2. EL PRINCIPIO DEL DISTANCIAMIENTO

Empecemos con un intento de asesinato. Era diciembre de 1492, el séptimo día del mes, Barcelona brillaba bajo el sol del Mediterráneo. Grupos de personas se congregaban con gran agitación en la pequeña plaza del Rey para dar la bienvenida al soberano, Fernando de Aragón, que se encontraba en el palacio de la Diputació y asistía a una reunión por asuntos judiciales. El rey llevaba en la ciudad desde octubre, acompañado de su esposa, la reina Isabel de Castilla, pero a esa reunión había acudido solo. Al terminar la sesión, los funcionarios salieron del tribunal y bajaban la escalera con Fernando cuando el asesino salió disparado de su escondrijo y le clavó un cuchillo en la nuca. Según el cronista Andrés Bernáldez, gritó: «“¡O, Santa María, y valme!”. E començó de mirar a todos e dixo: “¡O, qué traición! ¡O, qué traición!”».

Fue un momento muy delicado, especialmente para Isabel. En aquellos primeros momentos, nadie conocía el motivo de la agresión. Lo único que le pudieron decir a la reina era que el asesino era catalán. No era lo que hubiera querido oír, porque las relaciones entre castellanos y catalanes no estaban en un buen momento, y además el rey estaba teniendo que defender su papel en el establecimiento de la Inquisición en Barcelona. En años subsiguientes habría aún disputas entre Castilla y la Corona de Aragón, pero aparte del caso de la Inquisición —que examinaremos en su momento—, los aragoneses habitualmente se las arreglaron para hacer las cosas a su manera. No es sorprendente descubrir que inmediatamente después de la muerte de la reina Isabel, en 1504, muchos castellanos exigieron la separación de Aragón. Es razonable aceptar un hecho: a nivel político, como en los matrimonios, hay siempre tensiones, pero estas no implican necesariamente que tenga que haber un divorcio.

¿Había razones para quejarse de la preeminencia castellana?

En cualquier colaboración, el participante más veterano sobrelleva la parte más importante y mayor responsabilidad. Los críticos del papel de Castilla en la historia de la península siempre han mantenido que esta se había apropiado de la identidad española. La queja no es del todo carente de razón, y resulta sencillo comprender por qué ocurría eso. El territorio de Castilla casi cuadruplicaba al de los reinos de la Corona de Aragón, con su correspondiente superioridad en recursos naturales y riquezas. Alrededor de 1500 Castilla tenía casi el ochenta por ciento de la población de la España peninsular. Las tres ciudades más grandes de España en ese momento estaban en Castilla: Sevilla, Granada y Toledo. Castilla, al contrario que la Corona de Aragón, tenía en términos generales un gobierno unitario: tenía unas Cortes, una sola estructura impositiva, una lengua, una moneda, una administración y carecía de barreras aduaneras internas. También contaba con las estructuras comerciales más importantes y potentes (especialmente llamativa era la agrupación gremial de ganaderos ovinos, la Mesta), que garantizaban la preponderancia de Castilla en cualquier asociación económica con Aragón. Las empresas militares de España en Europa habrían sido imposibles sin los soldados de Castilla. En la primera década del XVI se elevaron voces en Barcelona para criticar el papel preponderante que había adoptado Castilla en los asuntos de Nápoles, que acababa de reconocer a Fernando el Católico como su rey. Fernando cerró la boca de los críticos recordándoles que las tropas que habían hecho posible la anexión de Nápoles no habían sido catalanas, sino castellanas.

