fecha y le preguntó sin levantar la cabeza:

—¿Apellido?

—Fauque.

—¿Nombre?

—Camille.

—¿Fecha de nacimiento?

—17 de febrero de 1977.

—Tenga, señorita Fauque, es usted apta para trabajar…

—Fantástico. ¿Qué le debo?

—Nada, paga… paga Todoclean.

—¡Aaaaah, Todoclean! —repitió ella, poniéndose de pie con un gran gesto teatral—, soy apta para limpiar retretes, es maravilloso…

La acompañó hasta la puerta.

Ya no sonreía, y había vuelto a ponerse la máscara de mandamás concienzudo.

Al mismo tiempo que giraba el picaporte, le tendió la mano:

—¿Unos kilitos nada más? Vamos, hágalo por mí…

Camille negó con la cabeza. Con ella ya no funcionaban esos trucos. Los chantajes y los buenos sentimientos, ya no más, gracias, había tenido bastante.

—Veremos qué se puede hacer —dijo—. Veremos…

Samia entró después de ella.

Camille bajó los escalones del camión palpándose la chaqueta en busca de un cigarro. La gorda de Mamadou y Carine estaban sentadas en un banco hablando de la gente que pasaba, y refunfuñando porque querían volver a casa.

—¿Qué pasa? —preguntó riendo Mamadou—. ¿Qué estabas haciendo ahí dentro? ¡Qué tengo que coger el tren! ¿Te ha echado mal de ojo, o qué?

Camille se sentó en el suelo y le sonrió. Otro tipo de sonrisa. Una sonrisa transparente esta vez. Con su Mamadou no se hacía la lista, era demasiado inteligente…

—¿Es majo? —preguntó Carine escupiendo un trozo de uña.

—Majísimo.

—¡Ah, ya lo sabía yo! —exclamó Mamadou, radiante—. ¡Ya me lo imaginaba yo! ¡A que os lo he dicho a ti y a Sylvie, ¿eh?, a que os lo he dicho que estaba desnuda ahí dentro!

—Te va a obligar a pesarte…

—¿A quién? ¿A mí? —gritó Mamadou—. ¡Pues si se cree que me voy a pesar yo, va listo!

Mamadou debía de pesar unos cien kilos como mínimo. Dándose palmetazos en los muslos, exclamaba:

—¡Jamás de los jamases! ¡Si me subo a ese peso, lo espachurro, y al médico también de paso! ¿Y qué más?

—Te van a poner inyecciones —soltó Carine.

—¿Inyecciones de qué, a ver?

—Que no, mujer, que no —la tranquilizó Camille—, sólo te va a escuchar el corazón y los pulmones…

—Ah, eso vale.

—También te va a tocar la tripa…

—Pero bueno —rezongó—, pero bueno, pues sólo faltaba. Si me toca la tripa, me lo como enterito… Los doctorcitos blancos están para chuparse los dedos…

Exageraba su acento y se frotaba la tripa.

—Sí, sí, están bien ricos… Me lo han dicho mis antepasados. Con mandioca y crestas de gallo… Mmm…

—¿Y a la Bredart qué le va a hacer?

La Bredart, Josy Bredart, era la bruja, la mala pécora, la pesada de turno y el chivo expiatorio de todas ellas. Dicho sea de paso, era también su jefa. Su «Jefa principal de sección» como indicaba claramente la chapita prendida en su uniforme. La Bredart les amargaba la vida, dentro de los límites impuestos por los medios de que disponía, cierto, pero así y todo era relativamente pesada…

—A ella, nada. Cuando la huela, le pedirá que se vuelva a vestir echando leches.

Carine tenía razón. Josy Bredart, además de todas las virtudes expuestas más arriba, sudaba de lo lindo.

Después le tocó a Carine, y Mamadou sacó de su capacho un fajo de papeles que dejó en las rodillas de Camille. Ésta le había prometido que les echaría una ojeada, e intentó descifrar todo aquello:

—¿Esto qué es?

—¡Pues lo de los subsidios familiares!

—Ya, pero te digo que qué son todos estos nombres.

—¡Pues mi familia, qué va a ser!

—¿Tu familia? ¿Cuál?

—¿Cómo que cuál, cómo que cuál? ¡Pues la mía! ¡A ver si pensamos un poquito, Camille!

—¿Todos estos nombres son de tu familia?

