—¿Paulette? Paulette, ¿está usted ahí?
Yvonne echaba pestes. Tenía frío, se cruzó el chal sobre el pecho, y volvió a echar pestes. No le gustaba la idea de llegar tarde al supermercado.
Eso sí que no.
Volvió suspirando hasta su coche, apagó el motor y cogió su gorro.
Paulette estaría seguramente en la otra punta del jardín. Paulette estaba siempre en la otra punta del jardín. Sentada en un banco junto a sus conejeras vacías. Permanecía allí horas y horas, de la mañana a la noche probablemente, erguida, inmóvil, paciente, con las manos en las rodillas y la mirada ausente.
Paulette hablaba sola, increpaba a los muertos y rezaba a los vivos.
Hablaba con las flores, con las lechugas, con los pajaritos y con su propia sombra. Paulette estaba perdiendo la cabeza y ya no distinguía los días unos de otros. Hoy era miércoles, y los miércoles tocaba ir a la compra. Yvonne, que pasaba a recogerla todas las semanas hacía más de diez años, levantó el cerrojo de la verja, gimiendo «Qué desgracia Dios mío, pero qué desgracia…»
Qué desgracia envejecer, qué desgracia estar tan sola, y qué desgracia llegar tarde al súper y que ya no haya carritos junto a las cajas…
Pero no. El jardín estaba vacío.
La bruja estaba empezando a preocuparse. Fue a la parte trasera de la casa y colocó las manos en forma de visera sobre el cristal de la ventana para informarse sobre aquel silencio.
«¡Jesús!», exclamó al descubrir el cuerpo de su amiga tendido en el suelo de la cocina.
Con el susto, la buena mujer se santiguó de cualquier manera, confundió al Hijo con el Espíritu Santo, blasfemó un poco también y fue a buscar una herramienta en el cobertizo. Con un escardillo rompió el cristal, y con un tremendo esfuerzo consiguió auparse hasta el alféizar de la ventana.
Atravesó la habitación con dificultad, se arrodilló y levantó el rostro de la anciana bañado en el charco rosa donde la leche y la sangre ya se habían mezclado.
—¡Eh! ¡Paulette! ¿Está usted muerta? ¿Está muerta?
El gato lamía el suelo ronroneando, sin importarle un pimiento la tragedia, las conveniencias y los añicos de cristal desperdigados a su alrededor.