—¿Así que usted preparaba su doctorado en física en la SMU cuando su esposo hizo su famosa predicción acerca de la supernova 2191a?
Elaine Brown estaba sentada en un amplio y mullido sillón de su sala de estar. Tenía un traje marrón asexuado y una blusa de cuello alto. Parecía rígida y ansiosa, como si estuviera deseando que la entrevista terminara.
—Estaba en mi segundo año, y David era mi consejero de tesis —dijo con cuidado, mirando furtivamente a su esposo. Él estaba al otro lado de la habitación, presenciando la entrevista desde detrás de las cámaras—. David trabajaba muy de cerca con sus estudiantes graduados. Todo el mundo sabía eso. Ésa fue una de las razones por las cuales escogí la SMU para mi trabajo graduado.
Francesca Sabatini lucía espléndida. Su largo pelo rubio caía libre sobre sus hombros. Llevaba una costosa blusa blanca de seda, rematada por un pañuelo azul cobalto cuidadosamente doblado en el cuello. Sus pantalones anchos eran del mismo color que el pañuelo. Estaba sentada en un segundo sillón al lado de Elaine. Dos tazas de café reposaban sobre la mesita situada entre ellas.
—El doctor Brown estaba casado por aquel entonces, ¿no? Quiero decir durante el período en el que fue su consejero.
Elaine enrojeció perceptiblemente cuando Francesca terminó su pregunta. La periodista italiana siguió sonriéndole, una sonrisa desarmantemente ingenua, como si la pregunta que acababa de formular fuera tan simple y directa como dos más dos. La señora Brown vaciló, inspiró, y luego tartamudeó ligeramente al dar su respuesta.
—Al principio sí, creo que todavía lo estaba —respondió—. Pero su divorcio fue definitivo antes de que yo terminara mi graduación. —Se detuvo de nuevo, y entonces su rostro se iluminó—. Me regaló un anillo de compromiso como regalo de graduación —dijo, azorada.
Francesca Sabatini estudió a su interlocutora. Podría hacer pedazos fácilmente esta respuesta, pensó con rapidez. Con sólo un par de preguntas. Pero eso no serviría a mis propósitos.
—De acuerdo, corten —dijo bruscamente—. Eso es todo. Echémosle una mirada, y luego pueden devolver todo el equipo al camión. —El jefe de cámaras se dirigió a un lado de la cámara robot número 1, que había sido programada para mantener un primer plano de Francesca, y entró tres órdenes en el teclado en miniatura que había a un lado. Mientras tanto, y puesto que Elaine se había levantado de su asiento, la cámara robot número 2 estaba retrocediendo automáticamente sobre sus patas-trípode y retrayendo sus lentes zoom. Un camarógrafo le hizo un gesto a Elaine para que se quedara quieta hasta que él hubiera desconectado la segunda cámara.
Al cabo de unos segundos, el director había programado el equipo de monitorización automática para pasar los últimos cinco minutos de la entrevista. La imagen de las tres cámaras fue ofrecida simultáneamente, en pantalla compartida, con la imagen compuesta de Francesca y Elaine ocupando el centro del monitor y las cintas de los dos primeros planos a ambos lados. Francesca era una consumada profesional. Podía decir rápidamente que tenía allí el material que necesitaba para su porción del programa. La esposa del doctor David Brown, Elaine, era joven, inteligente, seria, llana, y se sentía incómoda ante la atención que se había centrado sobre ella. Y todo eso había quedado claramente reflejado allí, en la cinta.
Mientras Francesca disponía los últimos detalles con su equipo y arreglaba las cosas para que el conjunto de la entrevista, una vez montado, fuera entregado en su hotel en el Complejo de Transporte de Dallas antes de su vuelo de la mañana, Elaine Brown regresó a la sala de estar con un robot sirviente estándar que llevaba dos tipos diferentes de queso, botellas de vino y copas suficientes para todo el mundo. Francesca captó un fruncimiento en el rostro de David Brown cuando Elaine anunció que habría una «pequeña fiesta» para celebrar el fin de la entrevista. El equipo y Elaine se reunieron en torno del robot y el vino. David se disculpó y salió de la sala de estar al largo pasillo que conectaba con la parte de atrás de la casa, donde se hallaban todos los dormitorios; el resto de la vivienda, en la parte delantera. Francesca lo siguió.