La época del imperio también fue dirigida por Castilla, y Cataluña desempeñó un mínimo papel en la conquista imperial. Desde la época del «Gran Capitán» Gonzalo de Córdoba, los soldados castellanos que servían en Italia fueron agrupados en regimientos de infantería, con alrededor de dos mil hombres cada uno: esos regimientos se llamaron más adelante «tercios». No tardaron en ganarse merecida fama por su eficacia en combate, porque no eran reclutas sino voluntarios a sueldo que elegían la guerra como carrera profesional. Ocupados en continuos destinos en los territorios italianos, fueron las primeras unidades militares permanentes que se establecieron en un ejército europeo. Los tercios, en todo caso, eran solo una pequeña solución a los numerosos problemas que generaba la expansión imperial. Con su pequeña población, de apenas poco más de cinco millones de personas, incomparable con las poblaciones mucho mayores de Francia, Italia y Alemania, Castilla en ningún momento estuvo en condiciones de generar la suficiente mano de obra militar para resolver las necesidades bélicas y de seguridad de ultramar. Como otros gobiernos europeos que no tenían ejércitos permanentes, el Estado castellano solo podía recurrir a las tradicionales levas feudales de la nobleza (una práctica que siguió siendo común y no se interrumpió hasta el siglo XVIII), o contratar soldados voluntarios o forzar el alistamiento en el interior. Castilla no tenía autorización para reclutar tropas en Cataluña, Valencia, Aragón y Navarra sin el permiso expreso de las autoridades de esos reinos. La explotación masiva de la población de Castilla para emplearla en un ejército disperso por todo el mundo tuvo graves consecuencias. Se ha calculado que entre 1567 y 1574 alrededor de cuarenta y tres mil soldados abandonaron España para luchar en Italia y en Flandes, a un ritmo de más de cinco mil al año. El impacto, después de muchos años, en los hogares y en el campo castellano puede imaginarse. Ni las levas feudales ni los alistamientos forzosos podían dar servicio a un imperio mundial. Así pues, Castilla, como otros estados europeos, contrató soldados extranjeros, a los que a menudo se les despreciaba como mercenarios, pero que en todos los sentidos eran profesionales y, por tanto, ofrecían resultados mucho mejores que los reclutas de reemplazo.

La pesada responsabilidad de Castilla se hacía más visible en la carga de sus deudas. Castilla —y España con ella— era un país pobre. Saltó repentinamente a un estatus imperial porque su regente, Carlos, duque de Borgoña, fue elegido como emperador de Alemania (Carlos V) y también heredó todos los territorios borgoñones de Flandes. En tanto que rey de España, Carlos V contaba con unas rentas muy escasas. Con las limitadas rentas disponibles en Castilla, tenía que financiar las responsabilidades de un imperio. Es una historia larga, y los historiadores la han contado en numerosas ocasiones. La consecuencia fue que la Corona, desde el siglo XVI en adelante, estuvo constantemente endeudada, y sin embargo recibió muy poca ayuda de sus reinos peninsulares. Uno de los problemas fundamentales que se suscitaron entre Castilla y Cataluña fue, por lo tanto, la economía. En términos generales Cataluña no pagaba impuestos a otros países, así que se negó a contribuir con las deudas de Castilla. La cuestión del papel de Cataluña a la hora de colaborar económicamente con el resto se convirtió en la primera razón de discordia entre ellas, y hoy, en 2014, aún sigue siendo un problema. La aportación de hombres a los ejércitos de Castilla solo era un problema menor. ¿Pero qué significaba que Cataluña se negara a contribuir tanto con dinero como con hombres? Ese fue el dato clave en 1640.

Y una pregunta aún más crucial: ¿qué ocurriría si Cataluña se negaba a colaborar en la financiación incluso de su propia defensa? No era un problema nuevo, porque en muchos otros estados europeos la cuestión de los impuestos contributivos para fines militares siempre había sido un asunto central. Uno de los grandes problemas a los que se enfrentaba la monarquía española era hasta dónde estaban los catalanes dispuestos o en condiciones de defender su propio país. Por ejemplo, podemos observar detenidamente la situación a la que se enfrentó el joven duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, en 1542, cuando tuvo que supervisar los preparativos en Cataluña para una posible defensa contra una hipotética invasión francesa. Muy descontento con el modo en que la gente de Cataluña estaba defendiéndose contra las agresiones francesas, recomendó que se enviaran algunas tropas reales. Durante el siglo y medio largo que la dinastía de los Habsburgo estuvo gobernando España, el problema de intentar que las regiones no castellanas albergaran soldados para su propia defensa siempre estuvo en un lugar primordial de la agenda política. «He echado un vistazo aquí a algunos de los soldados reclutados en Cataluña, y estoy tan insatisfecho con ellos que casi no me atrevo a comentárselo a Su Majestad. Le ruego que ordene que con la mayor urgencia se sirvan hombres procedentes de Castilla y de otra regiones donde se recluten». En el Rosellón desafió el verano abrasador de agosto, pero tras unos días en Perpiñán, bajó por la costa hasta el ameno puerto de Colliure, donde podría mantener contacto más fácilmente con los suministros que les enviaban por mar. Sus cartas al emperador Carlos V lo muestran como un perfecto director de operaciones militares, capaz de recaudar fondos, reclutar tropas e importar cañones y armas de fuego. Para poder defender Perpiñán, precisaba tres mil soldados de Castilla, y ocho mil más si la cuestión era defender todo el condado, pues «de los soldados catalanes no haga V. Mgd. ningún fundamento». Era mejor contar con castellanos que con catalanes.

