La niña permaneció sola durante cerca de dos horas antes de comprender realmente lo que le estaba ocurriendo. Omeh y uno de los sacerdotes más jóvenes la habían situado cerca de una pequeña charca salina, rodeada por todas partes por la alta hierba de la sabana. Le recordaron que volverían al mediodía del día siguiente. Luego se fueron.
Al principio Nicole reaccionó como si toda la experiencia fuera un gran sueño. Sacó el contenido de su bolsa de piel de antílope e hizo un cuidadoso inventario de su contenido. Dividió mentalmente la comida en tres partes, con la intención de repartirla entre cenar, desayunar y comer algo a media mañana. La comida no era excesiva, pero Nicole juzgó que sería suficiente. Por otra parte, cuando midió visualmente el frasco para determinar lo adecuado de su provisión de agua, llegó a la conclusión de que era escasa. Sería bueno si hallara una fuente o algún riachuelo de aguas claras que pudiera usar en una emergencia.
Su siguiente actividad fue hacerse un mapa mental de su localización, prestando una atención especial a cualquier señal característica que le sirviera para identificar la charca salina desde la distancia. Era una niña extremadamente organizada y, allá en Chilly-Mazarin, jugaba a menudo sola en un amplio solar con árboles muy cerca de su casa. En la habitación de su casa tenía mapas del bosquecillo que había dibujado cuidadosamente a mano, con sus escondites secretos señalados con estrellas y círculos.
Fue cuando se encontró con cuatro antílopes listados, pastando tranquilamente bajo el firme sol de la tarde, que Nicole comprendió lo absolutamente aislada que estaba. Su primer impulso fue buscar a su madre, para mostrarle los hermosos animales que había encontrado. Pero mamá no está aquí, pensó, escrutando el horizonte con la mirada. Estoy completamente sola. La última palabra resonó en su mente con múltiples ecos, y sintió una incipiente desesperación. Luchó contra ella y miró hacia la distancia para ver si podía descubrir alguna señal de civilización. Había pájaros todo alrededor y algunos animales más pastando en el horizonte al límite de su visión, pero ningún signo de seres humanos. Estoy completamente sola, se repitió, mientras un ligero estremecimiento de miedo recorría su cuerpo.
Recordó que deseaba descubrir otra fuente de agua y caminó en dirección a un amplio bosquecillo. No tenía idea de las distancias en la abierta sabana. Aunque se detenía cuidadosamente cada treinta minutos aproximadamente para asegurarse de que todavía podía hallar su camino de vuelta a la charca, le sorprendió que el distante bosquecillo no parecía acercarse. Siguió caminando y caminando. A medida que se desvanecía el atardecer, empezó a sentirse cansada y sedienta. Se detuvo para beber un poco de su agua. Las moscas tsé-tsé la rodearon, zumbando en torno de su rostro cuando intentó beber. Nicole sacó los ungüentos, los olió, y aplicó el que olía peor a su rostro y manos. Al parecer su elección fue correcta; las moscas también hallaron el ungüento desagradable y se mantuvieron a distancia.
Alcanzó los árboles casi una hora después de anochecer. Se sintió encantada al descubrir que había tropezado fortuitamente con un pequeño oasis en medio de la gran extensión de la sabana. Había una vigorosa fuente en el bosquecillo, donde el agua brotaba del suelo y formaba un pequeño estanque circular de unos diez metros de diámetro. El exceso de agua se vertía por un extremo del estanque y formaba un riachuelo que desaparecía en la sabana. Nicole estaba agotada y sudorosa tras la larga caminata. El agua del estanque era invitadora. Sin pensarlo dos veces, se quitó la ropa, excepto la bombacha, y se dispuso a nadar un poco.
El agua le dio nuevo vigor y calmó su pequeño y cansado cuerpo. Con la cabeza debajo del agua y los ojos cerrados, nadó y nadó y fantaseó que se hallaba en la piscina de la comunidad en su suburbio cerca de París. En su imaginación había ido a la piscina, como hacía generalmente una vez por semana, y estaba jugando a diversos deportes acuáticos con sus amigos. El recuerdo la reconfortó. Tras un largo rato Nicole se volvió de espaldas y dio unas cuantas brazadas. Abrió los ojos y contempló los árboles encima de su cabeza. Los rayos del sol de última hora de la tarde creaban magia alrededor al atravesar las ramas y las hojas.
Nicole dejó de nadar y se mantuvo inmóvil en el agua durante unos segundos, buscando alrededor el lugar de la orilla donde había dejado sus ropas. No las vio. Desconcertada, examinó con mayor atención el perímetro del estanque. Siguió sin ver nada. Reconstruyó mentalmente toda la escena de su llegada al bosquecillo y recordó exactamente el lugar donde había dejado tanto su ropa como la bolsa de piel de antílope. Salió del agua y examinó más atentamente el lugar. Éste es definitivamente el sitio, pensó. Y mi ropa y la bolsa han desaparecido.
