CAPÍTULO 38

No seré lo bastante rápida, no lo seré más que las hadas que me persiguen a caballo. Vuelvo a correr hacia la locomotora, tan deprisa que apenas respiro. Piso unos charcos que me empapan las botas. La lluvia cae sobre mi piel, fría e implacable. Salto sobre los cadáveres de los soldados feéricos caídos y trato de no pensar en el destino de Kiaran si consigo activar el sello.

Por el rabillo del ojo, algo oscuro y reluciente se abalanza sobre mí. Caigo al suelo rodando. El cù sìth salta por encima y cae en la hierba. El instinto se apodera de mí. Los cuchillos que no recuerdo haber sacado ya están en mis manos cuando me lanzo hacia el perro para atacarle.

Ni siquiera me detengo a disfrutar de la muerte. Estoy de pie y corro de nuevo por el prado. Oigo galopar unos caballos detrás de mí y sé que no tengo mucho tiempo. Los seres feéricos están empezando a recuperarse.

No queda mucho para llegar a la locomotora. Me duele todo el cuerpo por el esfuerzo de seguir corriendo. Me arden las piernas. Tengo la garganta seca y me cuesta respirar.

Tiro de la puerta para abrirla, salto al interior y le doy a los interruptores que arrancan el motor antes de que se cierre la puerta.

—Rápido —susurro para mis adentros, girando el botón para activar la velocidad máxima posible.

El motor vibra al encenderse. Solo entonces miro atrás y veo las hadas a caballo dirigiéndose directamente hacia mí. Desenfundo un cuchillo, preparada para luchar otra vez si hace falta. Pero Kiaran ya está ahí, saltando para atacar a las criaturas feéricas.

Vuelvo mi atención al manejo de la locomotora, pero se cala.

—Vamos —mascullo, apretando los pedales con los pies.

—¡Deprisa, Kam!

El poder de Kiaran ruge a nuestro alrededor. El poder chisporrotea por el prado, una luz cegadora, abrasadora, que me quema las mejillas. Muevo con fuerza la palanca, pero el motor sigue parado.

—¡Kam!

—¡Estoy intentándolo!

Justo entonces, uno de los daoine sìth a caballo tira de las riendas de su montura y extiende la mano hacia mí, con los dedos separados. «Oh, maldici…».

La luz sale de su mano.

Abro la puerta para salir de la locomotora y mi cuerpo se estampa contra el suelo. Grito cuando me cruje la muñeca bajo mi peso.

La locomotora explota. Me llevo las rodillas al pecho y me cubro la cabeza mientras trozos de hierba y metal caen al suelo. Un gran fragmento afilado se clava en el suelo junto a mi cara.

«¡Levántate, levántate!».

Me pongo de pie, ignorando el intenso dolor de la muñeca. Los poderes de Kiaran ya están curándola.

Delante de mí, veo un caballo de metal sin jinete. Cruzo el prado a toda velocidad y salto sobre el lomo del animal para sentarme a horcajadas en la silla. El caballo relincha en señal de protesta y se eleva humo de su hocico. Se encabrita, pero me agarro con fuerza a su magnífica crin dorada. Los poderes de Kiaran salen de las yemas de mis dedos, resplandeciendo intensamente. El caballo se calma.

—Arre —le ordeno.

El caballo salta tan rápido que apenas puedo sujetarle la crin. Corre pesadamente por Queen’s Park, por la hierba tan mojada que el agua salpica tan alto que me llega a los pantalones. Debajo, sus cascos golpean tan fuerte y rápido como mi corazón. Pumpum, pum-pum, pum-pum. Acerco el cuerpo al lomo de la criatura, hasta que nos movemos juntos.

No me atrevo a mirar atrás. Tengo miedo de darme la vuelta y encontrarme a Kiaran muerto. Tengo que confiar que nuestra conexión a través de la armadura me avisará si eso ocurre.

Los cascos galopantes detrás de mí no hacen más que preocuparme, pero intento permanecer concentrada y me agarro con fuerza a la crin del caballo. Le espoleo para que vaya más deprisa, más deprisa. El poder chasquea a mi alrededor, cegadoramente brillante.

Un rayo de energía alcanza la hierba cerca de nosotros y el caballo relincha a modo de protesta. Se encabrita y estoy a punto de caer, pero canalizo el poder de Kiaran para tranquilizar a la bestia, para convencerle de que siga corriendo.

Los cascos delanteros del caballo vuelven a tocar el suelo y avanzamos a mucha velocidad, con gran estrépito por el camino de tierra que lleva a la capilla de St. Anthony. Noto el zumbido del artefacto antes de llegar al arco. Entonces bajo de la silla y corro hacia las piedras. Me tiro al suelo y cavo para volver a desenterrar el artefacto.

