CAPÍTULO 9
Con su poder feérico de control mental, Kiaran podría vivir donde quisiera, hasta en una casa en la Ciudad Nueva, una más lujosa que la mía. En cambio, ha elegido vivir en Cowgate, una de las peores zonas de Edimburgo.
Caminamos entre las diminutas viviendas apretujadas. Casi todas las casas están llenas hasta los topes de familias numerosas, empobrecidas. Deben de tener muy poco espacio para respirar.
Los viejos edificios están en tan mal estado que algunos han empezado a desmoronarse. Nunca me acostumbraré al hedor siempre presente de excrementos humanos que hay aquí. Unas cuantas residencias aún están iluminadas, aunque sea tan tarde. Dentro de una de ellas, un grupo estalla en carcajadas. Una puerta se cierra a lo lejos. El sonido de un cristal al romperse retumba en la calle, seguido de un fuerte chillido. Me estremezco.
Kiaran me guía por la estrecha escalera que conduce a su morada. Su casa está limpia, aunque desolada. Los únicos muebles de la sala, aparte de unos cuantos armarios, son una mesa y dos sillas de madera. Está oscuro, a pesar de la luz de las velas, y hace mucho frío. El aire invernal se instala en estas paredes de piedra y no se va nunca.
Tiemblo, incapaz de controlarlo. Se me pone la piel de gallina bajo el abrigo.
A veces me dan ganas de preguntarle a Kiaran por qué empezó a vivir entre humanos, pero nunca lo hago. He decidido que no quiero saberlo.
—Tienes el abrigo mojado. Deberías quitártelo si tienes frío —dice Kiaran al tiempo que enciende lo que queda de una vela en el centro de la mesa.
—No, estoy bien.
—Estás temblando.
Sería ridículo interpretar sus palabras como preocupación. Kiaran es daoine sìth, la raza más poderosa de seres feéricos que existe, y no se conocen precisamente por su empatía. Más bien tienen la mala fama de ser criaturas crueles, insensibles y destructivas que ante todo ansían poder.
Recuerdo las historias de mi infancia que hablaban de las matanzas de los daoine sìth y la esclavitud de los humanos durante cientos de años antes de que por fin quedaran atrapados bajo tierra. Kiaran confirmó que era verdad. Muchas de nuestras primeras lecciones se limitaban a descripciones de cada especie feérica mientras yo tomaba notas, detallando sus habilidades, cribando hechos sobre las hadas a lo largo de los siglos de sabiduría popular humana.
Kiaran es el único daoine sìth que queda. Los demás perdieron una guerra hace muchos años y quedaron atrapados debajo de lo que ahora es Edimburgo, junto con las hadas que los ayudaron. Las razas que lucharon en la batalla eran las más fuertes de las criaturas feéricas y todas ellas estaban gobernadas por los daoine sìth.
Las hadas que mato todas las noches poseen poco poder en comparación con ellos. Son las hadas solitarias que no quisieron unirse a la batalla que atrapó al resto. Así que se quedaron arriba, reproduciéndose, perviviendo, libres de alimentarse de los humanos.
—Estoy bien —repito—. Déjame coger un manojo fresco de seilgflùr y ya está.
Se le tensan los hombros cuando mete la mano en un pequeño armario e intento no mirarle fijamente. En un espacio tan oscuro y cerrado, cuesta no hacerlo.
La piel de Kiaran resplandece suavemente a la luz de las velas, tersa y pálida. Su pelo negro como el carbón cae hacia delante para apoyarse sobre los pómulos prominentes. Tiene los ojos del color de la lavanda en primavera, salvo que no son dulces en absoluto. Son astutos, fieros y sobrenaturales. Fuese o no un ser feérico, Kiaran MacKay es terriblemente hermoso. Detesto especialmente esa característica suya.
Me tira un fardo grueso atado con un cordel.
—Este es el tercer manojo en quince días.
¡Maldición! Por supuesto que se ha dado cuenta.
—Es inútil cuando se seca —digo.
«Y tú te niegas a darme la planta para que la cultive, canalla».
El seilgflùr tan solo aguanta fresco unos trece días en invierno. Más tiempo si dejo fuera mi suministro. Pasado ese intervalo, ya no es efectivo. Otra lección que aprendí a las malas… Así fue como me hice la tercera cicatriz.