No había forma de sofocar el pánico. La abrumó en un instante. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y un gemido brotó de su garganta. Cerró los ojos y lloró, esperando que todo no fuera más que un mal sueño y que cuando despertara dentro de unos segundos vería a su madre y a su padre. Pero cuando abrió de nuevo los ojos la misma escena de antes seguía allí. Una niña pequeña medio desnuda estaba sola en la selva africana sin comida ni agua ni esperanzas de rescate antes del mediodía del día siguiente. Y ya casi era oscuro.
Con un gran esfuerzo, consiguió controlar tanto su miedo como sus lágrimas. Decidió buscar su ropa. Donde había estado antes encontró huellas frescas. No tenía forma alguna de saber qué clase de animal podía haber dejado aquellas huellas, así que supuso que era uno de aquellos gentiles antílopes que había visto aquella tarde en la sabana. Eso tendría sentido, pensó lógicamente. Éste es probablemente el mejor estanque de toda la zona. Se detuvieron aquí para beber y sintieron curiosidad hacia mis cosas. Mis chapoteos debieron de asustarlos y los ahuyentaron.
Mientras la luz se desvanecía, siguió las huellas a lo largo de un estrecho sendero entre los árboles. Tras un corto trayecto halló la piel de antílope, o mejor, lo que quedaba de ella, desechada a un lado del sendero. La bolsa estaba completamente desgarrada. Toda la comida había desaparecido, el frasco de agua se había vaciado casi por completo, y todo lo demás había caído fuera excepto los ungüentos y el tubérculo. Nicole terminó el agua que quedaba en el frasco y tomó éste, junto con el tubérculo, en su mano derecha. Desechó los revueltos ungüentos. Iba a seguir de nuevo el sendero cuando oyó un sonido, a medio camino entre un aullido y un grito. El sonido era muy próximo. El sendero se abría a la sabana unos cincuenta metros más adelante. Nicole aguzó los ojos y creyó ver movimiento, pero no pudo discernir nada específico. Luego oyó el aullido de nuevo, más fuerte esta vez. Se dejó caer sobre el vientre y se arrastró lentamente a lo largo del sendero.
Había un pequeño montículo a unos quince metros antes del extremo del bosquecillo. Desde aquel punto ventajoso Nicole vio el origen del aullido. Dos cachorros de león estaban jugando con su vestido verde. Su atenta madre estaba en el lado opuesto, contemplando el atardecer en la sabana. Nicole se inmovilizó aterrada cuando comprendió que no estaba visitando un zoo, que estaba fuera en un terreno salvaje, y que una auténtica leona africana estaba a tan sólo veinte metros de distancia. Temblando de miedo, retrocedió a lo largo del sendero, muy lentamente, muy en silencio, a fin de no llamar la atención sobre su presencia.
De vuelta cerca del estanque, resistió el impulso de saltar y echar a correr a toda velocidad por la sabana. Entonces la leona me verá sin la menor duda, pensó. Pero ¿dónde pasar la noche? Hallaré una zanja entre los árboles, razonó, lejos del sendero. Y me quedaré allí inmóvil. Así quizás esté a salvo. Aferrando aún el frasco y el tubérculo, Nicole avanzó cuidadosamente hacia la fuente. Bebió y llenó el frasco. Luego se arrastró al interior del bosquecillo y halló su zanja. Entonces, convencida de que estaba a salvo como podía estarlo bajo las circunstancias, la agotada niña se quedó dormida.
Despertó bruscamente con la sensación de que una multitud de bichos se arrastraba por su cuerpo. Bajó la mano y se frotó el estómago. Estaba cubierto de hormigas. Nicole gritó, y luego se dio cuenta de lo que había hecho. En un destello oyó el crujir de las ramas cuando la leona avanzó por entre la maleza, en busca del animal que había hecho aquel ruido. La niña se estremeció y ahuyentó las hormigas con un palo. Luego vio a la leona mirarla fijamente, con sus ojos de fiera atravesando la oscuridad. Nicole estaba cerca del colapso. En su terror, recordó de algún modo lo que Omeh había dicho acerca del tubérculo. Se llevó la raíz cubierta de tierra a la boca y masticó vigorosamente. Tenía un gusto horrible. Se obligó a tragar.
Un momento más tarde Nicole corría a toda velocidad por entre los árboles, con la leona pisándole los talones. Ramas y hojas cortaban su rostro y pecho. Resbaló en una ocasión y cayó. Cuando alcanzó el estanque, no se detuvo. Corrió por encima del agua, con sus píes apenas rozándola. Agitaba los brazos. Se habían transformado en alas, unas alas blancas. Ni siquiera tocaba el agua. Era una enorme garza blanca flotando sobre el agua, alzando el vuelo en el cielo nocturno. Se volvió y miró a la desconcertada leona muy por debajo de ella. Riendo para sí misma, Nicole intensificó el batir de sus alas y se elevó por encima de todos los árboles. La gran sabana se desenrolló debajo de ella. Podía ver hasta más allá de un centenar de kilómetros.