Los preparativos para la defensa de Perpiñán siguieron adelante con la asistencia por mar de la flota real bajo el mando de Bernardino de Mendoza, el tío del duque de Alba, y la flota italiana bajo el mando del capitán genovés Juan Andrea Doria. «Todo está listo y dispuesto en Perpiñán, y aquí [en Colliure] estamos atareados recibiendo municiones con el fin de almacenarlas luego en Perpiñán», comunicó al emperador. «De dinero ay grandísima necesidad, y esta gente de catalanes son los que no tendrán comedimiento d’esperar la paga». Estaba haciendo frente a una grave deserción de soldados catalanes, por no haber recibido sus pagas: «Estos catalanes, los que hombre tiene a la noche le faltan a la mañana». Enojado por el descontento entre las huestes catalanas, que además de los problemas de las pagas también tenían poca confianza en los nobles que se designaban para comandarlos, Alba decidió agarrar el toro por los cuernos y resolver la cuestión personalmente.

El problema de la colaboración de Cataluña era constante. Castilla no la empujó a un papel secundario, sino que tuvo que completar los recursos que Cataluña podía proporcionar, que en todo caso no eran muchos. Los astilleros catalanes eran un aspecto muy a tener en cuenta, y trabajaban día y noche sin parar, pero no hay estudios sobre cómo funcionaban durante la época imperial, y en cualquier caso la monarquía tendía a confiar principalmente en los barcos construidos en los estados italianos. Los navíos italianos, y no los catalanes, fueron la base de la actividad militar española en el occidente mediterráneo. El problema se repitió bajo el mandato de Felipe V, como veremos. Había muchas otras zonas de fricción con las autoridades de Castilla; entre ellas, la más persistente fue la Inquisición, que se analizará en el siguiente capítulo.

¿En qué momento las distintas comunidades de la monarquía comenzaron a ver las cosas de modo diferente?

Como en todas las comunidades políticas que tienen que coexistir con otras que tienen un modo diferente de vivir, siempre hubo grandes diferencias entre las distintas regiones peninsulares. Incluso en tiempos de normalidad, la Corona podía tener graves conflictos con su propio clero, o con sus nobles, y también con su campesinado. Tampoco eran raras las disensiones entre regiones y países. Aunque no siempre podemos fiarnos de sus opiniones, tenemos varios testimonios de viajeros extranjeros que aseguran haber observado serias diferencias entre regiones: en particular hacen referencia a las importantes tensiones entre catalanes y castellanos. La proximidad de Francia a Cataluña, por ejemplo, significaba que muchos catalanes sentían que tenían más en común con Francia que con Castilla. Desde los tiempos de Carlomagno, los catalanes de la frontera habían tenido más cosas en común con los franceses que con los castellanos. Y durante mucho tiempo, en el siglo XV, los condados septentrionales habían estado bajo el poder francés y habrían tenido muy pocos inconvenientes en regresar a su antiguo estado. Un viajero suizo que visitó Barcelona en 1599 comentaba que los catalanes preferirían «volver a formar parte de Francia antes que perder sus privilegios». La amenaza, como sabemos, se llevó a efecto exactamente medio siglo después.

