CAPÍTULO 6
—¡Qué brujilla más tonta! —exclama Derrick—. ¿Qué haría yo con un alma?
A pesar de su tamaño, la voz de Derrick es tan grave y masculina como la de un hombre. Vuela sobre mi mesa de trabajo y se posa en un trozo de chatarra. La luz a su alrededor pierde intensidad y revela a una criatura pequeña y hermosa, con una nariz diminuta, la piel pálida y una mata de pelo oscuro sobre la cabeza. Unas finas alas traslúcidas salen de su camisa de lino y enmarcan su cuerpo diminuto. Una bolsa de muselina le cuelga del hombro y descansa sobre la cadera.
Derrick reside en mi vestidor, donde me arregla la ropa por un cuenco de miel al día. Aunque a veces hace justamente lo contrario a arreglar. Reconozco la tela de sus pantalones negros. Es uno de los vestidos de luto de los que no me deshice hace semanas.
—Sus miedos no son del todo infundados. Tus hermanos feéricos sí parecen disfrutar consumiendo… —vacilo, pues no quiero ofenderle.
Es pequeño, pero puede armar una buena si se siente insultado.
—¡Arg! Eso es asqueroso. Las almas humanas saben a gachas, ¿sabes?
Demasiado para ofenderle.
Las criaturas feéricas menores como Derrick no cazan humanos. Podrían coger energía si quisieran, pero nunca sería suficiente como para matar o herir gravemente a una persona. Si fueran tan poderosas como los otros seres feéricos, no habría dejado a Derrick vivo cuando le descubrí en el jardín trasero unas noches después de que mi madre muriera.
Inclino la cabeza hacia la puerta.
—¿Te importaría explicar eso?
—Son paneles de madera —responde—. Muy sólida. Huele bien.
—Ya sabes a lo que me refiero. Dona puede oírte. —Se limita a parpadear, es evidente que no le preocupa en absoluto. Refunfuño—. Creía que solo los hombres tenían la Visión. Tú me lo dijiste.
Derrick se encoge de hombros.
—Ella no la tiene. No es más que un tanto perceptiva, eso es todo.
—Ya veo.
—No hace falta ponerse así —dice. Se ilumina y el halo que lo rodea brilla con una luz dorada—. Solo puede percibirme de vez en cuando. La mayoría de las veces ignora mi presencia como el resto de los tuyos.
—No me importa. ¿Desde cuándo lo sabes?
Coge un piñón suelto de la mesa y lo examina.
—Desde hace una semana.
—¡Siete días! ¿Y no pensabas decírmelo?
Derrick no parece preocupado en lo más mínimo, como si le hubiera preguntado por qué no se había molestado en contarme de dónde saca la tela para hacerse los pantalones.
Considero la peor situación posible. ¿Y si alguna vez me sigue un hada a casa? ¿Y si se da cuenta de que mi doncella puede percibir de vez en cuando a los seres feéricos? Los humanos sensibles y los videntes tienen más energía para extraer que un humano normal. Esa muchacha es un objetivo andante y ni siquiera lo sabe.
—No creí que tuviera importancia —murmura—, puesto que no voy a hacerle daño.
Mete el piñón en su bolsa.
—Devuélveme eso, ladrón —digo.
—Pero…
—Y todos los demás.
Derrick saca a regañadientes la pieza de la bolsa y la tira encima de la mesa. Y otra. Y otra.
—No despedirás a Dona, ¿no?
—Por supuesto que sí —contesto—. Cielo santo, esa pobre chica debería abandonar el país. No creo que tengan hadas en el Caribe, ¿no?
Derrick me mira como diciendo: «¡Qué más quisieras!».
—Es la que mejor limpia mi casa —se queja, sacando de la bolsa un botón dorado que parece sacado del armario de mi padre—. Cuando limpia, utiliza esa sustancia con aroma a rosas, que me recuerda a la primavera, cascadas y damas encantadoras.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Debo entender que quieres que mantenga a mi inconsciente doncella en una situación peligrosa porque disfrutas del olor de su solución para limpiar?
—Bueno. —Parece bastante avergonzado—. Sí.
—Al menos eres sincero. —Abro la puerta del vestidor y gruño. Es un lío de volantes y seda, faldas y enaguas esparcidas por todas partes—. No me extraña que quieras que siga aquí. Alguien tiene que ordenar esto.
