A través de la ventanilla Nicole apenas podía distinguir los campos de nieve siberianos a la oblicua luz de diciembre. Estaban a más de quince mil metros bajo sus pies. El avión supersónico estaba frenado mientras avanzaba rumbo al sur hacia Vladivostok y las islas de Japón. Nicole bostezó. Tras sólo tres horas de sueño, sería una lucha mantener su cuerpo despierto durante todo el día. Eran casi las diez de la mañana en Japón, pero allá en su casa de Beauvois, en el valle del Loira, no lejos de Tours, su hija Geneviéve aún dispondría de otras cuatro horas de sueño antes de que su despertador sonara a las siete.
El videomonitor en el respaldo del asiento delantero al de Nicole se conectó automáticamente y le recordó que faltaban sólo quince minutos para que el aparato aterrizara en el Centro de Transporte de Kansai. La encantadora muchacha japonesa de la pantalla sugirió que ése podía ser un momento excelente para efectuar o confirmar el transporte por tierra y hacer los arreglos necesarios para el alojamiento. Nicole activó el sistema de comunicaciones de su asiento, y una delgada placa rectangular con un teclado y un pequeño display se deslizó frente a ella. En menos de un minuto Nicole arregló tanto su viaje en tren hasta Kyoto como su traslado en tranvía hasta el hotel. Utilizó su Tarjeta de Crédito Universal para pagar todas las transacciones, tras identificarse correctamente indicando que el nombre de soltera de su madre era Anawi Tiasso. Cuando hubo terminado, de uno de los extremos de la bandeja brotó un pequeño listado impreso con los identificadores de su tren y tranvía, además de las horas de llegada y tránsito (llegaría a su hotel a las 11:14 A. M., hora de Japón).
Mientras el avión se preparaba para aterrizar, Nicole pensó en la razón de su repentino viaje a través de un tercio de la superficie del mundo. Sólo veinticuatro horas antes había estado planeando pasar el día en casa, dedicándose a un poco de trabajo de oficina por la mañana, con prácticas de lenguaje para Geneviéve por la tarde. Era el inicio de las vacaciones para los cosmonautas y, excepto aquella estúpida fiesta en Roma el último día del año, se suponía que estaba libre hasta que tuviera que presentarse en BAT-3 el 8 de enero. Pero mientras permanecía sentada en su oficina en casa la mañana anterior, comprobando rutinariamente la biometría del último conjunto de simulaciones, tropezó con un curioso fenómeno. Había estado estudiando el corazón y la presión sanguínea de Richard Wakefield durante una prueba de variedad variable, y no había comprendido un aumento particularmente rápido en sus pulsaciones. Entonces decidió comprobar una detallada biometría cardíaca del doctor Takagishi para comparar, puesto que se había dedicado también a una agotadora actividad física con Richard en el momento del aumento de pulsaciones.
Lo que encontró cuando examinó todos los registros de la información cardíaca de Takagishi fue una sorpresa aun mayor. La expansión diastólica del profesor japonés era decididamente irregular, quizás incluso patológica. Pero la sonda no había registrado ninguna advertencia, y ningún canal de datos había dado la alarma. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Había algún mal funcionamiento en el sistema de Hakamatsu?
Una hora de trabajo detectivesco dio como resultado la identificación de más peculiaridades. Durante todo el conjunto de simulaciones, se produjeron cuatro intervalos separados en los que se presentó el problema de Takagishi. El comportamiento anormal era esporádico e intermitente. A veces la diástole excesivamente larga, reminiscencia de un problema valvular durante el llenado del corazón con sangre, no aparecía durante treinta y seis horas. Sin embargo, el hecho de que se reprodujera en cuatro ocasiones distintas sugería que había definitivamente una anormalidad de algún tipo.
Lo que preocupó a Nicole no eran los datos en sí, sino la falla del sistema en desencadenar las alarmas adecuadas en presencia de las locamente irregulares observaciones. Como parte de su análisis, rastreó laboriosamente el historial médico de Takagishi, prestando una atención especial en los informes cardiológicos. No descubrió la menor alusión a ningún tipo de anormalidad, lo cual la convenció de que se hallaba ante un error de los sensores y no un auténtico problema médico.
Si el sistema estuviera funcionando correctamente, razonó, la presencia de la larga diástole habría enviado inmediatamente al monitor cardíaco fuera de la tolerancia esperada y desencadenado una alarma. Pero no lo hizo. Ni la primera vez ni las siguientes. ¿Es posible que tengamos aquí una doble falla? Si es así, ¿cómo siguió la unidad pasando el auto test?.
