CAPÍTULO 5
Una risa escandalosa sale del sótano cuando entro en la antecámara; el personal de la cocina debe de estar relajándose después de sus tareas. Las demás dependencias están vacías, puesto que mi padre rara vez está en casa.
Hay un farolillo encendido en la pared del otro extremo, que proyecta sombras por el vestíbulo. Le doy al interruptor para apagarlo y subo las escaleras hacia mi habitación, pasados los retratos de mis antepasados. El cuadro de nuestra familia colgaba antes en la parte superior, hasta que mi padre lo puso en una de las otras habitaciones tras la muerte de mi madre. El gancho que lo sujetaba todavía está ahí, destacando sobre el papel claro de la pared.
En mi habitación por fin, tiro de la palanca junto a la puerta para encender el mecanismo de las luces. Los engranajes del techo chasquean y susurran. Las lámparas colgantes sujetas a las vigas en lo alto parpadean y luego se iluminan.
Mi habitación se parece al interior de un barco. Las paredes están revestidas de teca, con pequeñas bombillas entre los paneles de madera. Hay un timón de una goleta escocesa colocado en la pared del fondo, rodeado de mapas de las Hébridas Exteriores, y el vidrio de mar suspendido que mi madre y yo recogimos de las playas en varias vacaciones.
La habitación se construyó según mis precisas especificaciones. Mi madre se sentaba horas conmigo esbozando los planos. Este había sido otro de nuestros proyectos, uno de entre muchos. No fue hasta después de su muerte que contraté a un equipo para que la remodelaran, e incluso aporté algunos aspectos ocultos propios.
Como siempre, está hecha un desastre. Mis últimos intentos de armas de ingeniería para matar hadas están tirados sobre una mesa de trabajo de caoba en medio de la estancia. El resto de mi arsenal está escondido en un baúl cerrado con llave al lado del sofá rojo de terciopelo. Cansinamente, me muevo para sentarme y me quito las zapatillas cuando oigo que llaman a la puerta.
—¿Sí?
La puerta se abre y asoma mi doncella.
—¿Puedo entrar, lady Aileana?
—Por supuesto.
Dona cierra la puerta. Mi padre la contrató hace tres semanas para que me vistiera y me ayudara a prepararme para las reuniones sociales. Dona, que no tiene más de quince años, es una muchacha tímida, de pelo rubio claro, metido bajo una cofia de lino. Es bastante más baja que yo y con frecuencia tiene que ponerse de puntillas para llegar sin problemas a los botones superiores de mis vestidos.
Me levanto y Dona se coloca detrás de mí para desabotonarme la ropa. Si no estuviera aquí, me sentiría tentada de arrancarme esta cosa insufrible y tirarla por la habitación.
—¿Ha dicho algo, mi señora?
—¿Mmm? —Dios, ¿he hablado en voz alta sin darme cuenta? Me froto los ojos—. Estoy cansada.
—¿Lo pasó de maravilla en la reunión? —pregunta.
«Oh, sí. Maté a un hada. Mi quinta esta semana».
Me aclaro la garganta.
—Estuvo bien.
Dona sigue desabotonando y luego se detiene.
—Disculpe, mi señora, pero ¿esta cinta estaba aquí antes? No recuerdo…
—La puse yo —contesto de inmediato—. Si me desabrochas el corsé, terminaré de quitarme el resto yo sola.
Debido a mi agotamiento, me había olvidado completamente de la cinta. Hasta la más discreta de las doncellas podría dejarse llevar por el pánico al ver el canesú destrozado y las heridas. He tenido suerte de que la sangre no se haya filtrado. Se me da bastante bien mentir si la ocasión lo requiere, pero hasta a mí me costaría explicar esto.
Dona vacila, pero dice:
—Muy bien. —Termina con los botones y empieza a desatar el corsé—. Estaba preguntándome si ha visto por aquí ratones.
—No. ¿Tenemos una plaga?
—No… precisamente. —Dona se inclina hacia delante para susurrar—. He oído unos chirridos, mi señora. Venían de su vestidor.
—¡Pero bueno! —contesto secamente.
Ojalá fueran ratones.
—Y me pareció oír a alguien cantando —masculla, tan bajo que podría haberlo dicho para ella misma.
—¿Alguien cantando?
Me quedo totalmente paralizada y un escalofrío recorre mi espalda.
—No es nada —dice enseguida—. Estoy segura de que lo imaginé.
Trago saliva.
—De todas maneras, haré que MacNab inspeccione mañana mi vestidor.
Me dan ganas de darle un puñado de billetes —suficientes para que aguante hasta que encuentre un nuevo puesto— y decirle que se pire de mi casa y no vuelva jamás a Edimburgo. No, a Escocia.
Dona termina de desatarme el corsé.
—Tenga cuidado con las hadas —dice con un tono de voz risueño—. Mi abuela me contaba que a veces residían en los armarios y los vestidores.
También yo había oído historias de hadas cuando era pequeña. Ningún niño de Escocia se cría sin ellas, o sin una buena dosis de supersticiones.
Pero siempre se habían presentado en cuentos de pesadilla, desde luego nunca como seres reales. El hermano de Catherine solía tomarnos el pelo con esas historias, nos decía que durmiéramos con un ojo abierto no fuera a ser que las hadas se nos llevaran de nuestras camas. Al final, dejé de creer en aquellas tonterías. Hasta que descubrí que los cuentos son verdad.
Hay otros escoceses que siguen creyendo que los seres feéricos son reales, pero estos son cada vez menos. Muy pocos humanos son capaces de percibir a las hadas, y se han reducido los creyentes por los intentos de la Iglesia de Escocia de denunciar las creencias que considera incultas. Aun así, las hadas perviven en los cuentos infantiles de este país.
—¿Qué más te decía? —no puedo evitar preguntar.
—Las hadas acabarán todas las tareas que jamás hubieras imaginado —contesta Dona— a cambio de tu alma. Me dijo que siempre llevase algo de hierro conmigo, para protegerme.
Trago saliva. Ojalá pudiera decirle que el hierro no funciona, que nunca ha funcionado. Que una vez estuve a punto de morir porque creía que me protegería.
—Bueno, eso no es más que una tontería, ¿no?
—Pues sí —murmura Dona no muy convencida. No me cabe duda de que en parte cree en las historias de su abuela. Se aparta—. ¿Necesitará algo más?
—No, gracias. Buenas noches.
Cierro la puerta cuando sale y espero hasta que se pierden sus pasos por el pasillo.
—Derrick —le digo a la habitación vacía—, sal cagando leches del vestidor.
La puerta se abre y golpea la pared. El ligero sabor a especias y pan de jengibre se asienta en mi lengua un instante antes de que una bola de luz, no mayor que la palma de mi mano, salga disparada del vestidor.