CAPÍTULO 33

Un farol eléctrico flota sobre mi cabeza en el jardín, iluminando los espinosos setos que han perdido sus exuberantes hojas verdes durante el invierno. Levanto la mano y lo empujo con suavidad para que la luz llegue al motor de la locomotora a vapor en la que llevo meses trabajando.

Coloco los pernos y vástagos de válvula para la caja de vapor, concentrándome únicamente en el movimiento de mis manos mientras encajo las piezas metálicas. Si no me mantengo ocupada, me veré obligada a pensar en el rompecabezas imposible del sello que llevo todo el día intentando resolver, y en las consecuencias en caso de que fracase. Si me permito considerarlo aunque sea solo por un instante, me cuesta respirar.

Estoy tardando más de lo necesario en completar la caja de vapor. No importa. Cuando termine con esto, encontraré otra cosa que crear. Algo incluso más complicado que me ayude a despejar la mente para cuando vuelva a intentar averiguar cómo funciona el sello.

Me paso el dorso de una mano grasienta por la mejilla para retirar un mechón de pelo rebelde y luego pongo un tornillo en el motor. Unos cuantos giros rápidos con la llave inglesa y entra perfectamente en su sitio.

El cuerpo de la locomotora es una versión a escala de las que adornan la parte delantera de los trenes. Se apoya en cuatro ruedas, el par trasero más grande que el delantero, y tanto el cuerpo como las ruedas están pegados a un mecanismo de maniobra que he diseñado para que sea eficaz en terrenos más pedregosos. El motor a vapor en la parte delantera usa el combustible de manera más eficiente que mi ornitóptero, así que el vehículo es rápido. Como el ornitóptero, el techo es totalmente replegable. El interior cuenta con dos asientos de cuero con una plataforma de pie detrás.

Bajo la plataforma está guardado mi último invento: un cañón sónico, que lanza un intenso aunque limitado estallido que va más allá del umbral del dolor humano y sobrepasa el de los seres feéricos. Un disparo debería desorientar a una buena cantidad de ellos, una distracción que tal vez necesitemos. Doy gracias mentalmente a los cù sìth por haberme inspirado.

—Kam.

Doy un respingo y dejo caer la llave. La herramienta aterriza en la hierba con un sonido amortiguado. Estaba tan absorta en mis propios pensamientos que ni siquiera he notado que estaba a mi lado, ni he percibido el sabor de su poder.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí?

Kiaran frunce el entrecejo, estudiándome. Vuelve a vestir una tela basta, lleva su ropa de caza.

—No mucho. Pareces disgustada.

—Dentro de lo que cabe —digo—, creo que llevo bastante bien mi muerte inminente, ¿no?

Mis palabras no tienen un efecto visible en Kiaran. Se queda mirando mi locomotora.

—¿Qué es esto?

—Un medio de transporte —respondo—. Una alternativa si el ornitóptero termina destrozado. Llevará armas extras. Y ahora que lo menciono… —Cojo el cañón sónico—. Me gustaría probar algo contigo.

Kiaran levanta una ceja.

—¿Vas a dispararme de nuevo?

—Ya lo verás.

Me meto unos tapones en las orejas, después apoyo el tubo del cañón en el hombro y bajo la intensidad para que el estallido sea mínimo.

Presiono el disparador. Kiaran se tambalea más que satisfactoriamente y mueve los labios para formar una palabra muy fea. Contengo la risa. Kiaran maldice.

Sonriendo, me quito los tapones.

—Diría que ha funcionado muy bien, ¿no?

Kiaran se mueve demasiado deprisa para que lo advierta. De repente está tan cerca de mí que tengo que echar la cabeza hacia atrás para verle la cara.

—Si querías luchar, solo tenías que pedirlo. —Levanta el cañón de mi hombro y lo pone en el asiento del pasajero—. Intenta derrotarme otra vez.

—No estoy de humor, MacKay.

Kiaran me ignora. Se mueve y le esquivo sin pensar. Su puño va directo a la puerta de la locomotora en el lado del pasajero, doblándola.

Mascullo un insulto de los míos mientras me doy la vuelta para mirarle.

—¡Maldición, MacKay! Acababa de colocar esa puerta. ¿Qué demonios estás haciendo?

