CAPÍTULO 4

¿Lord Hepburn? —Le doy una palmadita en la mejilla—. Despierte.

Sus heridas son preocupantes. Una persona más joven puede que sobreviviera, pero lord Hepburn tiene setenta y dos años. Podría sobrellevar la pequeña cantidad de energía que ha perdido, pero los cortes en el pecho son tan profundos que está sangrando por todas partes. Debo ocuparme de ellos enseguida.

Lord Hepburn masculla algo y lo considero una señal alentadora.

—Mi señor —digo pausadamente, intentando mantener un tono de voz bajo—, ¿dispone de equipo de sutura?

Se queja.

—¡Maldita sea! —farfullo—. ¡Despierte!

Parpadea en un intento de abrir los ojos.

—¿Señorita Gordon?

Tiene la mirada vidriosa por el dolor y me observa con los ojos entrecerrados.

Oh, Dios mío. «Gordon» es el nombre de soltera de su esposa. Algunas hadas tienen habilidades mentales que pueden hacer ver cosas a la gente, engañarla para que crea lo que el hada quiere. No me sorprendería que el retornado le hubiera hecho cree a lord Hepburn que estaba en el pasado, conociendo a su futura mujer.

—Sí —contesto con dulzura—. Soy la señorita Gordon y me gustaría saber si dispone de equipo de sutura.

—En mi mesilla de noche.

Su voz apenas es audible.

Gracias a Dios. Muchas familias acaudaladas no se molestan en disponer de ello porque mandan llamar a un médico para que se lo traiga.

Corro hacia la mesilla que hay junto a la cama. Al lado de la lámpara hay una cajita dorada, octogonal. Vuelvo a arrodillarme junto a lord Hepburn y dejo la caja sobre su pecho, encima de las heridas.

Me toca la muñeca a tientas y hace un gesto de dolor.

—No podía ver…

—A su atacante —termino la frase por él, en voz baja—. Lo sé. Bueno, esto quizá le duela un poco.

Giro la llave de latón en la base de la caja y me siento.

Se apartan unos paneles en la parte superior de la caja y se despliega el equipo de sutura en una rendija. Unas arañitas mecánicas caminan por encima de su pecho al tiempo que introducen finos hilos de tendón humano en las heridas. Observo cómo la carne vuelve a unirse con unas suturas perfectamente rectas.

No es completamente indoloro. Lord Hepburn jadea y tiene ligeros estremecimientos mientras me aprieta una mano.

—Ya casi está —le tranquilizo, aunque no sé por qué lo hago; no recordará que he estado aquí.

Sonríe un poco.

—Gracias.

Unos instantes más tarde, se desmaya.

Pienso en lo mucho que he disfrutado la sensación de la muerte del retornado en vez de ayudar inmediatamente a lord Hepburn. Cómo le seguí la pista, más preocupada por la venganza que por nada más. Menuda heroína estoy hecha. No merezco su gratitud.

El equipo de sutura termina su tarea y regresa a la caja metálica. En cuanto se acomoda en su interior, retiro el artilugio del pecho de lord Hepburn y compruebo el pulso del anciano. Es regular bajo las yemas de mis dedos. Otra señal esperanzadora.

Le ayudo a levantarse y lo llevo hacia la cama. Dudo que recuerde algo cuando despierte. En caso contrario, espero que tenga el sentido común de no hablar de su agresor invisible.

Me examino en el espejo que hay cerca del reloj y evalúo los daños. ¡Cielos, soy una pesadilla andante! Unos elásticos rizos de color cobrizo se han soltado del moño que antes era tan elegante el canesú de mi vestido y el corpiño están hechos jirones, y por debajo se me ve la piel bañada en sangre. El retornado llegó a arañarme tan profundamente que también yo tendré que coserme.

Le echo un vistazo al reloj de la pared del fondo y maldigo para mis adentros. La reunión casi ha terminado y no tengo tiempo para quedarme a atender mis propias heridas; estoy segura de que a estas alturas todo el mundo habrá advertido mi ausencia. Lo único que puedo hacer es arreglarme el pelo, y tal vez cortar una de las gruesas cintas de la parte inferior del vestido para atarla sobre el canesú destrozado antes de volver al salón de baile.

Con un suspiro, paso por encima del cadáver del ser feérico para dirigirme a la puerta. Nadie lo verá si lo dejó ahí, puesto que las hadas se descomponen hasta desaparecer en el intervalo de una hora. Incluso si alguien descubriera antes a lord Hepburn durmiendo, el cadáver del hada no sería visible.

Me despido de mi anfitrión durmiente con un gesto de la cabeza.

—Mis disculpas, señor. Pondría un poco de orden, pero tengo otros asuntos que atender.

Cuando vuelvo al salón de baile, ha empezado el último vals. Catherine está sola junto al reloj de pie al lado de la chimenea y sus cabellos brillan a la luz de la lámpara que flota encima de su cabeza. Cambia los pies de posición mientras observa la puerta, como si prefiriera estar en otra parte.

Me dirijo hacia la mesa de refrigerio. Los niveles en los dispensadores de ponche indican que están vacíos.

Tarareando la melodía del vals, me coloco junto a Catherine y me envuelvo en la estola para esconder la sangre que pueda haberse filtrado por la cinta que llevo atada torpemente alrededor del canesú.

—Ya se me ha pasado el dolor de cabeza —digo.

El alivio de Catherine es evidente mientras me pasa mi bolso de mano.

—Gracias a Dios que estás aquí. La gente ha estado preguntando por ti y mi madre ha estado dándome la lata para que nos fuéramos. No sabía durante cuánto tiempo podría entretenerlos a todos.

—Eres una joya. Agradezco tus esfuerzos por mantener mi reputación intacta. —Señalo con la cabeza hacia las parejas—. ¿Por qué no estás bailando?