—Todos —asintió Mamadou, orgullosa.

—¿Pero cuantos hijos tienes?

—Míos tengo cinco, y de mi hermano, cuatro…

—¿Pero por qué están todos aquí?

—¿Aquí, dónde?

—Pues… en este papel.

—Así es más práctico porque mi hermano y mi cuñada viven en nuestra casa y tenemos el mismo buzón, de modo que…

—No, pero no puede ser… Dicen que no puede ser… Que no puedes tener nueve hijos…

—Anda, ¿y por qué no voy a poder? —se indignó Mamadou—. ¡Pues mi madre tiene doce!

—Espera, Mamadou, no te alteres, yo sólo te digo lo que pone aquí. Te piden que aclares la situación y que te presentes con tu libro de familia.

—¿Y eso para qué?

—Pues supongo que porque esta historia vuestra no debe de ser legal… No creo que tu hermano y tú podáis reunir a todos vuestros hijos en una misma declaración…

—¡Sí, pero es que mi hermano no tiene nada!

—¿Trabaja?

—¡Claro que trabaja! ¡En las autopistas!

—¿Y tu cuñada?

Mamadou arrugó la nariz:

—¡Ésa sí que no hace nada! Nada de nada, te digo. ¡Ésa no se mueve, la muy gruñona, ésa nunca se molesta en mover su culazo!

Camille sonreía para sus adentros, sin llegar a imaginarse del todo qué podía ser un «culazo» para Mamadou…

—¿Y ellos tienen papeles?

—¡Pues claro!

—Pues entonces pueden hacer una declaración por su cuenta…

—Pero mi cuñada no quiere ir a la oficina de los subsidios, y mi hermano trabaja de noche, y entonces duerme de día, así que ya ves…

—Ya veo, sí. Pero en este momento, ¿para cuántos hijos recibes subsidio?

—Para cuatro.

—¿Para cuatro?

—Sí, es lo que te estoy diciendo desde el principio, ¡pero tú eres como todos los blancos, siempre tienes razón y nunca escuchas!

Camille soltó un suspirito irritado.

—El problema que te quería decir es que se han olvidado de mi Sissi…

—¿Qué número hace Misissi?

—¡No es ningún número, tonta! —se alteraba Mamadou—, ¡es mi benjamina! La pequeña Sissi…

—¡Ah! ¡Sissi!

—Eso.

—¿Y ella por qué no figura aquí?

—Oye, Camille, ¿lo haces aposta, o qué? ¡Es lo que te estoy preguntando desde hace un buen rato!

Camille ya no sabía qué decir…

—Lo mejor sería ir a la oficina esta con tu hermano o tu cuñada y todos vuestros papeles y explicarle todo a la señora…

—¿Por qué dices «la señora»? ¿Qué señora?

—¡Pues la que sea! —gritó Camille.

—Ah, bueno, vale, no te pongas nerviosa. No, si yo te lo preguntaba porque creía que la conocías…

—Mamadou, yo no conozco a nadie en esa oficina. No he ido en mi vida, ¿entiendes?

Le devolvió todo su lío de papelajos, había incluso anuncios, fotos de coches y facturas de teléfono.

La oyó refunfuñar: «Me dice la señora entonces le pregunto qué señora, es normal porque también habrá señores, digo yo, entonces, si nunca ha ido como dice, ¿cómo lo puede saber, cómo puede saber que no hay más que señoras? También habrá señores, digo yo… ¿Es una sabelotodo, o qué?»

—¿Qué pasa? ¿Estás de morros?

—No, no estoy de morros. Dices que me vas a ayudar, y luego no me ayudas. ¡Y hala! ¡Te quedas tan pancha!

—Iré con vosotros.

—¿A la oficina esa?

—Sí.

—¿Hablarás con la señora?

—Sí.

—¿Y si no es ella?

A Camille se le pasó por la cabeza perder un poco la calma, pero justo entonces volvió Samia:

—Te toca, Mamadou… Toma —dijo, volviéndose hacia Camille—, es el teléfono del matasanos…

—¿Para qué?

—¿Para qué? ¿Para qué? ¡Y a mí qué me cuentas! ¡Para jugar a los médicos, para qué va a ser! Me ha pedido que te lo diera…

Había apuntado su número de móvil en una receta, y había añadido: «Le receto una buena cena, llámeme.»

Camille Fauque arrugó el papel y lo tiró a la cuneta.