Las farolas detrás de él iluminan su pelo oscuro con un halo dorado y la escasa luz revela una ligera sonrisa.

—Retándote.

—Rechazo el reto.

—No me importa.

Su brazo sale disparado, resbalo por el suelo y la hierba me quema los brazos y la barbilla. Me doy la vuelta y Kiaran me levanta por la gorguera de mi camisa.

—Lucha conmigo —gruñe.

—¡He dicho que no quiero!

—¿Crees que importará cuando estemos en la batalla? ¿Les dirás a tus enemigos que no te apetece?

Con un gruñido, me lanzo sobre él. Intercambiamos golpes. Los suyos son tan rápidos que apenas me da tiempo a esquivarlos. Bloqueo uno de ellos con la parte superior del brazo e intento darle una patada en la rodilla. Él consigue rodearme el tobillo con el suyo y me levanta los pies del suelo. Caigo con fuerza sobre el trasero.

—Basta, MacKay.

Kiaran tira de mí hacia él.

—Cuéntame lo que pasó la noche que murió tu madre.

Le doy un empujón en el pecho.

—No.

Él me agarra con más fuerza.

—¿Alguna vez quisiste salvarla? —Me mira con llamas en los ojos—. ¿Por eso te quedaste ahí parada y dejaste que ocurriera?

Grito. Golpeo mi frente contra la suya y le doy un puñetazo. Esta vez, soy más rápida. Le empujo con todas mis fuerzas. Doy patadas y le araño hasta que le destrozo las mangas de su camisa y le sangra la piel. Incluso entonces, no me detengo. Le empujo para que caiga al suelo y me coloco sobre él, dispuesta a matarlo si hace falta.

Pero levanta la mano, rápido, y tira de mí hacia el suelo. Me inmoviliza bajo el peso de su cuerpo musculoso, sujetándome los brazos a los costados mientras me resisto. Maldita sea, ni siquiera puedo quitármelo de encima.

—Desgraciado —espeto.

—¿Ves lo fácil que ha sido? —dice, mirándome con unos ojos negros e inescrutables.

Jadeó, frustrada.

—¿Qué?

—No me ha costado nada decirte lo que te pone violenta.

Intento quitármelo de encima, pero pesa demasiado.

—¡Porque era lo que pretendías!

—Sí.

Me sujeta las muñecas con más fuerza y baja la cara hacia la mía hasta que nuestra piel casi se roza. Dejo de forcejear. Por un horrible instante, creo que está a punto de besarme, y lo que es peor, creo que se lo permitiría. Me estremezco ante esa idea.

—Conozco tu debilidad, Kam. Lo que te hace estallar. —Se acerca todavía más y sus labios están justo encima de los míos—. Después de la otra noche, también lo sabe Sorcha. Y créeme, encontrará el modo de usarlo en tu contra.

Kiaran rueda hasta ponerse boca arriba. Yo me quedo allí tumbada, con la hierba áspera debajo de mí y una mano en el pecho. El corazón me late deprisa bajo la palma, con unos golpes pesados que noto en las costillas.

—Sabes por qué he tenido que hacerlo —dice.

—Lo sé.

Por encima de nosotros, las nubes se separan para mostrar las estrellas, brillantes e inalcanzables. Polaris. Alderamin. Gamma Cassiopeiae. Recuerdo a mi madre señalando cada estrella mientras las nombraba. Su sonrisa también era hermosa y cálida.

«¿Sabrías decir sus nombres, Aileana? Mira, repite después de mí. Polaris. Alderamin. Gamma Cassiopeiae. El carmesí es el color que más te favorece».

Me estremezco y salgo de mis recuerdos. No puedo hacerlo. Soy incapaz de acordarme de mi madre sin revivir su muerte, sin imaginarme su rostro salpicado de sangre. Sin ver a Sorcha sonreír al arrancarle el corazón.

Ahora no seré capaz de matar a Sorcha. Nunca podré castigarla por la muerte de mi madre. Tendré que dejar que esa hada asquerosa viva porque ahora me importa Kiaran, mucho más de lo que jamás hubiera pensado.

Respiro hondo y Kiaran me coge del hombro, como si hubiera oído mis pensamientos.

—¿Recuerdas lo que te dije sobre apreciar estos momentos? Podrías perderlos.