En realidad, los catalanes no eran los únicos que albergaban malestar e insatisfacción, pues en el reinado de Felipe II un ejército castellano había entrado en Lisboa en 1580 y otro en Zaragoza en 1591. En ninguno de ambos casos la amenaza militar menguó los privilegios, la política o las constituciones de esas regiones. Pero los resentimientos se afianzaron con esas «invasiones» castellanas. En 1612, un viajero francés comentó que «el odio entre aragoneses, castellanos y portugueses es más grande que nunca».

Los viajeros siempre estaban más dispuestos a informar sobre los conflictos que sobre la amistad, y esos comentarios individuales no merecen más atención que la que se le concedería a un reportaje de un periodista moderno expresando sus opiniones personales. En todo caso, había también testigos profesionales, como los diplomáticos que procuraban proporcionar una información correcta a sus gobiernos. En 1639 un diplomático inglés comentaba «el odio natural que los catalanes sienten hacia Castilla». Y en 1640, después de las algaradas de los segadores en Barcelona, el mismo diplomático, Sir Arthur Hopton, informaba que no era seguro salir a la calle en la ciudad, por si te tomaban por un castellano. «No es seguro hablar español, hasta ese punto es el odio inveterado que les tienen a los castellanos». Un diplomático italiano, por las mismas fechas, informaba que Barcelona se había convertido en «una ciudad sediciosa, rebelde y violenta».

La creciente confrontación entre catalanes y castellanos necesita observarse desapasionadamente. Es crucial comprender que los nombres de los países eran importantes. La autoridad de la monarquía que había gobernado Cataluña desde la época en que fue integrada en España bajo Fernando el Católico se reconocía como representación de «España». Cuando los notables catalanes y las ciudades exigieron ciertos privilegios políticos de la Corona, por tanto, en los documentos siempre enfatizaban su propia lealtad «a España». El uso de esa palabra simplemente significaba que reconocían la autoridad de la Corona; no que se sintieran parte de España, porque España era esencialmente un país extranjero. El viajero inglés Swinburne observaba en la década de 1770, cuando pasó por Cataluña: «No es raro escuchar hablar de un viaje a España, como si fuera un viaje a Francia». Para la mayoría de los catalanes, tanto Francia como España eran países extranjeros.

En tiempos de estabilidad, la palabra «Espanya» se aplicaba a la patria de ciertos extranjeros, de los foráneos procedentes de Castilla. Durante el gran levantamiento campesino de 1688 en Cataluña, en la Revuelta de las Barretinas, los rebeldes que luchaban contra las autoridades en Barcelona identificaban a sus enemigos como «españoles» y se consideraban a sí mismos como «catalanes». A lo largo de las campañas militares y los disturbios sociales en el centro de Cataluña durante la última década del siglo XVII, de hecho, hubo siempre una clara diferencia en esta identificación. La gente normal se refería sistemáticamente a sí misma como «catalanes», y a las fuerzas armadas que el virrey de Barcelona envió a luchar contra ellos como «tropas españolas».

Sin embargo, cuando les convenía, los catalanes no tardaban en reconocer de buen grado que España era su país. En 1674 los mercaderes de Barcelona enviaron una petición a Madrid solicitando privilegios para participar en el comercio desde Cádiz a América. Afirmaban lo siguiente: «No hay ninguna duda de que Cataluña es España. España es todo lo que hay entre los Pirineos y los océanos. De ello se sigue que Cataluña es España, y que los catalanes son españoles». Los comerciantes estaban reclamando un privilegio comercial que ya estaban disfrutando otros pueblos de la península, y por lo tanto, deseaban considerarse y ser considerados como españoles. Cuando se trataba de una cuestión de provecho personal, no dudaban lo más mínimo en poner los intereses comerciales por delante del nacionalismo. Hay incontables casos que ilustran este punto importante.