—¿Quieres que te diga una cosa? —añadió Mamadou levantándose pesadamente y señalándola con el dedo índice—, si me arreglas lo de mi Sissi, le pediré a mi hermano que te haga venir al ser querido…

—Yo pensaba que tu hermano se ocupaba de las autopistas.

—De las autopistas, de echar mal de ojo y de quitarlo.

Camille tuvo un gesto de impaciencia.

—¿Y a mí? —intervino Samia—. ¿A mí también me puede encontrar un tío?

Mamadou pasó por delante de ella, amagando un zarpazo delante de su cara:

—¡Tú, maldita, primero me devuelves mi cubo, y luego ya veremos!

—¡Joder, qué pesada estás con eso! ¡Que no tengo tu cubo, que es el mío! ¡El tuyo era rojo!

—Maldita —dijo la otra entre dientes—, mal-di-ta…

No había terminado de subir los escalones cuando ya el camión se tambaleaba. Ánimo, doctorcito, sonreía Camille recuperando su bolso. Ánimo…

—¿Nos vamos?

—Voy.

—¿Tú qué haces? ¿Te coges el metro con nosotras?

—No. Me vuelvo andando.

—Ah, es verdad que tú vives en un barrio pijo…

—Sí, lo que tú digas…

—Hala, hasta mañana…

—Adiós, chicas.

Camille estaba invitada a cenar a casa de Pierre y Mathilde. Les llamó para cancelar la cita y tuvo la suerte de dar con su contestador.

La ligerísima Camille Fauque se alejó pues. Lo único que la retenía al suelo era el peso de su mochila y aquel, más difícil de expresar, de los pedruscos y los guijarros que se amontonaban en el interior de su cuerpo. Eso es lo que tendría que haberle contado antes al médico del trabajo. Si hubiera tenido ganas de hacerlo… ¿O fuerzas? ¿O tiempo tal vez? Seguramente tiempo, se tranquilizaba a sí misma Camille, sin creérselo demasiado. El tiempo era una noción que ya no llegaba a entender. Habían pasado demasiadas semanas y demasiados meses sin que ella participara de ese tiempo en modo alguno, y su discursito de antes, ese monólogo absurdo en el que intentaba persuadirse de que era tan valiente como cualquiera no era sino una mentira pura y dura.

¿Qué palabra era la que había empleado? «Viva», ¿no? Era ridículo, Camille Fauque no estaba viva.

Camille Fauque era un fantasma que trabajaba de noche y de día amontonaba pedruscos. Se desplazaba despacio, hablaba poco y se zafaba con delicadeza.

Camille Fauque era una mujer siempre de espaldas, frágil e inasible.

Uno no debía fiarse de la escena anterior, en apariencia tan ligera. Tan fácil. Tan sencilla. Camille Fauque mentía. Se contentaba con dar el pego, hacía un esfuerzo y respondía «presente» para pasar desapercibida.

Sin embargo volvía a pensar en ese médico… Le traía sin cuidado su número de teléfono, pero pensaba que tal vez había dejado pasar su oportunidad… Ese chico parecía paciente, y más atento que los demás… Tal vez debería haber… En un momento dado había estado a punto… Estaba cansada, ella también debería haber apoyado los codos en la mesa, y haberle contado la verdad. Decirle que si ya no comía, o apenas nada, era porque las piedras ocupaban todo el espacio en su estómago. Que cada día se levantaba con la sensación de masticar grava, que aún no había abierto los ojos y ya se estaba ahogando. Que el mundo que la rodeaba ya no tenía la más mínima importancia y que cada nuevo día era como un peso que le era imposible levantar. Entonces, lloraba. No porque estuviera triste, sino para poder tragar todo aquello. Las lágrimas, que no eran sino líquido al fin y al cabo, la ayudaban a digerir su montón de piedras y le permitían volver a respirar.

¿La habría escuchado acaso? ¿La habría comprendido? Por supuesto. Y por esa razón se había callado.

No quería terminar como su madre. Se negaba a tirar del hilo. Si empezaba a hacerlo, no sabía adónde la llevaría ese gesto. Lejos, demasiado lejos, a algún lugar demasiado hondo, y demasiado oscuro. Por el momento, no tenía ganas de mirar atrás.

De dar el pego, sí, pero no de mirar atrás.