Las alas de Derrick zumban mientras vuela hacia mi hombro y se posa.
—Preferiría que no lo hiciera. A mí me gusta así.
—Es espantoso.
—¿Cómo te atreves? —Me roza la oreja con las alas—. ¡Estás metiéndote con mi casa!
Las alas empiezan a hacerme daño.
—Compórtate u hoy no te daré miel.
Derrick se calma y se sienta junto a mi cuello.
—Qué cruel eres.
Si quisiera, Derrick podría robar en cualquier sitio. Pero es mi reserva de miel y la constante necesidad de que me cosa la ropa lo que lo convierte en el ser más feliz del mundo. Las criaturas feéricas pequeñas son costureras compulsivas. Se las conoce por robar ropa usada solo parar usar los dedos; Derrick dice que así mantiene entrenada la mano de la espada. La miel es lo único que pide por los servicios prestados, aunque suelo ofrecérsela cosa o no. Le encanta.
—Es una maravilla vivir conmigo y lo sabes —digo—. Así que, si no te importa, voy a tomar prestada tu casa para desvestirme.
Derrick se levanta de mi hombro y vuelve volando a la mesa. Supongo que robará más piezas mientras estoy distraída.
Cierro la puerta del vestidor y pulso el botón de la luz. Apenas hay vestidos en las estanterías. El aroma a rosas sigue en el aire. De mala gana admito que Derrick tiene razón, huele divinamente.
Con destreza, me desato el lazo alrededor del pecho. La sangre está pegada a la tela y hago un gesto de dolor mientras salgo de las muchas capas de enaguas y prendas interiores que me han oprimido toda la noche. Las fundas de mi pistola y del sgian dubh son las siguientes.
Mi revisión revela cinco cortes superficiales y cuatro profundos, que atraviesan mi piel pecosa justo debajo del pecho. Los más graves requerirán puntos.
Paso los dedos por los verdugones curados en otra zona de las costillas. Nadie sabe que bajo mis bonitos vestidos escondo un cuerpo con cicatrices, cortes y cardenales. Las viejas heridas se esparcen por los muslos, el estómago y la espalda. Son mis insignias. Mis símbolos secretos de supervivencia y victoria. Y venganza. Puedo nombrar a las hadas que causaron las cicatrices, y recuerdo cómo maté a cada una de ellas.
Con un suspiro, abro la tapa de mi baúl y saco un equipo de sutura. Me tumbo entre mis vestidos esparcidos y giro la llave de la parte inferior de la caja. Las minúsculas arañas mecánicas reptan por mi pecho y abdomen para coser la carne desgarrada.
Cierro los ojos. Escucho cómo se mueven sus cuerpos, el susurro de las piececitas mecánicas trabajando en el interior mientras las diminutas patas se arrastran por mi piel. Me pinchan una y otra vez, cauterizando y ensartando el tenue tendón por mi piel sensible. Por fin noto que terminan y vuelven a meterse en la caja.
El vestidor está en silencio cuando abro los ojos y devuelvo el equipo de sutura al baúl. Tengo el vientre manchado de sangre alrededor de cuatro heridas cosidas que se convertirán en nuevas insignias.
Busco un trapo con el que limpiar la sangre y encuentro una vieja tela escocesa, hecha jirones, que hay debajo de los vestidos.
No puedo respirar. Tengo los ojos vidriosos y me duele el pecho.
Meto la tela dentro del baúl y lo cierro con un fuerte golpe, intentando recuperar el aliento.
Derrick debe de haberla sacado del fondo del vestidor. Ojalá pudiera quemarla, aunque sea el último recuerdo que tenga de mi madre. Conseguí rescatarla antes de que mi padre ordenara que se llevaran de la casa la mayoría de sus efectos personales. Dijo que no podía volver a verlos, como si su presencia le diera esperanzas de que ella iba a regresar.
Lo entendí. Hasta este último recuerdo de la vida de mi madre hace su ausencia mucho más notoria. Así que la tela escocesa se queda escondida, donde no me sienta tentada a abrazarla, a dormir con ella o a llevarla puesta en un pobre intento de fingir que ella está viva. Esa actuación haría la realidad mucho más dolorosa.
Cojo un pañuelito del suelo y lo mojo en el cuenco de agua que Derrick deja para mí junto a una fila de zapatillas. Siempre prevé que llegue a casa con una herida que necesite limpiarse. Siempre tiene razón.