—Discúlpeme, David —dijo. Él se volvió, con un claro gesto de impaciencia en el rostro—. No olvide que aún tenemos algunos asuntos por terminar. Prometí una respuesta a Schmidt y Hagenest a mi regreso a Europa. Están ansiosos por seguir adelante con el proyecto.
—No lo he olvidado —respondió él—. Simplemente deseo asegurarme primero de que su amigo Reggie ha terminado de entrevistar a mis hijos. —Dejó escapar un suspiro—. Hay veces en las que desearía ser un total desconocido en el mundo.
Francesca se le acercó un poco más.
—No creo eso ni por un minuto —dijo, con los ojos fijos en los de él—. Hoy está nervioso simplemente porque no puede controlar lo que su esposa e hijos nos están diciendo a Reggie y a mí. Y nada es más importante para usted que el control.
El doctor Brown empezó a responder, pero fue interrumpido por un agudo chillido de «¡Mamááá!» que reverberó por todo el pasillo desde su origen en un distante dormitorio. Al cabo de pocos segundos un niño pequeño, de seis o siete años, pasó corriendo al lado de David y Francesca y se lanzó en brazos de su madre, que estaba ahora de pie en la puerta que conectaba el pasillo con la sala de estar. Parte del vino de Elaine cayó de la copa por la fuerza de la colisión con su hijo; inconscientemente, se lamió la mano mientras procuraba calmar al niño.
—¿Qué ocurre, Justin? —preguntó.
—Ese negro rompió mi perro —gimió Justin entre sollozos—. Le dio una patada en el culo, y ahora no puedo hacer que funcione.
El niño señaló hacia el fondo del pasillo. Reggie Wilson y una chica un poco mayor que el niño, alta, delgada, muy seria, avanzaban hacia el resto del grupo.
—Papá —dijo ella, implorando con los ojos la ayuda de David Brown—, el señor Wilson estaba hablando conmigo de mi colección de chapas de astros pop cuando ese maldito perro robot vino, lo meó y lo mordió. Justin lo tiene programado para que haga todas esas cosas…
—¡Está mintiendo! —la interrumpió el niño con un grito—. ¡A ella no le gusta Wally! ¡Nunca le ha gustado Wally!
Elaine Brown tenía una mano en el hombro de su casi histérico hijo y la otra sujetando firmemente el tallo de su copa de vino. Se hubiera sentido alterada por la escena aunque no hubiera observado la desaprobación que recibía por parte de su esposo. Bebió de un sorbo el resto del vino y depositó la copa sobre una estantería cercana.
—Vamos, vamos, Justin —dijo, mirando azorada a los demás—, tranquilízate y cuéntale a mamá lo que ha ocurrido.
—Ese negro no me quiere. Y yo no lo quiero a él. Wally lo sabía, por eso lo mordió. Wally siempre me protege.
La muchacha, Angela, se mostró más excitada.
—Yo sabía que iba a ocurrir algo así. Cuando el señor Wilson estaba hablando conmigo, Justin no dejó de entrar en mi habitación e interrumpirnos, mostrándole al señor Wilson sus juegos, sus muñecos, sus trofeos, incluso su ropa. Finalmente, el señor Wilson tuvo que hablarle en serio. Wally entró como loco y el señor Wilson tuvo que defenderse.
—Es una mentirosa, mamá. Una gran mentirosa. Dile que pare… El doctor David Brown lo interrumpió furioso.
—Elaine —exclamó por encima del tumulto general—, sácalo de aquí. —Se volvió hacia su hija mientras su esposa tiraba del sollozante niño hacia la sala de estar—. Angela —dijo ahora sin disimular su furia—, creí haberte dicho que hoy no te pelearas con Justin bajo ninguna circunstancia.
La muchacha retrocedió ante el ataque de su padre. Las lágrimas se acumularon en sus ojos. Empezó a decir algo, pero Reggie Wilson se interpuso entre ella y su padre.
—Discúlpeme, doctor Brown —intercedió—. En realidad, Angela no hizo nada. Su historia es básicamente correcta. Ella…
—Mire, Wilson —dijo secamente David Brown—, si no le importa, yo puedo ocuparme de mi propia familia. —Hizo una momentánea pausa para calmar su irritación—. Siento terriblemente toda esta confusión —prosiguió, en un tono más calmado—, pero todo habrá terminado en uno o dos minutos más. —La mirada que lanzó a su hija era fría y en absoluto amable—. Vuelve a tu habitación, Angela. Hablaré contigo más tarde. Llama a tu madre y dile que quiero que venga a buscarte antes de cenar.
