CAPÍTULO 29
Cuando doy la vuelta a la parte delantera de mi casa, me sorprende ver el ornitóptero aparcado en medio de la plaza Charlotte otra vez.
—Lo trajiste desde Dalkeith —le digo a Kiaran—. ¿Cómo diantre supiste conducirlo?
—Te observé ayer. —Kiaran lleva la mano al asiento delantero para sacar la pistola de rayos y la funda—. Creí que querrías esto.
Agradecida, la cojo y me ato la funda a las caderas antes de sentarme al timón.
—Déjame ver si lo he entendido bien. Estamos buscando un sello de dos mil años, totalmente oculto a las hadas…
—Sìthichean.
—Hadas. No tenemos ni idea de qué aspecto tiene, lo grande que es, ni siquiera dónde está…
—Se halla en lo que ahora se conoce como Queen’s Park —vuelve a interrumpirme—. La última batalla tuvo lugar allí y está directamente encima de la prisión.
—Así que tenemos la ubicación general, que casualmente mide unos cinco kilómetros de diámetro. Perfecto. Es perfecto.
Enciendo la máquina. Las inmensas alas se despliegan y se agitan, y no tardamos en despegar. Inhalo el aire lluvioso y giro el ornitóptero hacia el extremo sur de la ciudad.
—Deberías ser capaz de sentir el dispositivo en cuanto nos acerquemos lo suficiente —dice Kiaran—. Cuando lo activaron, las halconeras lo cargaron con sus poderes para protegerlo contra cualquier sìthichean que se topara con él.
—¿Cómo puedo estar segura de qué tengo que buscar?
Kiaran se queda con la vista clavada en la oscuridad más allá del ornitóptero.
—Lo sabrás cuando lo encuentres.
Suspiro de frustración y le echo un vistazo a la ciudad. Abajo, la luz de las velas titila en las casas de la Ciudad Vieja y las lámparas de gas proyectan sombras oscuras en las calles. Una fina niebla flota por encima del suelo y entre los edificios, cubriendo las calles de un blanco fantasmagórico. Cuanto más nos acercamos a Holyroodhouse y Queen’s Park, la luz se hace más tenue hasta que abajo no queda más que negrura.
El contorno apenas visible de la cima rocosa de los riscos de Salisbury aparece a la vista. Cuando se me acostumbran los ojos a la oscuridad, me fijo en las empinadas colinas del valle. Arthur’s Seat surge imponente con su pico rodeado de nubes y niebla. Giro el timón hacia un prado oscuro que hay justo debajo.
La lluvia golpea las alas de la máquina mientras descendemos y aterrizamos sobre la hierba. El parque está en calma salvo por el sonido del aguacero, sin pájaros ni animales que muevan las hojas de los árboles.
Mis botas de cuero se hunden en el suave césped del prado cuando bajo del ornitóptero.
—¿Ahora qué?
Kiaran no me mira.
—Caminamos. Detectamos.
Se aleja a grandes zancadas por la hierba oscura. Salgo corriendo detrás de él y me golpeo el dedo del pie con una roca.
—¿Podrías, por favor, aflojar el paso por la chica que tiene la inútil visión nocturna de los humanos?
Kiaran se detiene.
—Disculpa —dice, aunque no suena sincero.
Noto su intensa mirada en mí a pesar de la oscuridad, y me sigue costando mirarle, ahora más que nunca. Me ha visto llorar. En un solo instante me he visto obligada a renunciar a la venganza, a matar a Sorcha, o arriesgarme a perderle. Nunca me había dado cuenta de lo mucho que había empezado a importarme Kiaran hasta que me dolió tanto.
Me pregunto qué espantoso destino intentó evitar al hacerle esa promesa a Sorcha. ¿Qué haría que mereciera la pena conectar su vida a la de ella para toda la eternidad?
—¿Qué habrías arriesgado para matar a Sorcha? Y contesta sinceramente, Kam —añade antes de que yo pueda hablar—. ¿Habrías puesto en peligro tu vida?