Voló hasta la charca salada, giró hacia el oeste y divisó un fuego de campaña. Picó hacia él, y sus gritos de ave traspasaron la calma de la noche. Omeh despertó con un sobresalto, vio la solitaria ave con las alas extendidas contra el cielo y lanzó un fuerte grito, también de ave. «¿Ronata?», parecía preguntar su voz. Pero Nicole no respondió. Deseaba volar más arriba, incluso por encima de las nubes.
Al otro lado de las nubes la luna y las estrellas eran claras y brillantes. La saludaron. Creyó oír música en la distancia, un tintinear como de campanillas de cristal, mientras planeaba más y más arriba. Intentó agitar sus alas. Apenas se movían. Se habían convertido en superficies de control, que ahora se extendían para incrementar el poder de ascensión en el aire ultratenue. Sus cohetes de popa escupieron fuego. Nicole era ahora una lanzadera plateada, fina y esbelta, que dejaba atrás la Tierra.
La música era más fuerte ahí fuera en órbita. Era una magnífica sinfonía, en completa armonía con la mayestática Tierra bajo sus pies. Oyó que alguien pronunciaba su nombre. ¿Desde dónde? ¿Quién podía estar llamándola ahí fuera? El sonido procedía de más allá de la Luna. Cambió su rumbo, apuntó hacia el vacío del espacio profundo y disparó sus cohetes de nuevo. Pasó más allá de la Luna, alejándose del Sol. Su velocidad seguía creciendo exponencialmente. Tras ella, el Sol se hacía más y más pequeño. Se convirtió en una pequeña luz y luego desapareció por completo. Todo alrededor sólo había oscuridad. Contuvo el aliento y salió a la superficie del agua.
La leona estaba merodeando de arriba abajo en el borde del estanque. Nicole pudo ver vívidamente todos los músculos de sus poderosos cuartos delanteros y leyó la expresión de su rostro. Por favor, déjame sola, dijo Nicole, no voy a hacerte ningún daño ni a ti ni a tus cachorros.
—Reconozco tu olor —respondió la leona—. Mis cachorros estuvieron jugando con este olor.
Yo también soy un cachorro, prosiguió Nicole, y quiero volver junto a mi madre. Pero tengo miedo.
—Sal del agua —respondió la leona—. Déjame verte. No creo que seas lo que dices. Reuniendo todo su valor, con los ojos clavados en la leona, la niña salió lentamente del agua. La leona no se movió. Cuando el agua le llegaba sólo a la cintura, Nicole unió sus brazos formando como una canastilla y empezó a cantar. Era una melodía sencilla, pacífica, la que recordaba del principio de su vida, cuando su madre o su padre le daban el beso de buenas noches, la ponían en la cuna y luego apagaban la luz. Los pequeños animales en el móvil giraban y giraban mientras una suave voz de mujer cantaba la canción de cuna de Brahms.
—Duerme y descansa… Que tu sueño sea bendecido.
La leona encogió sus patas traseras y amenazó con saltar. La niña, aún cantando suavemente, siguió andando hacia el animal. Cuando Nicole estuvo completamente fuera del agua y a sólo unos cinco metros de distancia, la leona saltó a un lado y desapareció de nuevo en el bosque. Nicole siguió andando, con la suave canción proporcionándole a la vez consuelo y fuerza. Al cabo de unos pocos minutos estaba de vuelta al borde de la sabana. A la salida del sol había alcanzado la charca, donde se tendió entre las hierbas y se quedó inmediatamente dormida. Omeh y los sacerdotes senoufo la hallaron tendida allí, medio desnuda y aún dormida, cuando el sol estaba ya alto en el cielo.
Podía recordar todo aquello como si hubiera sido ayer. Han pasado casi treinta años, meditó mientras permanecía tendida, completamente despierta, en su pequeña cama de la nave, y las lecciones que he aprendido nunca han dejado de ser valiosas. Nicole pensó en la niña de siete años que se había visto extraviada en un mundo completamente alienígena y había conseguido sobrevivir. Entonces, ¿por qué siento lástima por mí misma ahora?, pensó. Aquélla fue una situación mucho más difícil.
Sumergirse en su experiencia infantil le había proporcionado una fuerza inesperada. Ya no se sentía deprimida. Su mente trabajaba de nuevo por delante del tiempo, intentando formular un plan que le proporcionara las respuestas críticas a lo que había ocurrido durante la operación de Borzov. Había echado a un lado su soledad.
Se dio cuenta de que tendría que permanecer a bordo de la Newton durante la primera incursión si quería efectuar un detallado análisis de todos los aspectos del incidente Borzov. Decidió plantearle el asunto a Brown o Heilmann por la mañana.
Finalmente, la exhausta mujer se quedó dormida. Mientras derivaba al mundo crepuscular que separa el estado despierto del dormido, canturreó una melodía. Era la canción de cuna de Brahms.