CAPÍTULO 36
—Lonnrach —dice Kiaran.
Aparta la mano de mis ojos y parpadeo ante la niebla brillante. Cuesta tragar este poder. Mis sentidos están inundados por el fuerte sabor en la boca, un olor a lluvia mezclado con algo floral.
La densa niebla se aclara para revelar una figura alta a horcajadas de un caballo musculoso y humeante. Un caballo metálico. Una aleación de plata con venas doradas, lo contrario a mi armadura, tan fina que se ven sus órganos debajo. Unos brillantes huesos y músculos metálicos de distinto grosor destellan a la luz de la luna. Todo es de metal salvo su corazón, que es real, un órgano carnoso que late y bombea líquido dorado a través de las venas del caballo. Le sale vapor por la nariz, que gira alrededor de las piernas de Lonnrach.
Detrás de él, hay más jinetes, cientos, y otras hadas a pie, en silencio sobre la hierba alta. No me extraña que su poder sea tan insoportable. Nunca me había encontrado con más de dos seres feéricos juntos al mismo tiempo. Todos ellos llevan una armadura de guerra como la mía. A su lado hay un montón de cù sìth y gorros rojos, y sobre las rocas por encima de nosotros aparecen los sluagh. Sus alas finas y semitransparentes están plegadas mientras nos observan, con los ojos brillantes, dispuestas para emprender el vuelo.
Lo primero que se me ocurre es salir corriendo. Correr hasta desmayarme.
—Esta debe de ser la halconera de la que tanto he oído hablar —dice Lonnrach.
Se expresa con dulzura y sus palabras se las lleva la brisa.
Alzo los ojos lentamente hacia los suyos. Son del azul más intenso que jamás haya visto. Destacan en contraposición a su piel pálida y los cabellos blancos como la sal. Es hermoso, magnífico. Emana poder como el caballo emana vapor. No puedo apartar la mirada, pero tampoco quiero hacerlo.
—Ven a mí —dice Lonnrach.
Su voz es suave pero autoritaria. Persuasiva. Le noto en mi mente del mismo modo que sentí el roce de Sorcha en el lago. Sin embargo, su poder no intenta destrozarme. Me atrae. Recorre sigilosamente mis venas y se apodera de mí hasta que la tensión y la lucha abandonan mi cuerpo y ya no puedo resistirme más.
Recuerdo la advertencia de Kiaran demasiado tarde, cuando me entregó la armadura. Me avisó de que no me protegería contra el control mental feérico. «Maldición». Me rebelo, pero la presencia de Lonnrach es demasiado relajante, demasiado fuerte.
Salgo de la locomotora, pero la mano de Kiaran me sujeta con fuerza la muñeca.
—No lo creo.
Lonnrach continúa concentrado en mí.
—Siempre has sido un egoísta, Kadamach.
—Y tú eres un presumido arrogante —replica Kiaran, tranquilo—. Esto no es egoísmo. Simplemente no me gustas.
Lonnrach sonríe con suficiencia.
—Te refieres a que no confías en tu halconera. Si es tan poderosa como esperas que sea, debería ser capaz de resistirse a mi coacción. Deja que venga a mí.
No recuerdo que Kiaran me soltara la muñeca ni que yo me acercara a Lonnrach. Todo en mi visión periférica está borroso, restringido. Intento sacudir la cabeza para aclararla, pero no puedo. Tengo que liberarme. ¿Cómo interrumpí el control mental de Sorcha? «Piensa».
Es demasiado tarde. Ya me he acercado y el corazón del caballo late a la altura de mis ojos. Obligada, paso la mano por el hombro de la criatura. ¿Cómo puede ser tan suave el metal? Como el pelaje, pero más lacio y brillante.
Lonnrach deposita un dedo bajo mi barbilla. Cuando vuelvo a mirarle a los ojos, es como si una corriente inexorable me arrastrara bajo el agua. Mi cuerpo ya no es mío, ni tampoco la mente. Estoy en unas aguas frías y oscuras, y mis otros sentidos están apagados, embotados. Solo tengo el sentido del gusto. Los pétalos de flores se arrastran por mi lengua y no es desagradable.
Lonnrach me estudia.
—Así que eres todo lo que queda —murmura—. ¡Qué valiente por tu parte haber venido!
Su voz hace que sienta el cuerpo tan ligero como el aire, millones y millones de moléculas flotando ingrávidas. Tengo que soltarme o me matará, fácilmente. Intento oponer resistencia de nuevo, pero solo consigo que me invada aún más. Su poder es tranquilizante, no es violento ni brutal como el de su hermana. Eso solo lo empeora.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta.
—Dieciocho.
Sueno muy lejos, como si me estuviera oyendo desde el otro lado del prado. Tengo que matarle ahora. Muevo la mano hacia el cuchillo, pero su poder me detiene.
—¡Qué joven! —Me acaricia la mejilla—. Es una lástima.
Me obliga a inclinarme hacia su mano.
—¿Vas a matarme?
—Al final. —Se acerca para susurrarme—: Verás, tienes algo que quiero.
—¿Qué es?
Lonnrach hace un gesto con los labios donde se adivina una sonrisa.
—Ya habrá tiempo para eso. —Mira mi armadura—. Bien hecho, Kadamach. Es exquisita.
—No deberías subestimarla —dice calmado—. Te cortará el cuello.
Cuando Lonnrach vuelve a estudiarme, me recorre con la mirada de pies a cabeza, larga y detenidamente.
—Pues ahora mismo parece bastante dócil. Pero a mí siempre me han gustado las halconeras con armadura. El metal te favorece mucho.
Algo se rompe en mi interior. Un torrente, una oleada de conciencia y todo vuelve enseguida.
«El carmesí es el color que más te favorece, el carmesí es el color que más te favorece, el carmesí es el color que más te favorece…».
Eso es lo que me hace falta para interrumpir su control mental. La ira emerge en mi interior con la fuerza de una tormenta. Los poderes de Kiaran la fortalecen, la intensifican, y el aire a mi alrededor se carga de ella, mezcla la mía con la de Kiaran. Chisporrotea por la electricidad y cuando la primera gota de lluvia alcanza la armadura, echa chispas como rayos de descarga.
Lonnrach se queda mirándome, sorprendido. Noto su mente en la mía, tentándome. Debilitándome. Rompo nuestra conexión y sonrío. Al instante, tengo los cuchillos en las manos.
—Si tengo algo que quieres —gruño—, tendrás que vértelas conmigo.
Salto y echo el brazo hacia arriba, cortándole la mejilla. Es un corte superficial. Una advertencia. Sonrío cuando un hilo de sangre corre por su rostro.
Lonnrach entrecierra los ojos. Vuelve a hablar, calmado, pero esta vez de cara a su ejército.
—Destruidlo todo.