He intentado plantarlo yo misma, pero todos mis intentos fueron fallidos. He tratado de conservarlo metiéndolo entre trozos de vidrio herméticos, pero eso tampoco funcionó. Así que ahora dependo de Kiaran para que me lo suministre, y no estoy segura de dónde lo encuentra. No me lo va a decir.
—No soy tonto —dice—. No me trates como si lo fuese.
—Ni lo intentaría.
Su expresión se endurece.
—No necesitas más del que utilizas. ¿Se lo estás dando a alguien?
No considero que esa pregunta sea digna de una respuesta. Puede que haya quebrantado su norma de cazar yo sola, pero sí hay una regla que cumplo. Nadie debería ver hadas, o lo que les hacen a sus víctimas. La Visión es una carga y me da lástima cualquiera que tenga ese don innato.
—Kam —dice, con una paciencia exagerada.
—Lo único que te hace falta saber —respondo— es que es para mi protección.
Abro el fardo de lana. En el centro hay una reserva de cardo rematado con unas flores de un color azul intenso. El cardo común, natural de Escocia, es espinoso, tiene hojas afiladas y una pelusa lanuda. Este es diferente. Parece igual que los demás cardos —intocable, agresivo—, pero el seilgflùr es sedoso. El vello del tallo es suave como el plumón.
Y si no hubiera sido tan suave, fuerte y hermoso, tal vez mi madre habría usado algo diferente para trenzarme el pelo cuando debuté el año pasado. Todavía no sé cómo se las apañó para conseguir un poco. Iba de blanco y el cardo era el único color que llevaba aquella noche, tan solo un bonito y pequeño adorno. Si mi madre hubiera elegido lavanda, rosas o brezo, no habría visto nunca a mi primera hada.
«La primera hada». La voz de la baobhan sìth se alza en mi memoria, alegre y musical, como un pájaro en primavera al principio, para luego pasar a las agudas notas de la maldad. «El carmesí es el color que más te favorece».
Cojo aire y me meto el fardo de lana en el bolsillo. Ese recuerdo siempre está ahí, nunca desaparece, lo provoca lo más mínimo. No puedo deshacerme de él aunque ponga todo mi empeño.
—Ciod a dh’fairich thu? —pregunta Kiaran.
Acerca su silla para sentarse frente a mí.
—Sabes que no te entiendo.
—¿Qué te pasa?
Sonrío ligeramente. A veces suena como si se preocupara de verdad cuando me hace esa pregunta.
—¿Te importa?
Kiaran se encoge de hombros. Lo más cerca que está de revelar emociones es cuando apuñala algo. Se recuesta en su silla y cruza sus largas piernas delante de él. Intento no admirar su magnífico aspecto, ese aire asombroso. Aparto la mirada y me concentro en las sombras que la luz titilante de las velas proyecta en una pared a lo lejos.
«Qué inhumano», me recuerdo a mí misma.
—La verdad es que no —responde—, pero parecía que estabas a punto de echarte a llorar.
—Yo no lloro, MacKay.
Hoy estoy fatal. Primero ese puñetero momento en el que casi cedo a su tentación durante la pelea, y ahora esto. ¿Dónde hay una buena zanja en la que meterse cuando la necesito?
—Si tú lo dices —prosigue, sin descruzar las piernas—. Un consejito, Kam. Hasta que no reconozcas tus debilidades, no me vencerás sin ese maldito cardo.
Le lanzo una mirada asesina.
—¿Cazamos o prefieres pasar el rato arengándome?
Mis palabras provocan algo violento en esa mirada normalmente fría y distante. Si no fuera una asesina, me habría asustado. Esta vez, su sonrisa no es pícara, sino salvaje; incluso un poco fiera.
—Voy a buscar mis armas —dice.
Dejamos Cowgate, y mientras caminamos por South Bridge, Kiaran me adelanta unos pasos.
—Hay un caoineag cazando en las aguas cerca de Dean Village —anuncia—. Ya ha matado a una mujer desde que llegó. —Mantiene el paso ligero mientras habla—. Intenta seguir el ritmo, Kam.
«Intenta seguir el ritmo». Sus piernas son mucho más largas que las mías e insiste en que vayamos caminando a todas partes durante nuestras cacerías, incluso a lugares tan lejos del centro de la ciudad como Dean Village.
