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A Yvonne no le hacía mucha gracia, pero los bomberos le pidieron que subiera al camión con ellos para resolver los problemas administrativos y las condiciones de ingreso en urgencias:

—¿Conoce a esta mujer?

Yvonne se ofuscó:

—¡Y tanto que la conozco! ¡Íbamos juntas al colegio!

—Entonces suba.

—¿Y mi coche?

—¡Nadie se lo va a llevar! Luego la traemos de vuelta…

—Bueno… —dijo Yvonne resignada—, ya iré a la compra esta tarde…

Se estaba muy incómodo ahí dentro. Le señalaron un taburete minúsculo al lado de la camilla en el que se acomodó a duras penas. Yvonne agarraba con fuerza su bolso, y a punto estaba de caerse en cada curva.

Había un joven con ella. Gritaba porque no encontraba la vena en el brazo de la enferma, y a Yvonne no le gustaban nada esos modales:

—No grite de esa manera —rezongaba—, no grite de esa manera. Y además ¿se puede saber qué quiere hacer con ella?

—Ponerle un gotero.

—¿Un qué?

La mirada del chico le hizo comprender que era mejor callarse y prosiguió su pequeño monólogo para el cuello de su camisa: «¡Habrase visto cómo le machaca el brazo, pero habrase visto…! Qué desgracia… Prefiero no verlo… Santa María, ruega por… ¡Oiga! ¡Que le está haciendo daño!»

El chico estaba de pie, ajustando una ruedecita en el tubo. Yvonne contaba las burbujas y rezaba de cualquier manera. El sonido de la sirena no la dejaba concentrarse.

Había apoyado en su rodilla la mano de su amiga y la alisaba como si fuera el bajo de su falda, mecánicamente. La pena y el susto no le permitían mostrar más ternura…

Yvonne Carminot suspiraba, miraba esas arrugas, esos callos, esas manchas oscuras aquí y allá, esas uñas aún finas, pero duras, sucias y agrietadas. Apoyó su propia mano al lado y las comparó. Desde luego, ella era más joven y más regordeta también, pero sobre todo, había tenido menos disgustos en la vida. Había trabajado menos y recibido más caricias… Hacía ya tiempo que ella no se deslomaba en el huerto… Su marido seguía con las patatas, pero para lo demás estaba mucho mejor el súper. Las verduras estaban limpias, y no tenía que andar rebuscando en el corazón de las lechugas para sacar babosas… Y además ella tenía a su gente: su Gilbert, su Nathalie, y sus nietas a las que mimar… Mientras que a Paulette, ¿qué le quedaba? Nada. Nada bueno. Un marido muerto, una hija que era una perdida, y un nieto que nunca venía a verla. Nada más que preocupaciones, nada más que recuerdos como un rosario de desgracias…

Yvonne Carminot estaba pensativa: ¿de modo que era eso, una vida? ¿Tan poco pesaba? ¿Tan ingrata era? Y sin embargo, Paulette… ¡Qué mujer más guapa había sido! ¡Y qué buena! Qué radiante era antaño… Y entonces, ¿dónde había ido a parar todo aquello?

En ese momento, los labios de la anciana empezaron a moverse. En un segundo, Yvonne se sacudió de encima toda esa filosofía que le estorbaba:

—Paulette, soy Yvonne. No pasa nada. Paulette mía… Había venido para ir a la compra y…

—¿Estoy muerta? ¿Estoy ya muerta? —murmuró.

—¡Pero claro que no, Paulette! ¡Claro que no! ¡Claro que no está usted muerta, mujer!

—Ah —dijo la anciana, cerrando los ojos—, ah…

Ese «ah» era horroroso. Una sola sílaba decepcionada, desalentada, y resignada ya.

Ah, no estoy muerta… Ah, vaya… Ah, pues qué se le va a hacer… Ah, disculpe…

Yvonne no lo veía así:

—¡Vamos! ¡Hay que vivir, Paulette! ¡Hay que vivir, caramba!

La anciana movió la cabeza de derecha a izquierda. Casi imperceptiblemente y muy despacio. Minúscula pena triste y terca. Minúscula rebelión.

La primera tal vez…

Y luego, silencio. Yvonne ya no sabía qué decir. Se sonó la nariz y volvió a tomar la mano de su amiga, con más delicadeza esta vez.

—Me van a meter en un asilo, ¿verdad?

Yvonne dio un respingo:

—¡Que no, mujer, no la van a meter en un asilo! ¡No, mujer! ¿Y por qué dice usted eso? ¡La van a curar y listo! ¡En unos días estará en su casa!

—No. Sé muy bien que no…

—¡Anda, vaya unas cosas se le ocurren! ¿Y eso por qué, vamos a ver?

El bombero le hizo un gesto con la mano para pedirle que no hablara tan alto.

—¿Y mi gato?

—Ya me ocuparé yo de su gato… No se apure.

—¿Y mi Franck?

—Ya lo vamos a llamar, a su chico, enseguida lo llamamos. Yo me encargo.

—No encuentro su número. Lo he perdido…

—¡Ya lo encontraré yo!

—Pero no hay que molestarlo, ¿eh?… Trabaja mucho, ¿sabe?

—Sí, Paulette, ya lo sé. Le dejaré un mensaje. Ya sabe cómo son esas cosas hoy en día… Los chicos tienen todos móvil… Ya no se les molesta…

—Le dirá usted que… que me… que…

La anciana se ahogaba.

Cuando el vehículo acometió la cuesta del hospital, Paulette Lestafier murmuró llorando: «Mi huerto… Mi casa… Llévenme a mi casa por favor…»

Yvonne y el joven camillero ya se habían puesto de pie.