Entró en el supermercado de debajo de su casa y se obligó a comprar algo de comer. Lo hizo en honor a la amabilidad de ese joven médico y a la risa de Mamadou. La risa enorme de esa mujer, la birria de trabajo en Todoclean, la Bredart, las historias increíbles de Carine, las broncas, los cigarros compartidos, el cansancio físico, la risa floja que les entraba por cualquier estupidez, y el mal humor de algunos días, todo eso la ayudaba a vivir. La ayudaba a vivir, sí.

Se paseó varias veces delante de los estantes del supermercado antes de decidirse, y por fin compró unos plátanos, cuatro yogures y dos botellas de agua.

Vio al tipo raro de su edificio. Ese chico alto y extraño, con sus gafas remendadas con esparadrapo, sus pantalones rabicortos, y sus modales como de otra galaxia. En cuanto cogía un producto, lo dejaba inmediatamente, se alejaba unos pasos, luego se arrepentía, lo volvía a coger, sacudía la cabeza, y terminaba por abandonar precipitadamente la cola ante la caja justo cuando le tocaba pagar para ir a dejar el producto en su lugar. Una vez incluso, Camille lo había visto salir del supermercado y volver a entrar para comprar el bote de mayonesa que se había negado tan sólo un instante antes. Era un extraño payaso triste, el hazmerreír de todo el barrio, tartamudeaba ante las cajeras y hacía que a ella se le encogiera el corazón.

A veces se cruzaba con él en la calle o delante de la puerta de su casa y entonces todo eran complicaciones, emociones y motivos de angustia. Una vez más ahí estaba, gimiendo delante del telefonillo.

—¿Algún problema? —le preguntó Camille.

—¡Ah! ¡Oh! ¡Esto…! ¡Disculpe! —Se retorcía las manos—. Buenas noches, señorita, discúlpeme si… si la molesto, porque… la molesto, ¿verdad?

Era horrible. Camille nunca sabía si debía reírse o sentir lástima. Esa timidez enfermiza, su forma de hablar tan alambicada, las palabras que empleaba, y esos gestos tan exagerados la incomodaban tremendamente.

—¡No, no, en absoluto! ¿Se le ha olvidado el código?

—Diantre, no. O sea, no que yo sepa… O sea, no… no había considerado la cuestión desde ese ángulo… Dios santo, yo…

—¿Lo han cambiado acaso?

—¿De verdad lo cree usted? —le preguntó, como si acabara de anunciarle el fin del mundo.

—Pues ahora lo veremos… 342B7…

Se oyó el clic metálico de la puerta.

—Oh, me siento confuso… Me siento tan confuso… Yo… Pero si es lo que yo había marcado… No lo entiendo…

—No importa —le dijo Camille, haciendo fuerza sobre la puerta.

Él hizo un gesto brusco para empujar la puerta y, queriendo pasar el brazo por encima de ella, erró en la puntería y le dio un golpetazo en la coronilla.

—¡Virgen santa! No le habré hecho daño, espero. Pero que torpe soy, verdaderamente, le ruego que me disculpe… Yo…

—No importa —repitió Camille por tercera vez.

Él no se movía.

—Esto… —le suplicó por fin Camille—, ¿le importa quitar el pie? Es que me está aplastando el tobillo, y me está haciendo un daño espantoso…

Camille se reía. Era una risa nerviosa.

Una vez en el vestíbulo, se precipitó hacia la puerta acristalada para franquearle el paso:

—Desgraciadamente, yo no subo por ahí —le dijo Camille afligida, señalándole el fondo del patio interior.

—¿Vive usted en el patio?

—Pues… no exactamente… Debajo del tejado, más bien…

—¡Ah! Perfecto. —Tiraba del asa de su cartera, que se había quedado enganchada en el picaporte de latón—. Debe… debe de ser muy agradable…

—Pues… sí —contesta ella con una mueca, alejándose rápidamente—, es una forma de verlo…

—Buenas noches, señorita —le gritó—, y… ¡muchos recuerdos a sus padres!

A sus padres… A ese tío se le iba la olla… Camille recordaba que una noche, puesto que ella siempre regresaba a casa en plena noche, lo había sorprendido en el vestíbulo, en pijama, calzado con botas de caza, con un paquete de croquetas en la mano. Parecía muy nervioso, y le preguntó si no había visto a un gato por ahí. Camille le contestó que no, y dio unos pasos con él por el patio, en busca del animal perdido. «¿Cómo es?», le preguntó. «Desgraciadamente, lo ignoro…» «¿No sabe como es su gato?» Él se quedó muy quieto: «¿Y por qué habría de saberlo? ¡Si yo nunca he tenido gato!» Camille estaba agotada y lo dejó ahí plantado, sacudiendo la cabeza. Decididamente, ese tío era demasiado flipante.