Miro hacia arriba. Hay más jinetes detrás de mí y sluagh en el cielo sobre mi cabeza. No veo a Kiaran, pero ahora no puedo pensar en eso.

Comienzo cavar con más desesperación mientras el zumbido se oye igual de alto que antes. Finalmente, el oro reluce a través del barro.

Presiono las hendiduras en el lateral de la placa metálica y la luz emana del artefacto justo a tiempo.

Un sluagh choca contra el escudo de luz. Nunca había oído un grito como ese en mi vida, tan lleno de angustia. Observo, impresionada, como el sluagh estalla en llamas blanco azuladas para convertirse en una explosión de hielo y niebla. Después… nada. No hay más que escarcha en el suelo que demuestre la existencia de la criatura.

Las hadas a caballo que me perseguían se detienen en seco en el borde del escudo iluminado. Me rodean, impacientes, con la niebla girando alrededor de sus pies. Sigue sin haber rastro de Kiaran más allá de los seres feéricos que me rodean.

Lonnrach se acerca y contempla el escudo de luz con calma.

—Eso no te salvará.

Tiende la mano y el poder dorado sale de su palma. Alcanza la luz y forma ondas en la superficie como si fuera agua. Los otros seres feéricos se unen, mezclan sus poderes para romper el escudo. No tardará en debilitarse y caer.

Apoyo las manos en el lodo, a cada lado del iuchair. Los anillos internos han cambiado de posición, justo como Kiaran dijo que harían. Recuerdo la disposición correcta del dibujo. Giro los círculos internos de la brújula y los alineo con los símbolos del reloj. Los grabados brillan al alinearse y encajar.

Ahora el resto. La pieza que falta para completar el rompecabezas. Recorro con los ojos los símbolos que he conectado, buscando un patrón. Sigo sin ver nada. ¿Qué significan estás malditas cosas?

El repicar del metal me distrae. Alzo la vista. ¡Kiaran! Debe de haber traspasado el muro de jinetes. Tiene la ropa hecha jirones y hay cortes abiertos por sus brazos.

Kiaran clava su espada en el pecho de un daoine sìth y me mira.

—¡Deprisa! —exclama.

El poder de Lonnrach choca otra vez contra el escudo mientras vuelvo mi atención al iuchair. Pero los símbolos siguen sin parecer secuenciales. Son aleatorios. Simples tallas irregulares sin ningún orden, como estrellas en el…

«¿Conoces sus nombres, Aileana? Venga, repite conmigo…».

«El carmesí es el color que más te favorece».

Sacudo la cabeza para deshacerme de los recuerdos. Imágenes de mi madre muerta. Un hermoso cadáver de la persona que una vez conocí.

«¿Conoces su nombre?».

«El carmesí es el color que más te favorece».

Aprieto los dientes y dejo atrás el recuerdo de la muerte de mi madre, donde pertenece. Abro esa profunda grieta en mí e introduzco allí el dolor. Las imágenes del cuerpo muerto de mi madre están enterradas en un ataúd que quedará sellado en mi corazón.

«¿Conoces su nombre, Aileana?».

Polaris, el círculo de en medio. Llevo un dedo a la flecha que señala al sur y giro la siguiente con relación a esa en el artefacto. Capella. Los símbolos que representan a Pegaso. Orión.

Norte. Reconozco la forma de Casiopea. La Osa Mayor.

Roto los anillos hasta que combinan como lo harían en un mapa estelar. ¿Cómo no lo había visto antes? Tantos monumentos antiguos se corresponden a los alineamientos celestiales. Son constantes, como la luna.

El último círculo. La alineación oriental de las estrellas, y los seres feéricos volverán a quedar atrapados…

Y Kiaran quedará atrapado con ellos.

Le busco y observo que corta sin esfuerzo la armadura de un daoine sìth. Cuando lucha es pura gracilidad. Cualquier guerrero envidiaría sus movimientos. Nunca volveré a verlo.

Pero tengo que hacerlo. Con los ojos cerrados, encajo el último símbolo. Y espero. El repiqueteo del metal y las explosiones de poder todavía retumban por el parque. Abro los ojos y bajo la vista al sello. No pasa nada. ¡Dios mío! ¿Estará roto? ¿Habré hecho algo mal?

—Dos minutos. —Kiaran se abre camino hacia mi línea de visión, deteniéndose solo para pasar su espada por otro daoine sìth—. Dije dos minutos, ¿recuerdas?

—Algo va mal —digo y empieza a entrarme el pánico—. No funciona.

—Entonces no los has colocado bien…

Lonnrach mueve sus cuchillos en dirección a Kiaran. Si hubiera sido cualquier otro, el movimiento habría parecido suave, fácil. Pero le conozco bien. Kiaran está cansado. Ya ha utilizado mucho poder al prestarme la mitad.

