CAPÍTULO 3
Apunto con la pistola, pero el ser feérico es mucho más rápido de lo que esperaba, una imagen borrosa en movimiento. Me quita el arma de la mano con un golpe antes de que pueda disparar y me lanza contra la pared. El papel pintado se rasga. Cae un jarrón de la estantería que hay junto a nosotros. Por encima del sonido de cristales rotos, oigo que la pistola se desliza por el suelo hacia alguna parte. «¡Diablos!».
La criatura abre la boca y su saliva cae sobre mi corpiño de seda. El rancio hedor a descomposición, con un toque de tierra, invade mis fosas nasales. No puedo evitar sentir náuseas.
Con un gruñido, el ser feérico me aprisiona contra la pared. Las piernas me cuelgan en el aire. Forcejeo.
Tengo que liberarme antes de que el retornado absorba mi energía, pero estoy atrapada entre la pared y su enorme pecho. Los músculos del hada se hinchan al intentar mantenerme inmóvil, me rompen el vestido y la ropa interior hasta llegar a la piel, donde dejan pequeños cortes que queman como si los hubiera cauterizado. Entonces hunde sus garras en mí.
El ser feérico inspira y me arranca la energía. El dolor crece en mi pecho y se abre hacia fuera como si me pincharan agujas. Miles y miles de diminutas punzadas atroces por todo el cuerpo.
—Halconera —gruñe el retornado, y sus dientes goteantes se convierten en una sonrisa espantosa—. Halconera.
La palabra es gutural, pero la entiendo. La sangre me abrasa bajo la piel. El dolor es casi insoportable.
El ser feérico tiene los ojos cerrados y su cuerpo crece aún más mientras mis fuerzas me abandonan.
«Deja de forcejear —me digo severamente—. Céntrate».
Me relajo en los brazos del hada, que me acerca aún más a ella hasta que mi frente queda apoyada en su cuello resbaladizo. Finjo entregarme, parecer medio muerta mientras deslizo desesperadamente un brazo entre nosotros, poco a poco. Cae a mi lado, un peso muerto. Mi cuerpo se ha transformado en una roca cuando debería ser de carne y hueso.
En ese momento, la sangre pasa de caliente al frío más abrumador. Los dientes me castañetean. Impresionada, me doy cuenta de que mi aliento es visible, como si la temperatura de la habitación hubiera descendido.
Aprieto las manos entumecidas hasta transformarlas en puños. Si voy a morir, moriré luchando. Nunca a merced de un hada, no como mi madre.
Al sentir que las fuerzas renacen, dejo escapar un grito feroz y doy un puñetazo en la parte blanda del retornado, el abdomen.
La criatura aúlla y se tambalea.
Caigo al suelo y me arrastro para poner distancia entre nosotros. Intento levantarme, pero mi vista se llena de estrellas. Mi vestido —el maldito vestido tan poco práctico y asfixiante— se me enreda bajo el pie y tropiezo.
Alzo la vista justo cuando el hada se recupera. Se abalanza sobre mí y consigo rodar bajo su cuerpo.
Las sienes me palpitan con fuerza, pero ignoro el dolor de cabeza. Aparto las enaguas para coger el mango del sgian dubh metido en la funda de mi otro muslo, justo cuando el hada se apoya sobre sus cuartos traseros para saltar. Me agacho girando, y no tengo más que un instante para volver a apuntar a su parte blanda.
No tendré otra oportunidad para sorprenderle. Hundo la hoja en la parte delantera de su enorme torso.
El hada chilla y se sacude, derribando lo que debía de ser una silla de caoba sumamente cara.
El sgian dubh apenas distrae al retornado unos segundos antes de que se le cure la herida. ¿Dónde demonios está la pistola de rayos? Recorro rápidamente la habitación con la mirada en su busca, recorro con la vista la alfombra, los muebles y…
«¡Ahí está!». Veo el destello del acero de la pistola bajo el tocador.
A mi lado, el hada se levanta y busca a tientas el cuchillo que le he arrojado al estómago. Me lanzo a por la pistola y la cojo mientras ruedo sobre la espalda para apuntar. El generador de la pistola zumba cuando unas púas conductoras se levantan en la parte superior del cañón. En la boca de la pistola, unos vástagos puntiagudos se abren como pétalos de flor.
La criatura feérica se arranca el cuchillo con un gañido. Deja caer el sgian dubh al suelo y entreabre los labios para mostrar unos dientes afilados. Un gruñido grave y retumbante escapa de su garganta y vuelve a abalanzarse sobre mí.
Apunto a su pectoral y aprieto el gatillo.
La cápsula de seilgflùr en la pistola se libera un instante antes de que un fuerte rayo de electricidad se abra paso por la varilla. Ambos hacen blanco en el pecho musculoso y rezumante de la criatura.
El retornado araña la herida. Una figura de Lichtenberg parecida a un helecho se forma enseguida en el punto de entrada. La observo florecer cuando el seilgflùr se libera en el cuerpo de la criatura.
El enorme ser feérico cae al suelo a mis pies con un grito ahogado.
Mientras respiro con dificultad, espero el momento más preciado para mí. Cuando el hada exhala su último aliento.
En ese instante, su poder se desliza hacia mí, suave y caliente, como seda por la piel. Me estremezco al saborear el amoníaco y el azufre en la boca, y noto el calor del poder a mi alrededor.
Lo siento. Me siento fuerte, intocable y capaz. Un intenso resplandor de alegría me llena y apaga mi furia. Durante ese instante vuelvo a estar entera. No estoy destrozada ni vacía. La sombra interior que me obliga a matar está callada. Me siento aliviada. Estoy completa.
El poder se desvanece demasiado pronto y lo mismo sucede con el alivio. Y como siempre, me quedo con el dolor familiar de la cólera.