No solo en los negocios, sino también en cuestiones relativas a la seguridad personal, los catalanes estaban perfectamente dispuestos a admitir que eran españoles. En las guerras fronterizas entre España y Francia, el único ejército que defendió a los catalanes fue el ejército reclutado y pagado por España. Los catalanes que rechazaban la intromisión francesa, por tanto, identificaron su propio bando como el de España. En 1653, cuando los campesinos de la Cerdaña combatían los intentos franceses de reconquistar el valle, utilizaban el grito «Visca Espanya!» en su lucha. Con «Espanya» se referían a la autoridad que los gobernaba, y la vida que habían conocido; eso no significaba que los campesinos se identificaran con España: solo que rechazaban la relación con Francia en favor de la relación con España. Hay otros ejemplos de esta preferencia por España. Cuando Girona fue liberada de sus ocupantes franceses en 1698, la aliviada población catalana saludó a las tropas castellanas mientras marchaban por la ciudad con gritos de «Visca Espanya!». Si hubiera sido un ejército catalán, desde luego no habrían gritado «Visca Espanya».

«Visca Espanya», en el contexto que acabamos de apuntar, era un grito de apoyo a España y en contra de Francia, porque los catalanes sentían que eran parte de España. Pero ese grito, dicho en castellano, tenía otro sentido. Desde los primeros días del reclutamiento de los tercios en el siglo XV, los soldados estaban acostumbrados y se les adiestraba en el grito «Viva España» como uno de sus gritos de guerra contra sus enemigos. Allí donde quiera que fueran los tercios, a Italia, o a Flandes, o a Alemania, el grito «Viva España» significaba la presencia combativa de España. Esas palabras tenían el mismo significado cuando se utilizaron después durante la Guerra Civil (1936-1939), cuando se emplearon para arengar la causa de las tropas de Franco. Cuando se usaban en el entorno de Cataluña, esas palabras solo podían significar una cosa: una declaración de apoyo a Castilla contra Cataluña. Tomemos un ejemplo del año 1666.

En aquel año, un oficial catalán del ejército estaba a punto de ser ejecutado en la plaza del Rey, en Barcelona, por robo y asesinato, pero saltó del cadalso e intentó escapar. Temiendo que la multitud pudiera ayudarlo, un destacamento de la caballería castellana del virrey entró en la plaza, utilizando sus armas de fuego y sus espadas para dispersar a la multitud. Los soldados entraron gritando «¡Viva España!», tal y como apuntaron más tarde los consellers de Barcelona, «cuando nadie había hecho nada para que se comportaran así». En la confusión, los soldados mataron a doce personas: una buena razón para que los ciudadanos protestaran. El gobierno central no se tomó el caso a la ligera, aunque de todos modos trató de rebajarlo considerándolo un error. «El rumor que recorre Cataluña», informó un consejero del rey, «dice que fue un enfrentamiento entre castellanos y catalanes, lo cual claramente es una invención de gentes malintencionadas que están intentando reavivar los viejos recuerdos de 1640». Considerando este incidente, es evidente que los soldados estaban utilizando el término «España» para enfatizar su papel como autoridad, lo cual desde luego era lo mismo que entendían los catalanes al oír esa frase. España era la autoridad, pero también era otro país.

¿Tuvieron los catalanes algún conflicto interno?

Uno de los mayores problemas a los que se enfrenta la historia nacionalista es el intento de definir la solidaridad de los catalanes. ¿Existió realmente Cataluña? Dado que existe una evidente dificultad a la hora de afirmar que Cataluña fue una entidad geográfica con su propia cultura y su propia lengua, algunos autores prefirieron utilizar el término «paisos catalans», que parecía afirmar una realidad sin obligarse a definirlos concretamente. Desde el siglo XV en adelante, los condados fronterizos septentrionales pasaron a formar parte de la Corona española y a estar bajo su control, aunque previamente habían sido parte del territorio francés. El cambio de señorío no afectó al carácter de los condados, que siguieron teniendo un sustrato francés muy fuerte en todos los sentidos. A partir de la década de 1540 se produjeron algunas migraciones desde Francia hacia el sur, en busca de trabajo. Las guerras civiles en Francia aceleraron esa migración hacia zonas meridionales, generando un perfil poblacional en el que, según el censo de 1637, más de una décima parte de los hombres que vivían en la zona costera eran de origen francés.