Al principio pensó en telefonear a uno de sus ayudantes en la oficina de ciencias vitales en la AIE para discutir la anomalía que había encontrado, pero en vez de ello decidió, puesto que era fiesta en la AIE, telefonear al doctor Hakamatsu en Japón. Esa llamada la dejó completamente desconcertada. El hombre le dijo llanamente que el fenómeno que había observado debía de hallarse en el paciente, que ninguna combinación de fallas de componentes en esta sonda podía haber producido unos resultados tan extraños.
—Pero entonces, ¿por qué no hubo ninguna entrada en el archivo de advertencia? —le preguntó al diseñador electrónico japonés.
—Porque ninguna tolerancia había sido excedida —respondió el hombre confiadamente—. Por alguna razón, debió entrar una tolerancia esperada extremadamente amplia para este cosmonauta en particular. ¿Ha comprobado usted su historial médico?
Más tarde en la conversación, cuando Nicole le dijo al doctor Hakamatsu que los datos no explicados habían procedido en realidad de las sondas dentro de uno de sus compatriotas, para ser exactos del cosmonauta-científico Takagishi, el normalmente mesurado ingeniero gritó realmente al teléfono.
—¡Maravilloso! —exclamó—. Entonces podré aclarar rápidamente este misterio. Contactaré con Takagishi en la universidad de Kyoto, y ya le comunicaré lo que averigüe.
Tres horas más tarde, el videomonitor de Nicole reflejó el sombrío rostro del doctor Shigeru Takagishi.
—Madame des Jardins —dijo muy educadamente—, tengo entendido que usted ha estado hablando con mi colega Hakamatsu-san acerca del output de mi biometría durante las simulaciones. ¿Sería tan amable de explicarme lo que ha encontrado?
Nicole le presentó toda la información a su compañero cosmonauta, sin ocultarle nada y expresando su creencia personal de que la fuente de los datos erróneos había sido en realidad un mal funcionamiento de la sonda.
Un largo silencio siguió a la explicación de Nicole. Finalmente, el preocupado científico japonés habló de nuevo:
—Hakamatsu-san acaba de visitarme aquí en la universidad, y ha comprobado la sonda instalada en mi interior. Informará que no ha hallado ningún problema con su electrónica. —Takagishi hizo entonces una pausa, como si estuviera sumido en profundos pensamientos—. Madame des Jardins —dijo unos segundos más tarde—, me gustaría pedirle un favor. Es un asunto de máxima importancia para mí. ¿Podría usted verme aquí en Japón en un futuro muy próximo? Me gustaría hablar personalmente con usted y explicarle algo que puede estar relacionado con los datos irregulares de mi biometría.
Había una ansiedad en el rostro de Takagishi que Nicole no pudo ni desechar ni interpretar mal. Le estaba implorando claramente que lo ayudara. Sin hacer más preguntas, aceptó ir a visitarlo inmediatamente. Unos minutos más tarde reservaba un asiento en el vuelo supersónico de noche de París a Osaka.
—Nunca fue bombardeada durante la gran guerra con los Estados Unidos —dijo Takagishi, agitando los brazos hacia la ciudad de Kyoto que se extendía bajo ellos—, y casi no sufrió ningún daño cuando los maleantes la tomaron durante siete meses en 2141. Admito que siento prejuicios al respecto —dijo sonriendo—, pero para mí Kyoto es la ciudad más hermosa del mundo.
—Muchos de mis compatriotas sienten lo mismo hacia París —respondió Nicole. Se cerró apretadamente el abrigo. El aire era frío y húmedo. Daba la impresión como si fuera a nevar en cualquier momento. Se estaba preguntando cuándo su asociado iba a empezar a hablar del asunto. No había volado ocho mil kilómetros para efectuar un tour turístico por la ciudad, aunque tenía que admitir que aquel templo kiyomizu entre los árboles de una colina que dominaba la ciudad era realmente un lugar magnífico.
—Tomemos un poco de té —dijo Takagishi. La condujo a una de las varias casas de té al aire libre que flanqueaban la parte principal del antiguo templo budista. Ahora, se dijo Nicole mientras disimulaba un bostezo, va a decirme de qué se trata todo esto. Takagishi se había reunido con ella en el hotel inmediatamente después de su llegada. Le sugirió que comiera algo y durmiera un poco antes de volver. Después, la llevó hasta arriba a las tres, y fueron directamente a ese templo.
Takagishi sirvió el denso té japonés en dos tazas y aguardó a que Nicole tomara un sorbo. El ardiente líquido calentó su boca pese a su amargo sabor.
—Madame —empezó Takagishi—, sin duda se estará preguntando por qué le he pedido que viniera hasta Japón de una manera tan precipitada. Entienda —hablaba lentamente, pero con gran intensidad— que durante toda mi vida he soñado con que quizás otra nave espacial Rama viniera a nosotros mientras yo aún seguía con vida. Durante mis estudios en la universidad y durante mis muchos años de investigación me he estado preparando para un solo acontecimiento, el regreso de los ramanes. Aquella mañana de marzo de 2197, cuando Alastair Moore me llamó para decirme que las más recientes imágenes de Excalibur indicaban que teníamos otro visitante extraterrestre, casi me eché a llorar de alegría. Supe inmediatamente que la AIE dispondría una misión para visitar la nave espacial. Decidí formar parte de esa misión.