«Un barrio pijo…» Camille volvía a pensar en la frase de Carine mientras subía el primer peldaño de los ciento setenta y dos que la separaban de su cuchitril. Un barrio pijo, sí, claro… Camille vivía en el séptimo piso de la escalera de servicio de un edificio elegante que daba al Campo de Marte y, en ese sentido, sí, se podía decir que vivía en un barrio elegante, pues subiéndose a un taburete, e inclinándose peligrosamente hacia la derecha, se podía ver, es cierto, lo alto de la Torre Eiffel. Pero por lo demás, bonita mía, por lo demás no era muy chic que digamos…

Camille se agarraba a la barandilla, escupiendo los pulmones por la boca y arrastrando tras ella sus botellas de agua. Intentaba no detenerse. Jamás. En ningún piso. Una noche lo hizo, y ya no pudo volver a levantarse. Se sentó en el cuarto, y se quedó dormida, con la cabeza apoyada en las rodillas. El despertar fue horrible. Estaba congelada y tardó varios segundos en comprender donde se encontraba.

Por temor a una tormenta había cerrado la claraboya antes de marcharse y suspiró al imaginarse el calor que haría ahí arriba… Cuando llovía, se mojaba, cuando hacía bueno como hoy, se asaba, y en invierno, se moría de frío. Camille se sabía de memoria esas condiciones climáticas pues ya llevaba viviendo allí más de un año. No se quejaba, ese cuchitril había sido inesperado, y todavía recordaba la expresión incómoda de Pierre Kessler el día en que empujó la puerta de ese trastero delante de ella, tendiéndole la llave.

Era un lugar minúsculo, sucio, lleno de trastos y providencial.

Cuando la recogió una semana antes delante de la puerta de su casa, hambrienta, huraña y callada, Camille Fauque acababa de pasar varias noches durmiendo en la calle.

Al principio se asustó al ver esa sombra delante de su casa:

—¿Pierre?

—¿Quién anda ahí?

—Pierre… —gimió una voz.

—¿Quién es?

Encendió el interruptor y su miedo se hizo aún mayor:

—¿Camille? ¿Eres tú?

—Pierre —sollozó Camille empujando ante ella una maletita—, tiene que guardarme esto… Es mi material, ¿comprende?, y me lo van a robar… Me lo van a robar todo… Todo, todo… No quiero que se lleven mis bártulos porque si no, me muero… ¿Comprende? Me muero…

Pierre creyó que estaba delirando:

—¡Camille! ¿Pero de qué estás hablando? ¿Y de dónde vienes? ¡Entra!

Mathilde apareció detrás de él, y la chica se desmayó sobre el felpudo.

La desnudaron y la acostaron en la habitación del fondo. Pierre Kessler acercó una silla a la cama y se quedó mirando a Camille, asustado.

—¿Está dormida?

—Creo que sí…

—¿Qué ha pasado?

—No tengo ni idea.

—¡Pero mira en que estado está!

—Shhh…

Se despertó en mitad de la noche del día siguiente y se preparó un baño, sin hacer ruido, para no despertarlos. Pierre y Mathilde, que no estaban dormidos, pensaron que era mejor dejarla tranquila. Estuvo así con ellos varios días, le dejaron una copia de las llaves, y no le hicieron ninguna pregunta. Ese hombre y esa mujer eran una bendición.

Cuando le propuso instalarla en una buhardilla que había conservado en el edificio de sus padres, tras la muerte de éstos, Pierre sacó de debajo de su cama la maletita escocesa que había llevado hasta ellos:

—Toma —le dijo.

Camille negó con la cabeza:

—Prefiero dejarla a…

—Ni hablar —la interrumpió secamente—, te la llevas contigo. ¡En nuestra casa no pinta nada!

Mathilde la acompañó a unos grandes almacenes, la ayudó a elegir una lámpara, un colchón, sábanas y toallas, unas cuantas sartenes, una parrilla eléctrica y una minúscula neverita.