Kiaran se recupera con una ligera sonrisa que le dedica a Lonnrach.

—Has mejorado.

—Las ventajas de estar encerrado, Kadamach —contesta Lonnrach—. Lo único que tenía era tiempo.

Saltan el uno hacia el otro, con las espadas alzadas. El poder se enciende a su alrededor, tan brillante que apenas puedo verlos; son tan solo unas sombras de sus cuerpos mientras se atacan el uno al otro. La energía chisporrotea de manera tan atronadora que apenas oigo los sonidos que hacen sus armas al chocar.

Cuando la luz pierde intensidad, ambos están sangrando por varios cortes. Kiaran tiene una herida grave en un brazo, un corte profundo que sangra copiosamente a través de la camisa.

—¿No quieres ayudarle, halconera? —pregunta Lonnrach. Al final aparta los ojos de Kiaran y me mira directamente—. Si le encierras con nosotros, su tortura será eterna.

Vacilo. Miro a Kiaran otra vez y no puedo pensar en otra cosa más que en esa mirada de arrepentimiento y vulnerabilidad, la promesa de lo que podría haber habido entre nosotros.

Kiaran se abalanza sobre Lonnrach.

—¡Activa el maldito sello, Kam!

El poder estalla alrededor de ellos y vuelvo a concentrarme en el sello. Kiaran tiene razón. No puedo permitir que me distraigan. Tengo que hacerlo.

Me quedo mirando el sello y hago un gesto de dolor cuando otro estallido de poder feérico alcanza el escudo. Ondea a mi alrededor y empieza a fallar. Me concentro en los símbolos. ¿Qué es lo que falta?

—Aileana —susurra una voz en mi mente. Conozco esa voz.

—¿Madre? —musito.

—Aileana.

Vuelvo a oírla. Suena como ella. Una voz preciosa, tranquila. Tan tierna y familiar…

No, no puede ser ella. Levanto la vista del artefacto. Sorcha está entre los cadáveres que Kiaran ha dejado a su paso, mostrándome su sonrisa infernal.

Monto en cólera. No se merece quedar atrapada viva con los demás. Se merece sentir mis manos rasgándole la piel y rompiéndole los huesos para poder arrancarle el corazón latente del cuerpo como ella hizo con el de mi madre.

No. Tengo que reactivar el artefacto. Tengo que hacerlo.

Sorcha sonríe burlonamente, como si percibiera mi lucha interna. Intento concentrarme en Kiaran, en que necesito contener la ira para que él pueda vivir.

Pienso en nuestro beso, en cómo sus labios se posaban en los míos. En la promesa que me susurró. «Aoram dhuit. Te adoraré».

Llevo mi atención de nuevo al sello, a la colocación de los símbolos. Alzo la mirada. Las nubes han empezado a dispersarse, dejando un cielo nocturno despejado, iluminado por las estrellas. Estudio las constelaciones.

A lo mejor Kiaran se equivocó, como él sospechaba. Si su hermana tuvo que alterar el sello para este propósito, quizá cambió la secuencia. La clave para la colocación correcta de los anillos puede que no tenga nada que ver con una posición fija en el sello. Quizá si se alinean con su posición actual en el cielo, vuelva a cerrarse.

Pongo los símbolos en unas posiciones nuevas, esta vez correspondiéndose con la ubicación de las constelaciones en el cielo. En cuanto se completa el primer círculo, el sello empieza a zumbar. Casi sonrío. Lo tengo.

Coloco el segundo anillo en su lugar y el zumbido aumenta.

La voz de Sorcha imitando la de mi madre vuelve a resonar en mi cabeza. «Halconera…».

Me tapo los oídos con las manos como si de alguna manera eso pudiera acallarla. Ahora sé por qué Kiaran me dijo que me concentrara en mis recuerdos de aquella noche en el lago, para que me sujetaran a la tierra. Me libran de la furia hasta que solo me quedan los recuerdos de nosotros dos juntos. Cazando juntos, corriendo por la ciudad por la noche. Entrenando hasta primera hora de la mañana. Tumbados en la hierba, mientras Kiaran me decía que quería quedarse conmigo hasta el final.

Todos me anclan. Ignoro el escudo tembloroso a mi alrededor y coloco en su sitio el tercer y cuarto círculos. Luego el quinto.

Otro recuerdo me interrumpe al entrar violentamente en mi cabeza. Sorcha desgarrando la garganta de mi madre. Sorcha abriendo el pecho de mi madre. La amplia sonrisa de Sorcha mientras sostenía en lo alto el corazón sangrante de mi madre. «El carmesí es el color que más te favorece, el carmesí es el color que más te favorece, el carmesí es el color que más te favorece…».