El científico japonés bebió un poco de su té y miró hacia su izquierda, hacia los cuidados árboles y el recortado césped verde y las laderas que dominaban la ciudad.
—Cuando era chico —prosiguió, con su cuidadoso inglés apenas audible—, trepaba por estas colinas en las noches claras y miraba al cielo, buscando el hogar de la inteligencia especial que había creado esa incomparable máquina gigante. En una ocasión fui con mi padre y nos acurrucamos juntos en el frío aire nocturno, contemplando las estrellas, mientras él me decía cómo habían sido las cosas aquí durante los días del primer encuentro con Rama doce años antes de que yo naciera. Aquella noche creí —se volvió para mirar a Nicole, y ésta pudo ver de nuevo la pasión en sus ojos—, y aún sigo creyéndolo hoy, que había alguna razón para esa visita, algún propósito para la aparición de esa maravillosa nave espacial. He estudiado todos los datos de ese primer encuentro, con la esperanza de hallar una clave que explicara por qué vino. Nada ha sido concluyente. He desarrollado varias teorías al respecto, pero no tengo las suficientes pruebas para apoyar ninguna de ellas.
Takagishi dejó de hablar de nuevo para beber un poco más de té. Nicole se sintió a la vez sorprendida e impresionada por la profundidad de los sentimientos exhibidos por el hombre. Aguardó sentada pacientemente y no dijo nada mientras esperaba que él prosiguiera.
—Supe que tenía buenas posibilidades de ser elegido como cosmonauta —dijo él—, no sólo por mis publicaciones, incluido el Atlas, sino también porque uno de mis más cercanos asociados, Hisanori Akita, era el representante japonés en el comité de selección. Cuando el número de científicos que seguían en competencia quedó reducido a ocho y yo era uno de ellos, Akita-san me sugirió que parecía como si los dos contendientes principales fuéramos David Brown y yo. Recordará usted que hasta ese momento no se había realizado ningún examen físico de ninguna clase.
Eso es cierto, recordó Nicole. La tripulación potencial fue primero reducida a cuarenta y ocho, y entonces todos fuimos llevados a Heidelberg para los exámenes físicos. Los médicos alemanes a cargo del asunto insistieron en que cada uno de los candidatos tenía que superar cada uno de los criterios médicos individuales. Los graduados académicos fueron el primer grupo sometido a prueba, y cinco de cada veinte fallaron. Incluido Alain Blamont.
—Cuando su compatriota Blamont, que ya había volado en media docena de misiones importantes para la AIE, fue descalificado debido a aquel trivial murmullo en su corazón, y el Comité de Selección de Astronautas respaldó luego a los médicos denegando su apelación, me sentí presa del pánico. —El orgulloso físico japonés miraba ahora directamente a Nicole a los ojos, urgiéndola a comprender—. Tuve miedo de perder la más importante oportunidad de mi carrera debido a un problema físico menor que nunca antes había afectado ninguna parte de mi vida. —Hizo una pausa para elegir cuidadosamente sus palabras—. Sé que lo que hice fue erróneo y deshonesto, pero me convencí a mí mismo por aquel entonces de que todo estaba bien, de que mis posibilidades de descifrar el mayor rompecabezas de la historia humana no debían verse bloqueadas por un grupo de doctores de mentes pequeñas que definían la salud aceptable sólo en términos de valores numéricos.
El doctor Takagishi contó el resto de su historia sin embellecimientos ni emociones obvias. La pasión que había demostrado fugazmente durante su discurso sobre los ramanes se había desvanecido, su monótono recitado era ahora seco y claro. Explicó cómo había convencido al médico de su familia para que falsificara su historial médico y le proporcionara un nuevo fármaco que impediría la presencia de su irregularidad diastólica durante los dos días de sus exámenes físicos en Heidelberg. Aunque había riesgo de algunos efectos secundarios perniciosos del nuevo medicamento, todo fue de acuerdo con el plan. Takagishi pasó los rigurosos exámenes físicos, y al final fue seleccionado como uno de los dos científicos de la misión, junto con el doctor David Brown. Nunca había vuelto a pensar en el asunto médico hasta hacía unos tres meses, cuando Nicole explicó por primera vez a los cosmonautas que tenía intención de recomendar el uso del sistema de sondas Hakamatsu durante la misión en vez de las sondas temporales estándar una vez a la semana.