Francesca Sabatini observó con gran interés el desarrollo de toda la escena. Vio la frustración de David Brown, la falta de confianza en sí misma de Elaine. Perfecto, pensó. Incluso mejor de lo que hubiera podido esperar. Será muy fácil.
El plateado y brillante tren surcaba el campo del norte de Texas a doscientos cincuenta kilómetros por hora. A los pocos minutos las luces del Complejo de Transporte de Dallas aparecieron en el horizonte. El CTD ocupaba un área gigantesca, casi veinticinco kilómetros cuadrados. Era en parte aeropuerto, en parte estación de ferrocarril, en parte pequeña ciudad. Construido originalmente en 2185 tanto para manejar el creciente tráfico de larga distancia como para proporcionar un nexo fácil de transferencia de pasajeros al sistema de trenes de alta velocidad, había crecido, como otros centros de transporte similares en todo el mundo, hasta convertirse en toda una comunidad. Más de mil personas, la mayoría de las cuales trabajaban en el CTD y hallaban la vida mucho más fácil sin tener que ir de un lado para otro, vivían en los apartamentos que formaban un semicírculo en torno del centro comercial al sur de la terminal principal. La propia terminal albergaba cuatro grandes hoteles, diecisiete restaurantes y más de un centenar de tiendas distintas, incluida una sucursal de la elegante cadena de tiendas de modas Donatelli.
—Yo tenía diecinueve años por aquel entonces —le estaba diciendo el joven a Francesca mientras el tren se acercaba a la estación—, y mi infancia había estado muy protegida. Aprendí más sobre el amor y el sexo en esas diez semanas, viendo sus series de televisión, de lo que había aprendido en toda mi vida antes. Simplemente deseaba darle las gracias a usted por ese programa.
Francesca aceptó el cumplido. Estaba acostumbrada a ser reconocida en público. Cuando el tren se detuvo y bajó al andén, sonrió de nuevo al joven y luego al hombre que la esperaba. Reggie Wilson se ofreció a llevarle su cámara mientras caminaban hacia el pequeño tranvía que los llevaría al hotel.
—¿No te molesta nunca esto? —preguntó él. Ella lo miró interrogativamente—. Toda esta atención, el ser una figura pública —aclaró—. No —respondió—, por supuesto que no. —Se sonrió a sí misma. Incluso después de seis meses, este hombre sigue sin entenderme. Quizás está demasiado absorto consigo mismo como para darse cuenta de que algunas mujeres son tan ambiciosas como los hombres.
—Sabía que tus dos series de televisión habían sido populares —estaba diciendo Reggie— antes que te conociera durante los ejercicios de selección de personal. Pero no tenía ni idea de que fuera imposible ir a un restaurante o aparecer en público sin tropezar con alguno de tus fans.
Reggie siguió charlando mientras el tranvía los llevaba fuera de la estación de ferrocarril y al centro comercial. Cerca de la vía, en un extremo de las galerías cubiertas, un numeroso grupo de personas hacía cola delante de un cine. La marquesina proclamaba que la película era En cualquier clima, del dramaturgo norteamericano Linzey Olsen.
—¿La has visto? —preguntó Reggie a Francesca—. Yo la vi cuando la estrenaron, hará unos cinco años —siguió, sin aguardar la respuesta de ella—. Helen Caudill y Jeremy Temple. Antes que ella fuera realmente famosa. Es una extraña historia, acerca de dos personas que tienen que compartir una habitación de hotel durante una tormenta de nieve en Chicago. Ambos están casados. Se enamoran mientras hablan de sus expectativas fracasadas. Como dije, una extraña historia.
Francesca no escuchaba. Un muchacho que le recordaba a su primo Roberto había subido al tranvía justo delante de ellos en la primera parada de las galerías comerciales. Su piel y su pelo eran muy oscuros, sus rasgos agradablemente cincelados. ¿Cuánto tiempo hace que vi por última vez a Roberto?, se preguntó. Debe de hacer tres años ya. Estaba en Positano con su esposa María. Francesca suspiró y rememoró días pasados, hacía mucho tiempo. Se podía ver a sí misma riendo y corriendo por las calles de Orvieto. Tendría entonces nueve o diez años, aún era inocente y no corrompida por la vida. Roberto tenía catorce. Jugaban con una pelota de fútbol en la piazza frente al Duomo. A ella siempre le había encantado fastidiar a su primo. Era tan gentil, tan poco afectado. Roberto era la única cosa buena de su infancia.