Los Pirineos eran una frontera geográfica, pero no una frontera humana. Los condados del Rosellón y la Cerdaña no eran menos franceses que catalanes. En el Valle de Arán, más de un tercio de los residentes en 1555 eran franceses. En 1542, el mando militar en Perpiñán estimaba que un tercio de los residentes en la ciudad eran «gentes francesas nacidas en Francia», y en torno a 1625 un informe aseguraba que «en Perpiñán hay más franceses que catalanes». En definitiva, Perpiñán se sentía diferente frente al resto de Cataluña. En 1626, incluso, un ciutada honrat de Perpiñán, Lluis Baldo, escribió un memorándum al rey Felipe IV sugiriéndole que separara los condados septentrionales del Rosellón y la Cerdaña del resto de Cataluña y formara una región distinta. Había una grave brecha entre los catalanes del norte y del sur, una división que sigue sin ser asumida en la actualidad porque todos los libros sobre Cataluña los han escrito gentes que vivían en el sur.

En realidad, ocurrió muchas veces que las diferencias de opinión entre catalanes eran más significativas que las diferencias entre catalanes y castellanos. Esta es una idea que hay que tener siempre en cuenta cada vez que nos inviten a creer en la «solidaridad» de todos los catalanes, un concepto que desde luego no existía en el año 1626, cuando Baldo escribió su opinión, ni existe tampoco en la actualidad. Las razones de Baldo podrían haberse remitido a cierta oposición frente a la primacía política de Barcelona, pero el problema era que en Cataluña como conjunto había también considerables diferencias en las actitudes frente a Francia y a sus gentes, como hemos mencionado más arriba. A través de enlaces matrimoniales y la decisión de quedarse a residir en Cataluña, algunos inmigrantes franceses llegaron a integrarse en la sociedad catalana y ascendieron socialmente, pero los inmigrantes campesinos y obreros de origen humilde solían ser discriminados por las autoridades catalanas. Hubo de todos modos algunos franceses que desempeñaron un papel importante en la vida de la región: eran los miembros de la clerecía itinerante que partieron hacia el sur en busca de trabajo, dado que durante buena parte del siglo XVI las áreas fronterizas estaban incluidas en las diócesis francesas, aunque políticamente pertenecieran a España. En los primeros años del siglo XVI, por ejemplo, dos tercios de todos los sacerdotes en activo en la diócesis española de Urgell eran franceses.

La parte septentrional de Cataluña, por tanto, estaba orientada claramente hacia Francia y consideraba que su capital era Perpiñán, no Barcelona. Desde el siglo XVI la expansión demográfica en Europa generó una migración hacia el sur de trabajadores temporeros hacia territorios mediterráneos. En las últimas décadas de ese siglo se ha estimado que una quinta parte de la población de Cataluña había «nacido en Francia». Por desgracia, las consecuencias de la inmigración no siempre son positivas. Las guerras de religión en Francia tuvieron repercusiones, como las tuvieron los brotes de peste en el sur, especialmente en 1586 y 1591. Los bandidos franceses también entraron en el principado y generaron graves desórdenes. Las desgracias que asolaban Perpiñán obviamente beneficiaban a Barcelona, en esa constante rivalidad entre las dos ciudades. Las guerras de religión devastaron las ciudades norteñas. Cuando se firmó la paz entre Francia y España en 1598, el Consejo de Aragón hizo un informe sobre el Rosellón y «las incursiones que los franceses hacen todos los días, quemando y saqueando, matando y robando». Ya en los primeros años del XVII Perpiñán era la única ciudad de Cataluña que registraba un declive demográfico; en todo el resto la tendencia era alcista. En 1603 un informe sobre Perpiñán aseguraba que la ciudad estaba «casi despoblada, porque de los cuatro mil habitantes que solía tener, solo quedan ya mil». En esa misma época, la famosa fortaleza de Salses, vital para la defensa de la frontera contra los franceses, tenía una guarnición de solo cuarenta hombres.

