CAPÍTULO 7

A la noche siguiente, me preparo para la caza.

Me visto con unos pantalones de lana y una camisa blanca de lino metida por la cintura. La funda de cuero de mi cuchillo está abrochada y cuelga baja en mis caderas. Las botas me llegan a mitad de la pantorrilla, acordonadas de abajo arriba y bien sujetas con tres hebillas. Meto los pantalones por dentro de las botas para evitar que se enganchen, y me pongo un abrigo largo y gris, de tela basta, para completar mi atuendo.

—¿No llevas más que esa daga contigo? —pregunta Derrick desde la repisa de la chimenea, sobre las brasas que están enfriándose en el hogar.

Unas motas doradas caen del halo a su alrededor y desaparecen antes de llegar al suelo.

—Por supuesto que no —respondo.

—Bien. Creo que no deberías ni molestarte en sacarlo.

Sonrío con suficiencia. Derrick me dijo una vez que el cuchillo no servía para nada porque no puedo matarle con un arma de hierro.

—Va bien para distraer a mis víctimas. —Con cuidado cojo de la mesa el reloj de bolsillo modificado—. Y probaré esta pequeña belleza después de ver a Kiaran.

Una prueba para saber si el reloj es el arma que quiero utilizar para matar a la baobhan sìth. Solo tendré una oportunidad para hacerlo bien, para que sea significativo, y tengo muchos otros artefactos que elegir si este no es el adecuado.

Derrick gruñe algún improperio feérico que termina con «cabrón despiadado».

Nunca me ha dicho por qué odia a Kiaran, ni siquiera después de que Kiaran me salvara la vida y me entrenara para matar el tipo de hadas que a Derrick le gustaría ver muertas. Dudo que jamás lo haga. Si menciono a Kiaran, Derrick reacciona con la clase de veneno que ruborizaría a los trabajadores del muelle de Leith. Su luz ha adquirido ya un fuerte tono carmesí y echa chispas a su alrededor.

Me meto el reloj en el bolsillo.

—Sí, lo es —digo—, pero aun así tengo que marcharme.

Derrick cruza los brazos.

—Muy bien. Tomaré ahora el cuenco de miel a cambio de arreglarte el vestido.

—Medio —contesto.

Está siendo poco razonable y lo sabe.

Su halo empieza a aclararse. Las hadas y criaturas feéricas disfrutan con el regateo. Y para Derrick la miel es la mejor recompensa que pueda recibir. El único problema de dársela es la ebriedad que le provoca, cuando se pone a revolotear, sacando brillo y limpiando mis pertenencias repetidamente, y luego se tumba a declarar que los movimientos de manos son fascinantes.

—Lleno —insiste.

—Medio. —Puesto que así podríamos estar eternamente, añado—: Y no dispensaré a Dona de sus tareas, de modo que podrás continuar con tu extraña obsesión por su producto de limpieza.

—Hecho —responde y agita las alas.

—Hasta mi vuelta —me despido.

Empujo el panel de madera junto a la chimenea, que se abre para revelar una serie de pequeñas palancas de acero. Tiro de una y, con un suave zumbido, se separa una gran parte rectangular de la pared que desciende despacio hacia el jardín. Los engranajes murmuran mientras baja la rampa y finalmente se posa sobre la hierba. Lo incorporé a mi habitación cuando mi padre estaba en uno de sus muchos viajes, una perfecta y silenciosa salida de la casa.

Mientras bajo al jardín, Derrick dice:

—Dale de mi parte un mensaje a Kiaran.

—Déjame adivinar: «Te haré daño si algo le ocurre a la dama en cuyo vestidor resido. Además, eres un asqueroso insulto de cinco letras que empieza por C». ¿Me he acercado?

—Y tengo planeado comerme su corazón un día de estos.

—Cierto. Maravilloso. Se lo diré.

Empujo la palanca escondida detrás de unos setos altos y la pared se cierra detrás de mí. Luego me agacho, giro la esfera para activar el mecanismo de cierre y me escabullo por el jardín privado de mi casa hacia la plaza Charlotte.

Las calles de la Ciudad Nueva siempre están vacías pasada la medianoche. Todas las casas están a oscuras y el entorno en silencio salvo por el sonido de mis pasos al cruzar la calle a toda velocidad. Las farolas proyectan largas sombras sobre el césped mientras atravieso el jardín del centro de la plaza. Una ligera lluvia me humedece el pelo y la suela de mis botas chapotea en la tierra.

Me permito echar un vistazo a las máquinas voladoras aparcadas en el jardín de la plaza, una de ellas es mía. El diseño que inventé y finalmente fabriqué fue un ornitóptero, inspirado en algunos de los esbozos de Leonardo da Vinci, en su fascinación por la fisiología de los murciélagos. El espacioso interior alargado y la envergadura tienen el propósito de imitar el cuerpo y el movimiento de un murciélago durante el vuelo. En su posición de descanso, las alas se recogen a los lados.

De todos mis inventos, este es el más preciado. Si no hubiera quedado con Kiaran, lo cogería para planear sobre la ciudad y deslizarme por las nubes neblinosas por encima de Edimburgo.

Pero esta noche, corro. Respiro el aire frío y me siento tan viva que podría rugir. La oscuridad en mi interior se despliega y se adueña de mí, algo devorador que aporrea la simple ansia de sangre y venganza juntas a un ritmo constante.

Para eso vivo ahora. No para tomar el té, reuniones ni picnics en el Nor’ Loch, o para la correcta conversación de espalda recta, barbilla alta y hombros hacia atrás, acompañada de sonrisas falsas. Ahora vivo para perseguir y matar.

Los adoquines, resbaladizos por la lluvia, brillan bajo la luz de las farolas delante de mí. Corro por la calle y mis botas atraviesan charcos que empapan el dobladillo de mi abrigo.

