CAPÍTULO 34
Cuando te enfrentas a la probabilidad de morir, las horas pasan como si fueran minutos.
He pasado la noche y la mañana trabajando y atornillando metal hasta que me han dolido los ojos. Las armas están cargadas, en perfectas condiciones, preparadas en el vestidor. Mi arsenal es variado, todas las armas son mortales para los seres feéricos, pero aun así no es suficiente.
Tengo que ver a una persona más antes de que todo comience. Mi padre está sentado en su estudio, escribiendo. Es una imagen tan familiar que siempre le imagino de esta manera. Me detengo unos instantes a memorizar sus facciones. El pelo oscuro que cae sobre la frente, el entrecejo siempre fruncido por la concentración. Esos ojos verdes suyos, lo único que tenemos en común, están entrecerrados mientras redacta su carta.
Me pregunto cómo seríamos él y yo ahora si alguna vez me hubiera mostrado afecto, si se hubiera permitido quererme tan solo un poco. ¿Cuán diferentes seríamos?
—Padre —le llamo.
Él alza la mirada sin rastro de sonrisa. Parece sorprendido al encontrarme allí.
—Aileana. Entra.
Me siento en la silla de cuero que hay delante de él.
—¿En qué estás trabajando?
—En mis cuentas —responde, colocando el papel en un montón ordenado sobre su escritorio—. Creo que el conde estará bastante satisfecho con tu dote.
Tardo un momento en darme cuenta de que está hablando de Gavin y casi hago un gesto de dolor.
—Me alegro.
La mentira sale con facilidad. Tiene que hacerlo. Esta es nuestra despedida y quiero hacerlo bien.
—He avisado de que os preparen la finca del campo para ti y tu marido después de la boda —dice.
«Tu marido». Doy una palmada tan fuerte que me duele.
—Espléndido.
—Aprecio que hayas sido razonable respecto a esto. —Empieza a escribir en otro papel—. Sobre todo después de nuestra conversación el otro día.
«Lo que tú quieras no es importante».
—Razonable —repito—. Desde luego.
Por supuesto que seré razonable sobre pasar el resto de mi vida con un hombre al que no amo. Él es la única opción posible que no me destruirá la vida ni me hará totalmente infeliz. Pero lo que yo quiera no importa, ¿no, padre? Apacíguame con un retiro al campo, pero ambos sabemos que no significa nada.
—Quiero disculparme por mi ausencia esta semana. He tenido que ocuparme de unos asuntos para Galloway.
Tal como lo dice suena como si solo hubiera estado ausente hace poco. La verdad es que nunca ha estado aquí para mí. Ni un momento en toda mi vida. Así que no espero que eso cambie.
—Puesto que has venido —continúa—, debería decirte que hoy me voy de la ciudad, así que no podré asistir al baile de tu compromiso. He de gestionar un negocio en el campo. Estoy seguro de que lo entiendes.
Aprieto una mano hasta convertirla en un puño. Sigue hablando como si mi opinión no importara. Como si yo no importara. Dios, ¿no le importo ni siquiera un poco?
No. Se va, como siempre. Probablemente haya aprovechado la primera oportunidad que se le haya presentado para huir otra vez de mí. Debería alegrarme porque se va. Una persona menos de la que preocuparme si todo sale mal. Pero no puedo perdonarle que nunca esté cuando más le necesito.
—Oh, lo entiendo.
No puedo controlar la amargura que se cuela en mi voz. Él ni siquiera la oye.
—Volveré para tu boda, por supuesto.
—Eso sería estupendo —digo.
En esta ocasión, la mordacidad de mi comentario es demasiado clara.
Mi padre frunce el entrecejo y se recuesta en su silla. El cuero cruje bajo su peso.
—¿Estás bien?
No, no estoy bien. Estoy a punto de estallar y gritar. Ojalá pudiera decirle que la boda no me importa una mierda y que quiero que me mire a los ojos por una vez porque puede que sea la última oportunidad que tenga.
—¿Alguna vez piensas en madre? —le pregunto, antes de poder arrepentirme de la pregunta.
Mi padre inhala profundamente y aparta la mirada.
—Ahora no, Aileana.
—¿Por qué no?
Coloca otra hoja de papel delante de él y garabatea violentamente.