Le miro, sorprendida.
—Por supuesto que no —respondo.
La mentira sale de mi boca con mucha facilidad. Ha llegado a dárseme tan bien el engaño que hay momentos en los que yo misma me creo mis mentiras. Es preferible decir una mentira con una pizca de verdad, un gancho fáctico donde colgar la falsedad. Por eso son tan fáciles de mantener.
—Veo tu determinación —dice en voz baja—. Te he visto decidir que poco importa más que la venganza. ¿Y sabes qué pienso?
—¿Qué? —susurro, casi con miedo de lo que vaya a responder.
—Te he hecho igual que yo.
Aparto la mirada, hacia la cuesta que lleva a los riscos. La lluvia me cae en la cara y no me molesto en apartármela. Tengo el pecho en un puño y una gran tristeza. Había esperado estúpida, inexplicablemente, que él iba a decirme que yo era fuerte, o magnífica. Que demostraría tener el mismo orgullo que sintió por mí anteayer en la sala de estar cuando llevé el cuchillo a su cuello.
Pero no lo ha hecho. Soy como él. También soy un monstruo.
Por un breve instante, deseo ser la chica de antes. Llevaría frívolos vestidos blancos, asistiría a bailes y nunca volvería a preocuparme por nada. Pero tuve que destruir a la chica que llevaba vestidos blancos porque era incapaz de matar. Y ahora he de vivir con esa elección.
Mi risa es ronca, amarga. Debería molestarme por todo lo que ha hecho. Sus lecciones se me quedaron grabadas hasta convertirme en lo que soy, una criatura vengativa y destructiva. Pero no. Esto es todo lo que tengo y no hay vuelta atrás.
—He tomado mi propia decisión, MacKay —le recuerdo.
—Es una decisión que sabía que tomarías —dice—. Vi tu ira la noche que nos conocimos y la comprendí demasiado bien.
Avanzamos con rapidez por el estrecho sendero en medio de Queen’s Park, los dos en silencio. Tiemblo por el frío y meto las manos en los puños de mi abrigo. Es inútil. Ya tengo la ropa empapada. Inclino la cabeza para mirar al cielo y dejo que la lluvia resbale por mi rostro. Las nubes son plateadas, bajas, y oscuras por los bordes inferiores.
Si muero, creo que echaré de menos esto. Echaré de menos las estrellas y las constelaciones que le encantaban a mi madre. Echaré de menos mi hogar. Me pregunto si a Kiaran le pasa lo mismo.
—¿MacKay?
—¿Mmmm?
—¿Alguna vez…? —Trago saliva—. ¿Alguna vez echas de menos el Sìth-bhrùth?
Bordeamos un pequeño lago, que refleja la luz plateada de la luna en el prado oscuro. Los movimientos de Kiaran son acartonados, como si le hubiera sobresaltado la pregunta.
—A veces.
—¿Cómo era tu casa allí?
—Bonita —responde—. Brutal. No hay palabras en ninguna lengua para describirla adecuadamente. —Cuando le miro con expectación, parece reacio a continuar—. Odiaba mi casa tanto como me encantaba.
—Pero ¿volverías, si pudieras?
—No —contesta Kiaran con la voz entrecortada, un poco enfadado—. Nunca. No merece la pena.
—¿Por qué no?
Suspira.
—Porque ya no pertenezco a ese lugar, Kam. Aunque tampoco este lo es.
No parece odiarlo. Suena como si lo echara de menos, como si hubiera dejado allí una parte de él que nunca será capaz de recuperar.
—¿Demasiados recuerdos dolorosos?
Pienso en la halconera que una vez le importó, en cómo sería. Consiguió convencerle para que prometiera no matar humanos, cambiar esencialmente para lo que había nacido. Lo que no alcanzo a saber es cómo humanizó a un ser feérico, frío, duro y cruel.
Justo cuando creo que se abrirá conmigo, se cierra. Tensa la mandíbula y se mete las manos en los bolsillos de sus pantalones mojados. «Sí», es todo cuanto dice.