Hundo los dedos en la hierba.

—No te atrevas a hablarme de pérdida, MacKay. ¿Qué sabes tú de ella?

Me ha traído ese recuerdo a la memoria adrede para enseñarme una lección y demostrarme cómo pueden usarlo en mi contra. No es mi fuerza. Es mi debilidad y siempre lo ha sido.

Kiaran dice:

—Quédate tumbada, Kam.

Lo dice de forma tan calmada y racional que mi enfado se desvanece. Me coloco a su lado y miro al cielo otra vez. Las nubes empiezan a aclararse. Todo está tan tranquilo, tan en silencio… Él tiene razón, tengo que apreciar este momento. No sé cuánto cambiará mi vida después de mediados de invierno, si es que me queda vida a la que volver.

—Lo siento —susurro—. No debería haber dicho eso. Perdiste a tu halconera.

—No solo a ella —responde con voz entrecortada. Le miro, sorprendida, pero cuando nuestros ojos se encuentran, aparta la vista—. A mi hermana también.

La hermana de la que Kiaran no quiso hablar esta tarde en la sala de estar. Su hermana, la que construyó el artefacto. Con la que no podía contactar… ¡oh, no!

Cierro los ojos.

—Está también encerrada, ¿no?

—Sí —responde en voz baja—. Aithinne luchó al lado de las halconeras. Me obligó a marcharme en medio de la batalla para que no quedara atrapado con ella y los demás. Sorcha se mantuvo al margen y su hermano Lonnrach le asignó la tarea de matar a las halconeras supervivientes si ganaban. Mi hermana quería que me asegurase de que eso no sucediera.

—Así que se sacrificó. —Me gustaría cogerle la mano para apretársela, para ofrecerle consuelo, pero no lo hago. No estoy segura de cómo se lo tomaría—. ¿Crees que sigue viva ahí abajo?

—Los otros no son tan fuertes como para matarla. —Se le tensa la mandíbula—. Pero eso no significa que no hayan encontrado el modo de hacer que ella desee que sí lo sean.

Me estremezco. A pesar de todo lo que he visto, no puedo imaginarme qué métodos de tortura son capaces de usar los daoine sìth. Hasta un hada tan poderosa como la hermana de Kiaran podría quedar destrozada después de dos mil años con ellos. ¡Dios, por lo que debe de haber pasado Kiaran —lo que debe de estar aún pasando— al saber lo que su hermana está soportando y no poder hacer nada para ayudarla!

—La sacaremos —intento calmarle—. Quedará libre.

Kiaran asiente.

—Ocúpate de ella. Es la única que puede conseguir una cerradura más permanente para la prisión. —Se queda callado un buen rato y, cuando por fin vuelve a hablar, apenas le oigo—. Y yo ocuparé su lugar junto a los demás.

«Yo ocuparé su lugar junto a los demás». Todo este tiempo he estado temiendo las consecuencias en caso de que no lograra activar el artefacto y no he pensado en qué pasaría si tengo éxito.

—Entonces estarás… —Estará encerrado. Y cuando su hermana esté a salvo, buscaremos la manera de que se quede ahí—. No, MacKay.

Kiaran levanta el rostro hacia el cielo. La luz de la luna baña su piel en un brillante resplandor.

—Es mi decisión.

Algo me oprime el pecho y apenas puedo respirar. Pase lo que pase, no volveré a ver a Kiaran después de mediados de invierno. Todas las opciones que tengo acaban del mismo modo: perdiéndole.

Reprimo una risa amarga. Me he esforzado mucho para prepararme contra él, he puesto todo mi empeño para convencerme de lo insensible, de lo inhumano que es. Pero ahora, a pesar de tanto jurar que jamás olvidaría que es un ser feérico, ya no importa. Tal vez nunca importó.

—Por favor, no —susurro.

Quiero me diga que encontrará la manera de escapar. Que lo resolveremos juntos.

Tengo que hacerlo.

La ira estalla en mi interior.

—No tienes que hacer nada. Mantenerte al margen de esto no va en contra de tu maldita promesa.

—Esto no tiene nada que ver con mi promesa. —Entonces me mira, con infinita tristeza en sus antiguos ojos—. Quiero estar ahí contigo hasta el final.