La electricidad resuena en el interior del reloj de la torre mientras paso a toda prisa por delante. El cristal translúcido cubre los laterales del edificio y una luz dorada sale de un sistema que ilumina toda la Ciudad Nueva. Paso los dedos por el cristal resbaladizo, observando las bombillas palpitantes del interior. Son tan brillantes que puedo ver a través de la carne de mi palma los huesos metacarpianos definidos que hay debajo.

Empiezo a caminar cuando llego a la calle Princes y cruzo al lado más cercano al parque. La lluvia me cae sobre el rostro mientras miro hacia la parte sur de la ciudad.

Desde aquí puede verse el castillo, aunque las densas nubes oculten la torre del homenaje y el saliente rocoso que forma sus cimientos. A mí, el castillo siempre me ha parecido tallado del mismísimo risco que surge imponente sobre el Nor’ Loch.

Aunque se ha secado el lago y se ha convertido en jardines, siempre he oído que se referían a él por su antiguo nombre. Ahora flores, hierba y árboles separan la vieja ciudad de la nueva. En la oscuridad, el espacio verde parece extenso, vacío, tan por debajo del nivel de las calles que las luces no lo alcanzan por ningún lado.

Más allá del parque, la Ciudad Vieja apenas está iluminada. Unas nubes densas rodean los altos edificios apretujados que se aferran al peñasco rocoso. Una luz titilante sale de las ventanas abiertas y dispersas, de las velas rudimentarias, hechas de grasa de ganado. Es todo lo que pueden permitirse en la Ciudad Vieja para iluminar sus hogares. Allí no tienen electricidad. Las luces de gas bordean la calle principal y su resplandor se atenúa por culpa de una neblina húmeda y cada vez más espesa que flota sobre el suelo.

Las hadas frecuentan la Ciudad Vieja más que cualquier otro lugar de Edimburgo. Hay muchas calles sin salida escondidas entre los edificios a las que pueden llevar a sus víctimas. Cuando finalmente se descubren los cuerpos, las autoridades no sospechan nada. Muchas personas mueren aquí enfermas. Los asesinatos de las hadas casi siempre se atribuyen a la peste, que se propaga con facilidad por los barrios sucios y atestados de gente de la Ciudad Vieja. Las autoridades ignoran las conversaciones de los residentes sobre espíritus vengativos, seres feéricos y maldiciones, porque creen que no son más que palabrería retrógrada y supersticiosa. Yo, en cambio, sé de qué hablan.

Cruzo North Bridge, que conecta la Ciudad Nueva con la Ciudad Vieja. Un grito eufórico y esporádico retumba en alguna parte del interior del laberinto de la Ciudad Vieja. En High Street, unas cuantas personas deambulan tambaleándose por los adoquines. Un caballero con un abrigo que le queda grande está sentado bajo una farola de gas, cantando.

Me acerco al lateral de un edificio para evitarlos y continúo hacia High Kirk. Las nubes de lluvia han bajado lo suficiente para ocultar la parte superior de la catedral y los edificios delante de mí. Los golpes secos de mis botas retumban por la calle vacía a cada paso.

Entonces lo saboreo, un fuerte poder feérico que todavía no puedo identificar. Sonrío. Mi primera víctima de la noche. Ojalá fuera la baobhan sìth.

El hada me seguirá hasta que encuentre el lugar perfecto para atacar. A las hadas les encanta la caza, que se basa en el poder, el control y el dominio. Todo aumenta en el momento en que se dan cuenta de que no soy una presa.

Estoy a punto de volver sobre mis pasos a los jardines, cuando me llega todo el sabor del poder feérico. Lanzo la cabeza hacia arriba y saboreo brevemente la sensación.

Miel, tierra y naturaleza en estado puro, miles de sabores que resultan difíciles de describir. El gusto de lo salvaje… Correr entre los árboles con el viento en mi cabello mientras golpeo con los pies la tierra blanda. El mar en una mañana neblinosa, con arena y agua arremolinándose alrededor de mis piernas. Un sabor que evoca imágenes que parecen reales e importantes.

Tan solo he conocido a un hada con ese distintivo.

Antes de que el sabor sea más fuerte, echo a correr hacia el castillo. Mi respiración se acelera en fuertes y rápidos jadeos. El hada me sigue en silencio, pero va a mi ritmo.

Sonrío burlonamente y me meto en un callejón estrecho. Estoy rodeada de paredes y se acentúa el olor a tierra, piedra y humedad. No veo ni oigo nada salvo los latidos de mi corazón y mis rápidas pisadas, aunque eso no importa mucho. He memorizado los interminables escalones, curvas y pasadizos de la Ciudad Vieja.

Otro callejón estrecho, este en las cámaras subterráneas, bajo los edificios. Rozo las paredes con los hombros, pero no aflojo el paso. Cuento hasta que alcanzo las escaleras ante mí —uno… dos… tres… cuatro… cinco— y luego salto los peldaños de piedra. Dos giros bruscos más y salgo de bajo tierra. Las farolas de gas iluminan el camino a oscuras mientras corro hasta otro pequeño recodo.

Es lo bastante estrecho para poner un pie en cada pared y trepar el pasadizo con facilidad hasta llegar a la parte superior.

Y espero.

Una docena de latidos rápidos más tarde, una figura alta atraviesa corriendo la entrada. El ser feérico se detiene detrás de mí y deja el cuerpo inmóvil. Su respiración es silenciosa; no se ha quedado sin aliento por nuestra persecución. Comienza a avanzar, despacio, sin hacer ruido.

Apoyando mi peso en las manos, me dejo caer de las paredes y me abalanzo sobre él.

«Te pillé, Kiaran MacKay».