—Entienda —explicó Takagishi, empezando ahora a fruncir el ceño—; bajo las antiguas técnicas, yo podría haber usado el mismo fármaco una vez a la semana, y ni usted ni ningún otro oficial de ciencias vitales hubiera visto nunca la irregularidad. Pero un sistema permanente de monitorización no podía ser engañado… el medicamento es demasiado peligroso para uso constante.
Así que, de alguna forma, usted llegó a un trato con Hakamatsu, saltó Nicole mentalmente por delante de él. Con su conocimiento explícito o sin él. E introdujo unos valores de tolerancia esperada que no fueran activados por la presencia de su anormalidad. Esperaba que a nadie que analizara los tests se le ocurriera pedir un análisis biométrico completo. Ahora comprendía por qué él la había llamado urgentemente a Japón. Y ahora desea que guarde su secreto.
—Watakushi no doryo wa, wakarimasu —dijo amablemente Nicole, en japonés para mostrar su simpatía hacia la angustia de su colega—. Puedo darme cuenta de toda la inquietud que esto le produce. No necesita explicarme en detalle cómo manipuló las sondas Hakamatsu. —Hizo una pausa y observó cómo el rostro de él se relajaba—. Pero, si le comprendo correctamente, lo que usted desea es que yo me convierta en cómplice de su engaño. Usted reconoce, por supuesto, que ni siquiera puedo tomar en consideración el conservar su secreto a menos que esté absolutamente convencida de que su problema físico menor, como usted lo llama, no representa ninguna amenaza posible a la misión. De otro modo, me veré obligada…
—Madame des Jardins —la interrumpió Takagishi—. Siento el más absoluto respeto hacia su integridad. Nunca, nunca le pediría que mantuviera la irregularidad de mi corazón fuera de los registros a menos que usted estuviera de acuerdo conmigo en que se trata realmente de un problema insignificante. —La miró en silencio durante varios segundos—. Cuando Hakamatsu me telefoneó esta tarde —siguió en voz baja—, pensé al principio convocar una conferencia de prensa y renunciar al proyecto. Pero, mientras estaba pensando en lo que diría en mi renuncia, no dejaba de ver la imagen del profesor Brown. Mi contrapartida británica es un hombre brillante, pero también, en mi opinión, está demasiado seguro de su infalibilidad. El reemplazo más probable para mí sería el profesor Wolfgang Heinrich de Bonn. Ha publicado muchos espléndidos artículos acerca de Rama, pero él, como Brown, cree que estas visitas celestes representan acontecimientos al azar, totalmente sin conexión con nosotros y nuestro planeta. —La intensidad y la pasión habían regresado a sus ojos—. Ahora no puedo abandonar. A menos que no tenga elección. Tanto Brown como Heinrich pueden fracasar en llegar al fondo del asunto.
Detrás de Takagishi, en el sendero que conducía de vuelta al edificio de madera principal del templo, tres monjes budistas pasaron caminando rápidamente. Pese al frío, iban vestidos con ropas ligeras, con sus habituales túnicas cortas gris oscuro y sus pies expuestos al frío en sandalias abiertas. El científico japonés le propuso a Nicole que pasaran el resto del día en el consultorio de su médico personal, donde podrían estudiar su historia clínica completa y sin censurar, que se remontaba hasta su primera infancia. Si ella estaba de acuerdo, añadió, le podían proporcionar un datacubo conteniendo toda la información para que ella se lo llevara de vuelta a Francia y lo estudiara con toda comodidad.
Nicole, que había estado escuchando intensamente a Takagishi durante casi una hora, desvió momentáneamente su atención a los tres monjes que ahora subían decididamente las escaleras allá en la distancia. Sus ojos son tan serenos, pensó. Sus vidas tan libres de contradicciones. La obcecación puede ser una virtud. Hace todas las respuestas fáciles. Sólo por un momento sintió envidia de los monjes y de su ordenada existencia. Se preguntó cómo se enfrentarían ellos al dilema que el doctor Takagishi le estaba presentando. Él no es uno de los cadetes del espacio, estaba pensando ahora, así que su papel no es absolutamente crítico para el éxito de la misión. Y, en cierto sentido, tiene razón. Los médicos del proyecto han sido demasiado estrictos. Nunca hubieran debido descalificar a Alain. Hubiera sido una vergüenza si…
—Daijóbu —dijo, antes de que él hubiera terminado de hablar—. Iré con usted a ver a su médico y, si no hallo nada que me preocupe, me llevare todo el archivo a casa para estudiarlo durante las vacaciones. —El rostro de Takagishi se iluminó—. Pero déjeme advertirle de nuevo —añadió —que, si hay algo en su historia que encuentre cuestionable, o si tengo el menor asomo de evidencia de que usted me sigue ocultando alguna información, entonces le pediré que renuncie inmediatamente.
—Gracias; muchas gracias —respondió el doctor Takagishi, poniéndose de pie y haciendo una reverencia a su colega femenino—. Muchas gracias —repitió.