El tranvía se detuvo delante del hotel. Reggie la estaba contemplando con una mirada fija. Francesca supo intuitivamente que acababa de hacerle una pregunta.
—¿Y bien? —dijo él, mientras descendían del vagón.
—Lo siento, querido —respondió ella—. Estaba soñando despierta de nuevo. ¿Qué es lo que has dicho?
—No me había dado cuenta de que yo fuera tan aburrido —dijo Reggie sin ninguna complacencia. Se volvió espectacularmente para asegurarse de que ella le estaba prestando atención—. ¿Cuál es tu elección para la cena de esta noche? Yo la había reducido a comida china o algo así.
En aquel momento en particular, el pensamiento de cenar con Reggie no atraía en absoluto a Francesca.
—Esta noche estoy realmente cansada —dijo—. Creo que simplemente cenaré algo en la habitación y luego trabajaré un poco. —Hubiera podido predecir la expresión dolida de su rostro. Se puso de puntillas y le dio un ligero beso en los labios—. Puedes venir a verme para una última copa a las diez.
Una vez dentro de la suite del hotel, la primera acción de Francesca fue activar el terminal de su ordenador y comprobar los mensajes. Tenía cuatro. El menú impreso le dijo el remitente de cada mensaje, la hora de su trasmisión, la duración del mensaje y su prioridad de urgencia. El Sistema de Prioridad de Urgencia era una nueva innovación de Comunicaciones Internacionales Inc., una de las tres compañías de comunicación supervivientes que finalmente estaba floreciendo de nuevo tras una masiva consolidación durante los años intermedios del siglo. Un usuario del SPU entraba su agenda diaria a primera hora de la mañana e identificaba qué mensajes prioritarios podían interrumpir qué actividades. Francesca había decidido aceptar solamente la recepción de mensajes de Prioridad Uno (Emergencia Aguda) al terminal de la casa de David Brown; la grabación de David y su familia tenía que realizarse en un solo día, y deseaba minimizar las posibilidades de una interrupción y retraso.
Tenía un solo mensaje de Prioridad Dos, de tres minutos de longitud, de Carlo Bianchi. Francesca frunció el ceño, entró los códigos adecuados en el terminal y conectó el monitor vídeo. Apareció un suave italiano de mediana edad vestido con ropa aprés-ski, sentado en un diván, con una chimenea encendida a sus espaldas.
—Buon giorno, cara —la saludó. Tras dejar que la videocámara diera un barrido por la sala de estar de su nueva villa en Cortina d’Ampezzo, el signor Bianchi fue directamente al asunto. ¿Por qué Francesca se negaba a aparecer en la publicidad para su línea de ropa deportiva de verano? Su compañía le había ofrecido una increíble cantidad de dinero, e incluso había diseñado la campaña para incluir en ella el tema del espacio. Los spots no serían exhibidos hasta después que la misión Newton hubiera terminado, así que no había ningún conflicto con sus compromisos con la AIE. Carlo reconocía que habían tenido algunas diferencias en el pasado, pero, según él, esto había ocurrido hacía mucho tiempo. Necesitaba su respuesta en una semana.
Que te jodan, Carlo, pensó Francesca, sorprendida ante la intensidad de sus reacciones. Había pocas personas en el mundo que pudieran alterarla, pero Carlo Bianchi era una de ellas. Entró las órdenes necesarias para grabar un mensaje para su agente, Darrell Bowman, en Londres.
—Hola, Darrell. Aquí Francesca en Dallas. Dile a esa comadreja de Bianchi que no voy a hacer sus anuncios ni aunque me ofreciera diez millones de marcos. Y, por cierto, puesto que según tengo entendido su principal competidor en estos días es Donatelli, ¿por qué no localizas a su directora de publicidad, Gabriela no sé qué, la conocí en una ocasión en Milán, y le haces saber que me encantaría hacer algo para ellos una vez terminado el Proyecto Newton? En abril o mayo. —Hizo una breve pausa—. Eso es todo. Estaré de vuelta en Roma mañana por la noche. Mis saludos a Heather.
