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Paulette Lestafier no estaba tan loca como decían. Claro que distinguía los días unos de otros, puesto que ya no tenía otra cosa que hacer más que contarlos, esperar a que llegaran y olvidarlos. Sabía muy bien que hoy era miércoles. ¡Y de hecho, ya estaba preparada! Se había puesto el abrigo, había cogido su cesta y sus cupones de descuento. Incluso había oído el coche de Yvonne, a lo lejos… Pero el caso es que su gato estaba delante de la puerta, tenía hambre, y fue al inclinarse para dejar su escudilla en el suelo cuando Paulette se cayó, golpeándose la cabeza contra el primer escalón.

Paulette Lestafier se caía a menudo, pero era un secreto. No podía hablar de ello con nadie.

«Con nadie, ¿me oyes?», —se amenazaba a sí misma en silencio—. «Ni con Yvonne, ni con el médico y mucho menos con el chico…»

Tenía que levantarse despacio, esperar a que los objetos recuperaran la normalidad, aplicarse Synthol en la zona dolorida, y esconder esos malditos moratones.

Los moratones de Paulette no eran nunca de color morado, sino más bien amarillos, verdes o violetas, y permanecían mucho tiempo en su cuerpo. Demasiado. A veces varios meses… Era difícil esconderlos. La gente le preguntaba por qué iba siempre vestida como en pleno invierno, por qué llevaba medias y nunca se quitaba la rebeca.

El chico, sobre todo, la atormentaba con eso:

—Pero bueno, abuela, ¿qué es esto? ¡Quítate toda esa ropa, que te vas a morir de calor!

No, Paulette Lestafier no estaba loca en absoluto. Sabía que esos moratones enormes que nunca se borraban le iban a causar muchos problemas algún día…

Sabía cómo terminan las viejas inútiles como ella. Las que dejan que se les llene el huerto de malas hierbas y se agarran a los muebles para no caer. Las viejas que no consiguen enhebrar una aguja y que ni siquiera se acuerdan de como subir el volumen del televisor. Las que prueban con todos los botones del mando a distancia y terminan por desenchufar el aparato, llorando de rabia.

Lágrimas minúsculas y amargas.

Con la cabeza entre las manos, delante de una televisión muerta.

Bueno, ¿y ahora qué? ¿Se acabó? ¿Ya nunca habrá ruido en esta casa? ¿Ni voces? ¿Nunca más? ¿Sólo porque se te ha olvidado el color del botón? Y eso que el chico te puso pegatinas… ¡Te puso pegatinas en los botones del mando! ¡Una para los canales, otra para el volumen, y otra para el botón de encendido y apagado! ¡Vamos, Paulette! ¡Deja de llorar así y mira un poco las pegatinas!

Eh, dejad de gritarme… Hace tiempo que ya no están las pegatinas… Se despegaron casi enseguida… Hace meses que busco el botón, que no se oye ya nada, que sólo veo las imágenes con un murmullo de voces…

Que no me gritéis así os digo, encima me vais a dejar sorda…