—Basta —digo—. ¡Basta, basta, basta!

«Oblígame», susurra su voz en mi mente.

Intento despertar de nuevo mis recuerdos de Kiaran, pero siempre que creo conseguirlo, encuentro a Sorcha en mi cabeza. Me saca a rastras del lugar tranquilo en el que quiero estar y me empuja hacia el cuerpo de la niña que era antes, débil, temblorosa y petrificada. Me obliga a volver a sentarme junto al cadáver de mi madre y a sentir el peso resbaladizo de su sangre por todo mi ser.

—¡Basta!

Abro los ojos otra vez para encontrarme con los de Sorcha.

Sorcha vuelve a hablar con la voz de mi madre, la voz que solía tranquilizarme, que me hacía reír, que me consolaba.

—Coge mi corazón a cambio, halconera —me tienta—, si puedes.

Los recuerdos de Kiaran dejan de importar. Solo hay ira en aumento y la única imagen de ciento ochenta y seis cintas carmesíes atadas a alfileres en el mapa. Toda esas personas que mató. Eso es lo único que hace falta para silenciar mi parte racional.

Me pongo de pie con los cuchillos en las manos y estoy a punto de salir del escudo de luz para matar a Sorcha.

—¡Kam, no! ¡La visión del vidente!

Le miro. Los ojos de Kiaran alcanzan los míos mientras intercepta otro golpe de Lonnrach. Me detengo en el límite de la luz, con un pie preparado para dar el último paso fatídico.

Y lo veo todo claro, tal vez como Gavin lo vio. Me veo atravesando el escudo. Quizá mato a Sorcha y Kiaran muera. O tal vez ella me mate a mí. En ambas versiones de esa realidad, la ciudad cae. Los edificios quedan reducidos a escombros y ceniza. Todos a los que quiero mueren. Así termina la visión.

Sorcha intentaba convencerme de que merece la pena arriesgarlo todo por la venganza. Pero lo muertos no regresan. Eso lo sé mejor que nadie.

—No —le digo a Sorcha. He tomado la decisión que espero que cambie la visión. Retrocedo hacia el sello y pienso en las palabras que Derrick me dijo después de que yo destrozara el mapa—. No permitiré que me destroces.

Ignoro sus esfuerzos por escarbar en mi mente, por descubrir todos los recuerdos, todas las pesadillas, todas las peleas que he tenido alimentadas por la ira. Intenta arrastrarme de vuelta a esa parte de mí vengativa, convertirme en la criatura irracional que abandonaría lo más importante de todo solo para matarla.

No seré esa persona por ella. Coloco en su sitio el sexto círculo y escucho el desagradable zumbido del artefacto que vuelve a intensificarse.

Al levantar la vista, miro a Kiaran una última vez antes de alinear el último círculo. La posición de la luna de sangre. Lonnrach y él siguen luchando, su poder empieza a ennegrecer la tierra a su alrededor.

—Adiós —le susurro.

Antes de que encaje el último anillo, Lonnrach coge a Kiaran por la camisa y lo lanza hacia el escudo.

El escudo se rompe con un enorme estruendo y la luz dorada restalla a mi alrededor. Kiaran choca contra mí y yo termino despatarrada en el suelo bajo su cuerpo pesado.

—¿Kiaran?

Consigo quitármelo de encima. Parte de su cara ha quedado chamuscada por el escudo, la piel está ennegrecida y se ven algunos huesos. Tiene los ojos cerrados y no se mueve. Busco, desesperada, si tiene pulso. Toco con los dedos su piel chamuscada, abrasada, del cuello y casi me derrumbo. Las lágrimas brotan de mis ojos.

—Kiaran. —Le zarandeo—. Kiaran, despierta. —No se mueve, ni siquiera respira. Le sacudo con más fuerza. Le pego en el pecho. Le grito—. ¡Despierta! ¡Kiaran!

Unas botas crujen en la tierra delante de mí y al levantar la vista me encuentro con la dura mirada cristalina de Lonnrach.

—Está vivo, halconera. Ni siquiera un escudo tan fuerte como ese es lo bastante poderoso para destruirle.

El breve instante de alivio se rompe cuando me doy cuenta, horrorizada, de lo que he hecho. El sello. «Oh, Dios».

Me pongo de pie y retrocedo tambaleándome hacia el artefacto para alinear el último círculo y salvarnos a todos, pero Lonnrach me sujeta. Noto el filo de su espada en la barbilla y una gota de sangre resbala por mi garganta.

—De verdad crees que soy tu peor enemigo. —Mira a Kiaran con una emoción en su mirada que no alcanzo a comprender. Entonces dice algo que nunca olvidaré—: Desearás haber matado a Kadamach cuando tuviste la oportunidad.