El mensaje más largo de Francesca era de su esposo, Alberto, un alto, canoso y distinguido ejecutivo de unos sesenta años. Alberto se ocupaba de la división italiana de Schmidt y Hagenest, un conglomerado multimedia alemán que era propietario, entre otras cosas, de más de un tercio de los periódicos y revistas independientes de Europa, así como de las principales redes comerciales de televisión tanto en Alemania como en Italia. En su trasmisión, Alberto estaba sentado en el estudio de su casa, vestido con un elegante traje negro y bebiendo coñac. Su tono era cálido, familiar, pero más propio de un padre que de un marido. Le dijo que su larga entrevista con el almirante Otto Heilmann había aparecido en las noticias de toda Europa aquel día, que le habían gustado sus comentarios y agudezas como siempre, pero que había tenido la impresión de que Otto quedaba como un egomaníaco. Lo cual no es sorprendente, pensó Francesca cuando oyó el comentario de su esposo, puesto que eso es lo que es, ni más ni menos. Pero me resulta útil a menudo.
Alberto compartió algunas buenas noticias acerca de uno de sus hijos (Francesca tenía tres hijastros, todos ellos mayores que ella) antes de decirle que la echaba de menos y que esperaba verla la noche siguiente. Yo también, pensó Francesca antes de responder a su mensaje. Es confortable vivir contigo. Tengo a la vez libertad y seguridad.
Cuatro horas más tarde, Francesca estaba de pie en su terraza, fumando un cigarrillo al frío aire de diciembre de Texas. Se había envuelto apretadamente en la gruesa bata proporcionada por el hotel. Al menos no es como California, se dijo a sí misma mientras inspiraba una profunda bocanada de aire. Al menos en Texas algunos hoteles tienen terrazas para fumadores. Esos intolerantes de la Costa Oeste norteamericana convertirían el fumar en una felonía si pudieran.
Se situó junto a la barandilla a fin de obtener una mejor vista de un avión supersónico que se aproximaba al aeropuerto desde el oeste. Se vio mentalmente dentro del avión, como estaría al día siguiente en su vuelo de regreso a casa en Roma. Imaginó que ese vuelo en particular procedía de Tokio, la indiscutida capital económica del mundo antes del Gran Caos. Después de verse devastada por su falta de materias primas durante los años magros de mediados del siglo, los japoneses eran nuevamente prósperos a medida que el mundo regresaba a un mercado libre. Francesca contempló aterrizar el avión y luego alzó la vista al cielo repleto de estrellas sobre su cabeza. Dio otra pitada a su cigarrillo, y su mirada siguió el humo mientras flotaba lentamente fundiéndose en el aire.
Y así, Francesca, reflexionó, ahora viene lo que puede ser tu trabajo más grande. ¿Una posibilidad de hacerse inmortal? Al menos deberías ser recordada durante largo tiempo como uno de los miembros del equipo Newton. Su mente regresó a la misión Newton, y conjuró brevemente imágenes de las fantásticas criaturas que podían haber creado el par de monstruosas naves espaciales para enviarlas a visitar el sistema solar. Pero sus pensamientos regresaron rápidamente al mundo real, a los contratos que David Brown había firmado justo antes que ella abandonara su casa aquella tarde.
Eso nos hace socios, mi estimado doctor Brown. Y completa la primera fase de mi plan. Y, a menos que me equivoque completamente, había un brillo de interés en sus ojos hoy. Ella le había dado a David un beso rutinario cuando terminaron de discutir y firmar el contrato. Habían estado solos y juntos en el estudio de él. Por un momento Francesca pensó que él iba a devolverle su beso con otro mucho más significativo.
Terminó su cigarrillo, lo aplastó en el cenicero y volvió a entrar en su habitación. Tan pronto como abrió la puerta pudo oír el sonido de una pesada respiración. La enorme cama estaba revuelta, y un desnudo Reggie Wilson estaba tendido atravesado en ella, de espaldas, con sus regulares ronquidos alterando el silencio de la suite. Posees un gran equipo, amigo mío, comentó Francesca en silencio, tanto para la vida como para el amor. Pero ninguno de los dos es un auténtico desafío. Serías mucho más interesante si hubiera en ti algo de sutileza, quizás incluso un poco de delicadeza.