—No es un tema de conversación apropiado.
Aprieto los dedos con fuerza. Ahora están rojos.
—¿Por qué no? —repito.
—Puedes irte. —Mi padre sigue sin levantar la vista. Escribe con la pluma con tanta fuerza sobre el papel que casi graba las palabras en la madera—. No quiero hablar de esto contigo.
Me levanto y agarro el brazo de la silla.
—Pues yo sí. Mírame. —Al no hacerlo, algo se desata en mi interior. Desesperación, dolor y una vida entera siendo ignorada por un padre ausente—. Maldita sea, padre, mírame.
Por primera vez en un año, mi padre levanta los ojos, que se encuentran con los míos. Son fríos, se sienten culpables y… están tristes.
Pero enseguida aparta la mirada.
—Te pareces mucho a ella.
La voz casi se le quiebra y le miro desconcertada. Nunca he pensado en el parecido que tengo con mi madre. Soy una criatura alta y torpe, con una mata de rizos cobrizos que nunca se quedan quietos. Mi madre era preciosa. Cuando se movía o caminaba, se deslizaba, ligera como una pluma. Sus cabellos siempre estaban bien peinados y la piel era de una tonalidad alabastro perfecta. Nunca tuvo pecas, a diferencia de mí. Ella decía que eran besos de los ángeles.
Mi padre la perdió y ahora le queda una hija que nunca jamás será ella. Soy una burda imitación de la mujer a la que él amaba más que a nadie en el mundo. Siempre le recordaré lo que perdió. Lo que ambos perdimos.
Digo lo único que puedo.
—Yo también la echo de menos.
—Lo sé —susurra.
Nuestro dolor nos destruyó y volvió a crearnos. Deberíamos habernos acercado tras la muerte de mi madre. Cuando murió me di cuenta de lo rápido que podemos perder a las personas que queremos, que pueden irse en un instante.
Me doy la vuelta para marcharme, porque si no lo hago, intentaré una vez más correr hacia sus brazos para agarrarle con fuerza, como solía hacer cuando era pequeña. Siempre me apartaba. Siempre.
—Adiós, padre —me despido y me doy la vuelta para marcharme—. Disfruta del viaje.
Más tarde esa misma noche, estoy sentada con Kiaran junto al fuego en mi dormitorio, él en la silla de cuero y yo en el sofá. Estoy agotada después de pasar horas intentando averiguar la clave del sello mientras trabajaba en nuestras armas.
—¿Es esta nuestra despedida? —pregunto.
Hoy ya he dicho demasiadas veces adiós. Antes he visto cómo mi padre subía a su carruaje para marcharse, justo como me había avisado. Nunca me he sentido más sola.
—Yo no me despido —dice Kiaran, con la vista clavada en el fuego.
—¿Es demasiado difícil?
La boca se le curva hacia arriba.
—Solo las despedidas que merecen la pena.
—¿Qué te harán? —pregunto—. Si quedas encerrado en el montículo con ellos, ¿te…?
—Kam —me interrumpe—. No lo estropees.
Me quedo mirándole, observando que un mechón de pelo le cae hacia la frente. Levanta la mano para echarlo hacia atrás con sus largos y gráciles dedos.
«Quédate conmigo», quiero decirle. No sé por qué la idea de perderle me llena de pena, pero así es, y no mitiga. Ya he perdido mucho.
—Deja la batalla antes de que active el artefacto —le pido—. Como hiciste la otra vez. Los atraparé y podremos cazar juntos al resto, como siempre hemos hecho.
—Este es el inconveniente de la inmortalidad, Kam. —Entonces me mira y estudia mi rostro—. Nada permanece igual. Todo cambia. Salvo yo.
—Debe de haber más de una persona que lo desee.
—Porque no entienden qué significa realmente. —Se levanta y apoya las manos en la repisa de la chimenea. La lumbre recorta su contorno, bañándolo en una luz dorada—. ¿Sabes por qué los sìthichean ansían la energía humana por encima de todo?
—No.
—Porque tiene mucha intensidad. Los humanos desbordan vitalidad y una necesidad interminable y compulsiva de aferrarse a la vida. Al probarla nos deleitamos con la mortalidad que, de otro modo, no podríamos experimentar.