—Ya sabes que mi madre cree que el vals es indecente.

Contemplo a las parejas bailar. Dan vueltas por el salón con los cuerpos pegados. Cercanos, íntimos. Como deberían ser los bailes.

—Tu madre encontraría indecente hasta la pata de una silla —le digo.

A Catherine se le escapa la risa, con un sonido satisfactoriamente impropio de una dama.

—¡Aileana!

—¿Qué? Creo que hace unos cuantos años que el vals se considera aceptable.

—Oh, díselo a ella —responde Catherine secamente—. Me encantaría oír cómo le echa mi madre el sermón a otra persona al respecto.

—A todo esto, ¿dónde está la apreciada dama? —Echo un vistazo a la habitación—. ¿Aprovechando la oportunidad para acercarse en tu nombre a los caballeros que quedan?

—Me temo que ya se han hecho mis presentaciones. —Catherine señala con la cabeza hacia un lugar sobre mi hombro—. Está… ejem… fulminándote con la mirada.

Me doy la vuelta. Lady Cassilis está rodeada de sus amigas, las otras matronas de Edimburgo cuyas hijas aún permanecen solteras. Sin duda han estado hablando de sus planes para atrapar a los pobres tontos de Edimburgo, pero al parecer la vizcondesa no está escuchando.

¡Cielos, podría espantar a un retornado con esa cara! Reviso mi lazo torcido. Quizá tengo peor aspecto del que pensaba. Lady Cassilis probablemente esté preguntándose otra vez por qué dejó que Catherine la convenciera de que se responsabilizara de mí en las reuniones formales.

Con una dulce sonrisa, saludo a la vizcondesa con los dedos. Lady Cassilis parece más horrorizada que si la hubiera escupido.

—¿Me lo tomo, entonces, como si estuviera enfadada conmigo?

Sonrío a Catherine abiertamente.

—¡Te has perdido cinco bailes! Claro que está enfadada contigo. Espero que tu dolor de cabeza mereciera la pena.

—Sí —respondo.

Catherine estudia mi pelo, mi cara y el embarazoso estado de mi vestido.

—Perdona que sea tan directa, pero tienes un aspecto espantoso.

Indiferente, agito una mano entre nosotras. Arreglarme el pelo no es uno de mis grandes talentos. Y, por lo visto, tampoco lo es atarme una cinta alrededor del vestido para ocultar las heridas.

—Qué cosas tan horribles me dices —respondo—. ¿Y si acabara de escapar de una situación peligrosa?

Catherine me examina de pies a cabeza.

—Por los pelos, supongo.

—Tu confianza en mí es estimulante. —Echo un vistazo a mi alrededor. Nadie nos presta atención. Algunos grupos han comenzado a salir por las puertas al dar por acabada la noche—. ¿Ves? Nadie más se ha dado cuenta de mi aspecto.

—Están todos achispados por el ponche. Alguien ha debido vaciar una cantidad considerable de alcohol.

Así que por eso los dispensadores estaban vacíos.

—No puedo creer que me lo haya perdido —exclamo—. ¡Qué desilusión!

—No cambies de tema. Cuéntame qué ha pasado.

—Muy bien. Había un ser feérico. —Decido revelar parte de la verdad, solo para ver cómo reacciona—. Uno especialmente desagradable, como de los que tenías miedo antes, los que vivían debajo de la cama.

—Vale —dice Catherine secamente—. Guárdate tus secretos. Pero exijo más galletas el miércoles como compensación por dejarme abandonada la mitad de la noche.

—Hecho.

Después de unas cuantas largas despedidas entre lady Cassilis y sus amigas, ella, Catherine y yo subimos a un carruaje aéreo para recorrer el trayecto de una hora de vuelta a casa desde la finca de los Hepburn en el campo. Catherine trata de entablar una conversación correcta, pero al final hasta sus buenos modales fracasan. Lady Cassilis mira por la ventana con gesto solemne. Los únicos ruidos son el susurro del motor y las alas del carruaje agitándose al atravesar unas nubes espesas.

El carruaje sigue en silencio mientras aterrizamos en la plaza Charlotte. El cochero de lady Cassilis me ayuda a bajar y cierra la puerta. Lady Cassilis abre la ventana e inclina la cabeza hacia mí, despidiéndose sin mediar palabra. Es evidente que no me ha perdonado.

Le devuelvo el gesto con un movimiento de cabeza —qué criatura más mezquina soy— y sonrío a Catherine.

—Buenas noches, Catherine.

—Te veré el miércoles —dice Catherine—. Que duermas bien.

Lady Cassilis resopla y cierra la ventana.

El cochero y yo caminamos hasta la acera frente a mi casa. El número 6, un edificio alto y blanco, de diseño neoclásico, es la residencia más grande de la plaza. Nueve ventanas adornan su fachada delantera —algo de lo que mi padre está particularmente orgulloso, a pesar de lo carísimos que están los impuestos de las ventanas en este país—, con columnas de piedra entre las seis superiores. El interior permanece a oscuras, excepto por la luz que se filtra entre las cortinas de la antecámara.

Se levanta una brisa fría que me alborota los cabellos. Me estremezco y me abrigo con la estola que me envuelve los hombros mientras el cochero me acompaña hasta las escaleras y me deja en la entrada.

La puerta está siempre abierta, así que no tengo que llamar para que me abra un sirviente.

—Gracias —le digo—. Puede dejarme aquí.

El motor del carruaje arranca con un estridente silbido y un resoplido mientras las alas a los lados de la máquina se agitan tres veces. Con un gemido, se eleva de la calle de adoquines. El vehículo despide un cálido vapor hacia mí al ascender lentamente y desaparece en las densas nubes de lluvia.