Limpio con cuidado la sangre de la piel y me pongo el camisón. Al salir del vestidor, Derrick está sentado con las piernas cruzadas en mi mesa de trabajo, revisando concienzudamente las piezas metálicas, sin duda escogiendo cuál será la próxima que robe.
—Sal de aquí —digo, dándole al interruptor de la chimenea.
Una chispa bajo el carbón hace aparecer unas llamas que se elevan y tiro el pañuelo ensangrentado al fuego.
Derrick vuela para posarse sobre la silla alta y rosa que hay junto al sofá.
—Pero es que están ahí, tan brillantes, sin que nadie las use…
—¿Y qué tal otro proyecto para mantenerte los dedos ocupados? —Sostengo mi traje de baile destrozado—. ¿Ves? Ha quedado totalmente arruinado, justo como a ti te gusta.
La luz estalla a su alrededor.
—¿Qué demonios ha pasado? —grita Derrick.
—Un retornado —respondo. Le tiro el vestido y Derrick lo coge fácilmente por la manga. Sé que los pixies son más fuertes de lo que aparentan, pero su fuerza natural todavía me sorprende—. Me vendría muy bien que me lo arreglaras.
Por fin he aprendido a no darle nunca las gracias cuando me cose los vestidos. Se ofenden muchísimo ante la gratitud.
Derrick deja caer el vestido sobre el sofá y examina los daños.
—Ha estado a punto de hacerse contigo, ¿no? —murmura.
—Sí.
Aprieto los dedos contra mis nuevas insignias. Todas cuentan historias, cada una de ellas distinta e importante. Una, la cicatriz más larga, la que se extiende por toda la columna vertebral, fue la primera. Narra la historia de una chica que acababa de perder a su madre y estuvo a punto de morir cuando salió al mundo con armas de hierro. La chica que más tarde se convertiría en una asesina.
Me siento en mi silla de trabajo y cojo una vieja leontina que hay entre las piezas metálicas.
—Le disparé, por supuesto —murmuro.
—Bien hecho —dice Derrick. Levanta mi vestido para examinarlo y agita una vez las alas—. ¿Le cortaste la cabeza?
Suena esperanzado. Las criaturas feéricas pequeñas detestan a los seres feéricos más grandes por ser tan patéticos como para vivir de la energía de seres menos poderosos. Lo consideran una debilidad.
—Desde luego que no. ¿Qué diantre iba a hacer yo con la cabeza de un retornado?
Se ilumina aún más; la piel irradia un tono dorado.
—Se corta como trofeo, se pone en una estaca y se muestra en el jardín trasero donde todo el mundo pueda admirarla.
—Derrick, eso es asqueroso.
Aunque, a mi pesar, en realidad me parece gracioso.
—¿Eso crees? —Saca hilo y aguja de su bolsa—. Cuando era joven, presumíamos de nuestros trofeos, bailábamos a su alrededor y nos atiborrábamos de fruta.
—No sé cómo responder a eso.
Derrick se limita a sonreír y comienza a coser el vestido.
—¡Ah, qué buenos recuerdos! —Niego con la cabeza, y mientras me inclino para arrancar el destornillador de la mesa, añade—: Tengo noticias.
Me quedo paralizada y sin aliento. «Noticias». Cuando Derrick tiene algo que decir, siempre está relacionado con la criatura feérica que mató a mi madre, con su último asesinato. Tiene una red de hadas diminutas —brownies, fuegos fatuos, buachailleen, por nombrar unas cuantas— que charlan, siempre dispuestas a dar información a cambio de miel. Últimamente, mata con más frecuencia, una vez cada pocos días.
—¿Sí?
Intento parecer calmada, trato de evitar que surja el ansia de venganza. Todas las noches, cazo con la esperanza de que la próxima hada a la que encuentre sea ella. Nunca lo es. Los seres feéricos que elimino son meros sustitutos de la que más deseo.
—En Stirling, esta vez.
—¿Cuántos?
Me tiembla la voz.
—Uno.
Me levanto de la silla con tanta prisa que se tambalea y casi la vuelco. Camino a grandes zancadas hacia el fondo de la habitación y me pongo delante del timón montado de la goleta. Incrustado en la madera hay un pequeño botón, apenas visible, que aprieto suavemente, con los dedos temblorosos. Una parte de la pared se desliza hacia fuera y gira para mostrar un mapa oculto de Escocia en el dorso.