Volvemos a estar en el camino de tierra. El crujido del suelo bajo nuestras botas es el único ruido aparte de la lluvia. El aguacero ha disminuido hasta convertirse en una ligera llovizna que parece nieve.
—A finales de invierno —dice Kiaran—, ¿seguirás queriéndote casar con él? ¿Con el vidente?
Cojo aire.
—Mi padre quiere que lo haga.
—Pero ¿qué es lo que tú quieres?
«Lo que tú quieras no es importante».
Pero sí lo es. Quiero salir de casa sin un acompañante. Quiero poder rechazar bailes y sonreír o llorar sin ser juzgada. Quiero volver a sentirme como antes. Quiero… quiero…
Volver a tener esperanza. Ansiar un día en que mi necesidad de venganza se calme y yo tenga un futuro. Sé la verdad. Aunque pudiera matar a Sorcha sin condenar a muerte a Kiaran, no cambiaré nunca. No puedo dejar de ser lo que soy. Ahora esta es mi naturaleza, como ha dicho Kiaran, y nunca estaré saciada.
No puedo pronunciar nada de esto en voz alta.
—Quiero decidir mi propio futuro —digo en su lugar.
Kiaran me estudia, largo y tendido.
—¿No es eso lo que queremos todos?
Una poderosa sacudida eléctrica me atraviesa el cuerpo. Sucede tan rápido que las rodillas me fallan y avanzo a trompicones.
—¿Kam?
—¿Qué es eso? —No duele, pero la sensación tampoco es precisamente buena. Me invade, extraña e inoportuna. Se me tensa la piel, me duele, y contengo las ganas de rascarme los brazos. Está debajo de la carne, es un cosquilleo persistente—. ¿No lo sientes?
Kiaran niega con la cabeza una vez.
—¿Cómo es?
—Algo eléctrico. —Vuelvo a estremecerme—. Es irritante. Como si se me fuera la piel.
Kiaran me coge del brazo para tirar de mí.
—Entonces, debemos de estar cerca.
La sensación se hace más intensa al continuar, pero también más tolerable. Siento la sangre bombeando por el cuerpo, animándome a moverme más rápido. Cierro los ojos un instante y dejo que me guíe.
Salto por encima de una roca mientras corro por la hierba, aunque apenas vea. Kiaran va a mi lado.
La sensación aumenta, la electricidad se intensifica, como si me atrajera un imán. Giro hacia otro sendero pedregoso y me doy cuenta de que nos dirigimos hacia lo que queda de la capilla de St. Anthony.
Corro hacia la pared norte de las ruinas de piedra, donde antes estaba la entrada a la capilla. La energía me obliga a agacharme antes de llegar al umbral y caigo de rodillas en el lodo.
Luego cavo. Con los dedos, con las manos. No sé qué demonios estoy haciendo. Tan solo araño el suelo desesperadamente, respirando con tanto esfuerzo que me duele la garganta. Cavo y cavo hasta que las uñas me sangran y la tierra me cubre la piel. Por algún motivo sé que mi cuerpo no dejará de temblar hasta que encuentre el artefacto. Tengo que encontrarlo. Noto un zumbido en mis oídos, un bajo chasquido que lo único que consigue es que cave más desesperadamente. Tengo que encontrarlo. No puedo parar ahora.
Rozo con las uñas algo metálico. Mientras quito el barro, algo dorado resplandece debajo; está caliente al tocarlo. Algo que lo destapa me tranquiliza. El chasquido se suaviza mientras aparto la tierra que rodea el disco luminoso y dorado del tamaño de una rueda de carruaje.
El zumbido y la electricidad han desaparecido así como mi temblor. Me inclino sobre la tapa dorada del sello, recorriendo con la mano los símbolos que hay grabados. ¡Qué hermoso y caliente! Hay cinco hendiduras cerca del borde del disco, como si las hubieran dejado las yemas de unos dedos. Me veo obligada a colocar los míos llenos de barro sobre ellas.
El chasquido cesa y de repente me ciega una luz.