—¿Tienes dinero? —le preguntó, antes de dejarla marchar.

—Sí.

—¿Estás bien, bonita?

—Sí —repitió Camille, aguantándose las ganas de llorar.

—¿Te quieres quedar con nuestras llaves?

—No, no, estaré bien. Qué… qué puedo decir… qué…

Camille lloraba.

—No digas nada.

—¿Gracias?

—Sí —dijo Mathilde, abrazándola—, gracias está muy bien.

Fueron a verla unos días más tarde.

Los siete pisos los dejaron agotados y se dejaron caer sobre el colchón.

Pierre se reía, decía que todo eso le recordaba su juventud, y cantaba «La bohêêê-mee». Bebieron champán en vasitos de plástico y Mathilde sacó de una gran bolsa un montón de viandas maravillosas. Con la ayuda del champán, y de su carácter bondadoso, se atrevieron a hacerle unas cuantas preguntas. Camille contestó a algunas, y no insistieron más.

Cuando estaban a punto de irse, y Mathilde ya había bajado unos cuantos escalones, Pierre Kessler se dio la vuelta y la cogió de las muñecas:

—Tienes que trabajar, Camille… Ahora debes trabajar…

Ella bajó la mirada:

—Tengo la sensación de haber trabajado mucho estos últimos tiempos… Mucho, mucho…

Pierre aumentó la presión sobre sus muñecas, hasta casi hacerle daño.

—¡Eso no era trabajo, y lo sabes muy bien!

Camille levantó la cabeza y sostuvo su mirada:

—¿Por eso me ha ayudado? ¿Para decirme esto?

—No.

Camille temblaba.

—No —repitió él, liberándola—, no. No digas tonterías. Sabes muy bien que siempre te hemos considerado como nuestra propia hija…

—¿Pródiga o prodigio?

Pierre le sonrió y añadió:

—Trabaja. De todas maneras, no tienes más remedio…

Camille cerró la puerta, guardó la comida, y en el fondo de la bolsa encontró un gran catálogo de Sennelier, la tienda de material de dibujo. Tu cuenta sigue abierta… le recordaba un Post-it. No tuvo el valor de hojearlo, y se bebió a morro lo que quedaba del champán.

Le había obedecido. Estaba trabajando.

Actualmente limpiaba la mierda de los demás, lo cual la satisfacía plenamente.

En efecto, hacía un calor horrible allí arriba… SuperJosy les había advertido el día anterior: «No os quejéis, chicas, estamos viviendo los últimos días de sol, ¡después llegará el invierno y nos pelaremos de frío! Así que nada de quejarse, ¿eh?»

Por una vez tenía razón. El mes de septiembre llegaba a su fin, y los días eran sensiblemente más cortos. Camille pensó que ese año tendría que organizarse de otra manera, acostarse antes y levantarse por la tarde para ver el sol. Ese tipo de pensamiento la sorprendió a ella misma y con una cierta despreocupación pulsó la tecla de su contestador:

«Soy mamá. Bueno… —rió amargamente la voz—, no sé si sabes de quién te hablo… Mamá, ¿te dice algo esa palabra? Es la que emplean los niños buenos para dirigirse a quien los trae al mundo, creo… Porque tienes una madre, Camille, ¿te acuerdas? Disculpa que te lo recuerde, pero como es el tercer mensaje que te dejo desde el martes… Solo quería saber si seguía en pie lo de comer jun…»

Camille la interrumpió y guardó en la nevera el yogur que acababa de empezar. Se sentó con las piernas cruzadas, cogió el tabaco, y se esforzó por liarse un cigarrillo. Sus manos la traicionaban. Necesitó varios intentos para enrollar el papel sin romperlo. Se concentraba en sus gestos como si no hubiera nada más importante en el mundo y se mordía los labios hasta hacerse sangre. Era demasiado injusto. Era demasiado injusto pasarlas así de canutas por una puta hojita de papel cuando acababa de vivir un día casi normal. Había hablado, escuchado, reído, sociabilizado incluso. Había coqueteado con ese médico y le había hecho una promesa a Mamadou. Parecía una tontería, y sin embargo… Hacía mucho tiempo que no prometía nada. Jamás. A nadie. Pero ahora unas frases salidas de una máquina le destartalaban la cabeza, la llevaban hacia atrás, y la obligaban a tumbarse, aplastada como estaba bajo el peso de imaginarios escombros…