Troto unos cuantos pasos y aun así termino detrás de él. La lluvia le ha mojado el pelo que se le pega a la nuca, y la camisa le abraza el cuerpo delgado y musculoso mientras él se mueve. A veces, deseo que se ponga un maldito abrigo.
—Tienes la mirada fija.
No se da la vuelta hacia mí para decírmelo.
—¿No has considerado llevar un abrigo? Es invierno.
—No.
Continuamos en silencio. La lluvia disminuye hasta convertirse en una suave llovizna que me hace cosquillas en las mejillas. La niebla se espesa entre los viejos edificios de piedra. Oigo una risa débil que sale de una de las viviendas iluminadas al otro lado de la calle y luego se restablece el silencio. Inhalo el aire húmedo y decido dejar de ignorar el siempre persistente sabor del poder de Kiaran. Me tomo un momento para paladearlo.
Al llegar a North Bridge, estudio la luna menguante que asoma entre las nubes. Está rodeada de un halo rojo intenso, el color de la sangre oxigenada.
Sangre. Mis ansias de venganza se remontan a la noche en la que me bautizaron en ella. Siempre la he considerado la noche de mis últimas veces: la última vez que vi a mi madre viva y la última vez que fui una chica que nunca había visto la violencia.
Ahora la oscuridad en mi interior solo quiere volver a matar. No puedo evitar preguntarme si esto es lo único que me queda: la caza nocturna, todo por ese singular instante de júbilo embriagador y devorador al final.
En mis momentos más débiles después de matar, quiero sentirme como antes desesperadamente. Esa felicidad que llegaba sin esfuerzo y —a veces— la esperanza.
Interrumpo nuestro paseo enérgico hacia Dean Village para acercarme a la balaustrada del puente.
—¿Alguna vez piensas en tu futuro, MacKay?
Kiaran parece sorprendido por la pregunta. Se detiene junto a mí y apoya la espalda en una columna de piedra.
—No —responde en voz baja.
—¿Nunca?
—Soy inmortal. —Se da la vuelta y apoya los codos en la balaustrada—. Contemplas el futuro porque un día morirás. —Alza la vista hacia la luna, con una expresión pensativa, casi triste, en su rostro—. No tengo esa inseguridad. Seré exactamente igual que ahora, para siempre.
Lo dice de forma mecánica, sin rastro de emoción.
—¿Exactamente igual? —pregunto—. ¿No te ha sucedido nunca nada inesperado?
—Una vez cada tres mil años. —Su sonrisa es casi imperceptible, quizás un poco amarga—. Puede que dos veces.
«Oh, Dios».
A veces me olvido de que los seres feéricos no envejecen. Simplemente existen, como los árboles o las rocas. Se les puede matar, pero si se les deja en paz, no cambian. Quizá por eso Kiaran sea así. Miles de años le han limpiado a fondo, le han hastiado de forma inconmensurable.
Kiaran me mira.
—¿Y bien? Háblame de tu futuro.
—Antes tenía planeada la vida, pero… pero eso ya no va conmigo. No es lo que quiero ahora.
Solía imaginarme mi boda y el marido que un día tendría. Recuerdo describirle a mi madre las más elaboradas ceremonias mientras me ayudaba a retocar mis inventos, con las manos manchadas de grasa y las uñas rotas. Mis fantasías estaban llenas de sedas de color marfil, capullos de rosas y un hombre que me amara incondicionalmente.
Ahora ya no veo un matrimonio, un marido ni hijos en mi futuro. No hay amor. Veo la misma extensión de ónice en la que están metidos mis recuerdos dolorosos, oscura y vacía.
—A lo mejor nunca había ido contigo. —Entonces me mira a los ojos—. Todos tenemos que encontrar quiénes somos, Kam. De un modo u otro.
Hay una insinuación tan clara de entendimiento que por un instante deseo que diga unas palabras que me consuelen, aunque seguramente serían inútiles. Estoy a punto de contarle algo más sobre mí, algo personal, solo para comprobar si él hará lo mismo.
El sabor inesperado a avellano de brujas y hierro se extiende rápidamente por mi boca. De manera tan repentina que respiro con dificultad.
—¿Kam?
Algo se mueve detrás de Kiaran, un fuerte destello de metal bajo la luz de la luna. Le aparto de un empujón y un pesado martillo de guerra viene directo hacia mí.