Se dieron varias ocasiones en las que las dos ciudades principales de Cataluña se enfrentaron y en una ocasión concreta y muy famosa llegaron a amenazarse con hacerse la guerra mutuamente. En una crónica se nos dice que «en 1627 había dirigido la ciudad de Perpiñán al rey una memoria para pedir que los dos condados de Rosellón y Cerdaña fuesen separados de la jurisdicción del virrey y del Consejo Real de Cataluña, fundándose en que todo el dinero del país pasaba á Barcelona». En 1629, las frecuentes disputas entre las dos ciudades llegaron a un punto insostenible, y Perpiñán amenazó con declararle la guerra a Barcelona, después de lo cual las autoridades de Barcelona también reaccionaron con gran nerviosismo y virulencia, y amenazaron con «llevar la bandera de Santa Eulàlia contra Perpinyà». Santa Eulalia, una mítica joven violada y asesinada por los soldados romanos en una fecha poco precisa, era el símbolo bélico de Barcelona, y su bandera se sacó de su nicho también cien años después para declarar la guerra al rey de España. Había muchas cosas en el pasado de ambas ciudades que las distanciaban, y desde luego cuando a mediados del siglo XVII los franceses al final y para siempre recuperaron Perpinyà (o Perpignan, como se conoce la ciudad en francés), aquello no representó una gran pérdida para Barcelona.

Este no es el único ejemplo de los intentos de Barcelona de acogotar e intimidar a otras ciudades de la región. Un caso similar había ocurrido en 1588, cuando la mayor parte de España estaba ocupada llorando a las víctimas de la Armada Invencible, que habían muerto en la expedición contra Inglaterra. Barcelona, mientras tanto, le declaraba la guerra a una de sus ciudades vecinas. Contamos con el relato que hizo del caso Víctor Balaguer, uno de los principales historiadores de la Cataluña decimonónica[2]:

Por el mes de Febrero, el Consejo de Ciento había enviado á Madrid al conceller en cap acompañado de otras personas, para exponer al rey ciertas quejas que la ciudad tenía de su virrey y lugarteniente en Cataluña. Conforme á antiguas honras y preeminencias de Barcelona, el conceller que iba de embajador podía entrar en todas las ciudades, villas y lugares, así del Principado como de España. En esta forma y modo entró en Zaragoza, el conceller en cap, y á su regreso en Valencia, siendo en ambas capitales recibido como cumplía al cargo que desempeñaba y á la fama de la ciudad de que era embajador. Sin embargo, al llegar á las puertas de la ciudad de Tortosa, se le intimó por parte de los procuradores y consejo de esta, que no se atreviese en manera alguna á entrar con insignias consulares, «pues Tortosa no debía nada, ni valía menos que Barcelona, siendo primero que ella», añadiendo otras muchas cosas, dice el dietario, en gran injuria é infamia de esta ciutat.

A la noticia del suceso fue convocado en Barcelona el Consejo de Ciento (martes 8 de Julio), y se decidió sacar la bandera de Santa Eulalia para ir contra Tortosa, en honra de la ciudad, y justa satisfacción del conceller, al mismo tiempo que se enviaba una embajada á Tortosa, con instrucciones terminantes para requerir é intimar á los tortosinos que dejasen pasar al conceller en cap por su recinto, pues de lo contrario iría la hueste de la ciudad con bandera alzada, y conseguiría á la fuerza lo que se pedia de grado.

¿Hubo más y más animosidad entre castellanos y catalanes?

En absoluto. El fundamento principal de la enemistad de los catalanes contra Castilla siempre fue defender lo que poseían, y cuando no había conflicto entre los intereses de unos y otros, no había animosidad. Tal y como eran las cosas, Castilla era la entidad mayor y, por tanto, eran los catalanes quienes tenían más que defender y conservar. ¿Pero qué tenían que conservar los catalanes, y qué poseían? Podemos prescindir de la leyenda nacionalista que dice que estaban defendiendo «Cataluña», una palabra que ni se les ocurría pronunciar a los catalanes como razón política ni la sentían en absoluto, porque Cataluña no era —ni España tampoco— una entidad legal y territorial con su propia y particular nacionalidad. Si indagamos en los documentos de la época, había una palabra que desde luego representaba los valores y aspiraciones de muchos catalanes, y esa palabra era «la terra». Cuando protestaban, cuando desfilaban, cuando se rebelaban, las gentes del campo siempre decían que estaban defendiendo «la terra». Incluso decían que ellos eran «la terra», cuando atacaban a los franceses, y también cuando atacaban a los españoles; y, no lo olvidemos, también decían que eran «la terra» cuando se levantaron contra sus propios regentes catalanes y sus nobles. «La terra» era el sentimiento de identidad más fuerte que poseían, y estaba relacionado con el pueblo o el valle o el grupo de comunidades del que procedían y que formaban su «patria» o su hogar.