Aberdeen. Oban. Lamlash. Tobermory. Dundee. Inverness. Portree. Cientos de lugares por todo el país, de las islas y las Hébridas Exteriores. Los he marcado todos con un alfiler y les he atado cintas carmesíes alrededor para contar los asesinatos en cada ubicación.
Según tengo entendido, es la última baobhan sìth que existe. Mata siempre bajo el mismo patrón: no más de tres víctimas en el mismo sitio. Nunca permanece en ninguna parte demasiado tiempo. Encuentra a su presa en un camino por la noche y la atrae, ya sea por su fuerte control mental o por su belleza de otro mundo. En cuanto la atrapa, le abre la garganta y bebe su sangre. Hubo una excepción en su forma de actuar: mi madre. A ella le arrancó el corazón.
Cierro con fuerza los ojos ante el recuerdo. «No pienses en ello —me digo a mí misma—. No pienses en ello. No pienses en ello. No pienses en ello. No…».
—¿Aileana? —me llama Derrick, vacilante.
Me aclaro la garganta, abro los ojos y saco un alfiler y una cinta de la bolsa de cuero que cuelga junto al mapa.
—Estoy bien.
Pincho el alfiler en el mapa y ato la cinta alrededor.
El mapa está lleno de alfileres y lazos; hay muy pocos lugares que no se hayan visto afectados por su diversión. Ciento ochenta y cuatro asesinatos en el último año. Ha estado más ocupada que yo. Empecé a seguirle la pista dos semanas después de que matase a mi madre. Nunca he podido alcanzarla o encontrarla antes de que se traslade a otro sitio. No puedo impedir ninguno de sus asesinatos. Así que he estado esperando con calma, preparándome para ella, entrenándome para el día en que volvamos a encontrarnos.
Ha estado trabajando duro en las Tierras Altas durante los últimos quince días, avanzando cada vez más hacia la ciudad. Ahora es tan solo cuestión de tiempo. Y me he vuelto muy paciente.
Derrick se posa sobre mi hombro y las alas me rozan ligeramente la mejilla.
—Me han dicho que viene de camino.
—Por supuesto.
Sonrío y aprieto el botón para ocultar el mapa de la vista.
Me siento otra vez a mi mesa de trabajo y desenrosco la cubierta del dorso del reloj de bolsillo. En cuanto la quito, levanto con cuidado la parte central, dejando intactos sus diminutas ruedas y alambres.
Con el ceño fruncido, estudio las tres partes separadas del reloj, cómo funciona cada parte y cómo encajan unas con otras. Lentamente desmonto el mecanismo, memorizando la posición de cada componente mientras los extraigo. Algunas piezas son tan minúsculas que debo llevar mis gafas de aumento cobrizas para verlas mejor.
Casi todas las noches encuentro un nuevo proyecto. Cuando mi madre estaba viva, solía ayudarme a construir pequeños artilugios para la casa. Faroles que se encendían y apagaban chascando los dedos, un juego de té que servía solo o una mano metálica flotante para coger los libros del estante más alto de la sala de estar.
Los destruí todos cuando murió. Dejé de hacer objetos frívolos. Ahora las piezas se convierten en armas, todas diseños míos. Cada vez que se rompe una, creo otra.
Nunca sé de antemano lo que voy a inventar. A veces me siento con poco más que una idea y trabajo durante la noche hasta convertirla en algo real. Lo que sea con tal de dormir lo menos posible. En esta ocasión me preparo para la baobhan sìth.
Busco en un cajón y saco mi diario. Cuando llega la inspiración, bosquejo hasta que se me quedan los dedos negros del carboncillo, y no tardo en diseñar las partes del reloj y los complementos necesarios para transformarlo en un arma. Hago algunos cálculos y escribo las cantidades de azufre, carbón, nitrato de potasio y seilgflùr en una esquina de la página.
Derrick alza la vista de su tarea.
—¿Qué arma estás haciendo esta vez?
Sonrío.
—Oh, ya lo verás. Va a ser espléndida.
Cuando regrese la baobhan sìth, estaré preparada para enfrentarme a ella. Le haré arrepentirse de sus ciento ochenta y cuatro asesinatos.