—¿Alguna vez has deseado ser humano?
Me mira.
—¡Vaya! Nunca me lo habían preguntado —exclama. Espero a que continúe, pero se pone derecho y añade—: Tengo algo para ti.
—¿Una respuesta a mi pregunta?
Sonríe.
—Un regalo.
—¿Un regalo? —Kiaran no me hace regalos. Desconfío de inmediato—. ¿Qué es?
—Flores.
Parpadeo.
—¿En serio?
—No. ¿Voy a buscarlo o prefieres hacerme más preguntas?
Dos minutos más tarde, regresa con un pequeño baúl metido bajo el brazo y algo que brilla en su puño.
Me lanza el objeto resplandeciente. Es un disco dorado y ligero con forma de estrella, apenas un poco más grande que la palma de mi mano. El metal liso está maravillosamente trabajado, decorado con grabados delicados, similares a los del sello. Doy mi palabra de que es magnífico.
—Esos símbolos están grabados porque está cargado con mi poder —dice Kiaran—. Mientras siga vivo, tendrás mis habilidades a tu disposición.
Le miro, sorprendida. ¿Está dándome su poder?
—¿No te debilitará? ¿Por qué lo haces?
—Si las circunstancias hubieran sido distintas, estarías entrenada adecuadamente para usar tus propias aptitudes innatas —responde—. Pero tal como están las cosas, nos hemos quedado sin tiempo. No te preocupes por mí.
Kiaran extiende una mano y el disco se eleva de mi palma para flotar hacia él. Con un gesto de sus dedos, el poder brilla y la estrella se transforma en dos armas iguales, unos cuchillos de hoja larga y estrecha que se parecen mucho a los que Kiaran lleva cuando caza.
Cojo los cuchillos para calcular el peso y los encuentro sorprendentemente ligeros. Las hojas son de plata, finas y un poco transparentes. Los mangos dorados están decorados con símbolos que los envuelven dibujando una especie de enredadera. Con cuidado paso el pulgar por una hoja. Perfectamente afilada. Son las armas más exquisitas que he tenido en mis manos.
Coge uno de los cuchillos y lo lanza al aire antes de cogerlo por el mango.
—¿Ves lo fácil que se lanzan? También bloquean el poder de los sìthichean. —Vuelve a lanzarlo, solo que esta vez se queda flotando en el aire sobre su mano y vuelve a comprimirse en un disco con forma de estrella, idéntico al original, pero más pequeño. Me lo pasa—. Ten, junta los dos cuchillos.
Conecto la estrella con la otra arma. El poder fluye de los objetos mientras se funden para formar la estrella más grande. El metal vuelve a estar liso en mi mano.
Es asombroso que casi me haya olvidado por un momento.
—Graci…
—No hay de qué —me dice.
Resoplo de frustración.
—Nunca comprenderé por qué a ninguno de vosotros os gusta que os den las gracias.
Kiaran señala el disco en forma de estrella.
—Esto encaja en tu siguiente regalo.
Abre el baúl y saca un fardo. Con cuidado, retira la tela blanca para revelar una armadura chapada en oro. Hay un peto, un espaldar y dos avambrazos decorados con lo que parecen unas venas plateadas brillantes.
En el peto, sobre el lugar que me protegerá el corazón, hay un hueco en forma de estrella. Kiaran me quita el disco y lo pone en su sitio. Se oye un suave chasquido al encajar.
El peto resplandece a la lumbre y brillan esas venas plateadas. Zumbando por ellas, sobre todo cuando paso los dedos por los símbolos de la estrella, está la inconfundible sensación del poder de Kiaran. Tiene ese dulzor mezclado con cosas naturales y todos los elementos. Un estado salvaje, puro y hermoso. Y es mío. Kiaran me lo ha dado.
—No protegerá tu mente del control de los sìthichean, así que Sorcha podrá utilizar tus recuerdos en tu contra. Pero la armadura amplificará la conexión con mi poder y serás tan fuerte como yo.
—MacKay —digo en voz queda.
Pero no puedo continuar. Estoy tan abrumada que no sé qué decir.
Me mira a los ojos.
—¿Practicamos para aprender cómo se usan?
Asiento con la cabeza. Sé que esta será su última lección.