Y «la terra» se invocaba con frecuencia no solo contra las clases altas catalanas y los españoles, sino también y especialmente contra los franceses. Hay numerosas pruebas en toda la península de la animosidad popular contra los franceses en el siglo XVII, especialmente en Cataluña, que habitualmente había soportado la mayor parte y lo peor de las invasiones militares francesas, y donde los franceses habían dejado las huellas más visibles de sus agresiones. Un ejemplo especial es el de la última guerra franco-española del siglo XVII, cuando los ejércitos franceses invadieron el principado por tierra y sus navíos lo atacaron por mar. En 1691 alrededor de noventa ciudades y pueblos en el corazón de Cataluña, en el ducado de Cardona, firmaron un acuerdo secreto con los franceses para llevar a cabo un levantamiento contra el gobierno de Barcelona si las tropas francesas les ayudaban. El complot fue descubierto y los cabecillas fueron colgados por orden de la Generalitat. Es interesante observar que el ducado de Cardona siguió mostrando su oposición a Barcelona y a su autoridades durante diez años más. Sin embargo, cuando estalló la rebelión de nuevo, prefirieron no aliarse con los franceses, sino con los ingleses. Pero esa es otra historia, de la que nos ocuparemos en otro capítulo.

Aquel verano de 1691 una flota de 36 navíos apareció en el horizonte de Barcelona y comenzó un bombardeo de la ciudad que duró dos días. Alrededor de ochocientas bombas cayeron en la ciudad, y unas trescientas casas quedaron arrasadas. No fue el único ataque que sufrió la ciudad. Seis años antes, en el verano de 1697 los franceses asediaron Barcelona con 18 000 hombres y 7000 soldados de a caballo, según el testimonio ocular del historiador Feliú de la Penya. Al mismo tiempo, una flota francesa de catorce galeones y trescientos navíos menores comenzaba un bombardeo desde el mar. El juez principal de Cataluña, el doctor Miquel Taverner, lo contaba así:

Sitió el enemigo a Barcelona el dia 12 de junio, quedando en ella toda la nobleza; defendiéronse los sitiados dos meses enteros con grande valor en los soldados y indezible constancia en sus moradores siendo assi que este sitio ha sido de los más sangrientos y de maior fuego que se hayan visto en nuestros tiempos, quedando arruinada de las bombas mucha parte de la ciudad, assi de casas particulares como de edificios y templos.

La ciudad se rindió tras dos meses de asedio. Es fácil comprender que no sintiera un afecto especial por los franceses, y mostrara una lealtad sin precedentes a Madrid, la cual, después de la recuperación de Barcelona, condecoró a la Generalitat y a los tres estados representados en ella con el título de «Muy Leal». La lealtad de Barcelona para con Madrid era siempre muy firme… en períodos en los que se sentía amenazada militarmente. El mismo principio se aplicó durante las guerras antifrancesas que los castellanos llamaron «la Guerra de la Independencia». En esa guerra el comandante de las tropas francesas intentó presentar la historia a su modo durante una proclamación que llevó a cabo en Girona, en 1810. «Los franceses siempre os hemos sostenido y apoyado en vuestras contiendas. Carlomagno salvó a Cataluña de la tiranía de los moros. En 1641 vuestros ancestros le pidieron a Francia que os gobernara, y durante algunos años permanecisteis bajo su mando». En realidad, el francés estaba intentando darle la vuelta a lo que no era más que otra ocupación, pero no tuvo éxito, porque los catalanes estaban deseosos de defender su terra frente al invasor.