CAPÍTULO 26

Kiaran y yo estamos sentados en silencio en el ornitóptero mientras volamos por el despejado cielo nocturno. El aire frío aquí arriba me seca la piel y me envuelvo en mi grueso abrigo. Apoyo la mano en el timón y observo cómo el suelo pasa a toda velocidad bajo nosotros. Sobrevolamos la campiña más allá de la ciudad, donde todo está en silencio. No hay muchas casas y se identifican tan solo por la tenue luz de las velas que brilla en algunas ventanas aisladas en medio de las oscuras tierras de labranza.

Kiaran no ha pronunciado una sola palabra desde que dejamos la plaza Charlotte, como si presintiera que me muero de ganas por preguntarle acerca de la chica de la que estaba enamorado y qué le sucedió.

Le miro, examinando sus rasgos, su expresión pensativa. Intento imaginármelo como un monstruo impenitente similar a los seres feéricos que he matado. ¿Qué tendría ella que le hizo cambiar? No creía capaces a los sìthichean de enamorarse de los humanos. Los depredadores no se enamoran de sus presas.

Antes de poder preguntar, Kiaran me ordena:

—Dirígete ahí abajo, junto a esa residencia de aspecto lúgubre.

Me asomo por encima del timón.

—¿El palacio Dalkeith?

Tras su asentimiento, giro el timón para rodear el claro hasta que encuentro el lugar perfecto en el que aterrizar. Allí, detrás de una hilera de árboles que debería evitar que nos vieran desde las ventanas del palacio, si por casualidad alguien miraba por ellas mientras estábamos aquí. La máquina se posa suavemente en el suelo y tiro de la palanca para retraer las alas.

—No entraremos a la fuerza, ¿verdad?

Kiaran mira en dirección al palacio, asqueado.

—No puedo imaginar que haya algo ahí dentro por lo que merezca la pena entrar sin permiso.

—A lo mejor Su Gracia tiene jarrones vacíos en las repisas de sus muchas chimeneas —digo secamente— y puedas robarlos para sustituir los que rompiste accidentalmente en mi casa.

—Eso no fue un accidente. Decidí que no me gustaban.

Sale del ornitóptero de un salto y comienza a alejarse con pasos largos.

Me apresuro a seguirle por el césped, corriendo para seguir el ritmo de sus grandes zancadas. Atravesamos los árboles y pasamos por un camino de tierra delante del palacio. Es una estructura majestuosa, de altura, nada sombría en mi opinión, con ladrillos de arenisca y una colección generosa de ventanas altas. Las chimeneas se proyectan hacia el cielo en el tejado, una pequeña indicación de que hay muchas habitaciones en el interior, pero tan solo sale humo de uno de los cañones en la parte trasera del palacio. Alguien debe de estar en casa, entonces. El olor a madera quemada persiste ligeramente en el aire mientras sigo a Kiaran por una zona boscosa en el lateral del ala este.

Mis botas chapotean en el barro mientras intento esquivar con cuidado las raíces de los árboles.

—¿Hay alguna posibilidad de que me digas adónde vamos?

La sonrisa de Kiaran se ve hasta entre los árboles oscuros.

—Detestas que te tengan en vilo, ¿no?

—Cuando me tienes en vilo, siempre pasa algo malo. Como tener que luchar yo sola contra dos gorros rojos.

—No hubo consecuencias terribles —responde, echándome un vistazo—. Sobreviviste con daños mínimos.

La noche es fresca. El frío traspasa mi abrigo y se me clava en la piel. Cruzo los brazos para mantenerlos calientes. Caminamos sin hablar y respiro con dificultad en comparación con Kiaran. Mientras avanzamos entre los árboles, la niebla comienza a espesar a nuestro alrededor. No tardo en ver nada más que a pocos metros delante de mí y no distingo ningún sendero. Sería muy fácil perderse aquí.

La voz de Kiaran me asusta.

—Háblame del vidente. ¿Le amas?

—No —respondo—. Solo vamos a casarnos.

Puede que amara a Gavin antes, cuando era más joven. Estaba convencida de que él y yo estaríamos juntos el resto de nuestras vidas. Ahora he descubierto que es mi pareja perfecta —mucho más de lo que jamás hubiera soñado—, pero lo único que siento por él es un cariño platónico. No hay pasión. No hay amor, ya no. A veces me pregunto si soy capaz de amar.

—¿Cuál es exactamente el propósito de comprometerte con alguien a quien no quieres?

—El deber es lo primero —contesto con amargura—. Eso es lo que siempre dice mi padre. Pocas damas que avergüenzan a su familia tienen la suerte de que el caballero que ayudó a arruinarla le pida en matrimonio.

Permanece impasible.

—¿Te arruinó?

—Por supuesto que no. Me salvó la vida anoche y el destino no se portó bien con él por ello.

—¿No podías elegir no casarte con él si no querías? —pregunta.

—Las mujeres de mi mundo no tienen muchas opciones, MacKay. Ya han decidido mi vida por mí.

—En menuda prisión vives —murmura sin una pizca de sarcasmo—. Me pregunto cómo respiras.

La niebla por fin se disipa cuando nos acercamos al claro. Caminamos por la hierba alta y echo la cabeza hacia atrás, para estudiar las estrellas. «¿Conoces sus nombres, Aileana?», oigo la voz de mi madre en aquellas noches que pasamos en el jardín enumerando las constelaciones.

Los cielos despejados no son algo frecuente durante los inviernos escoceses y recuerdo cada uno de los que presencié en la infancia. Los inventos son mi afición y la astronomía era la de mi madre. Cada vez que veo un cielo nocturno sin nubes, me acuerdo de ella señalando las constelaciones con sus dedos largos y gráciles mientras repetía los nombres.

Me doy cuenta de que he dejado de caminar y corro para alcanzar a Kiaran.

—Perdona.

La luna brilla tanto que lo ilumina todo mientras avanzamos por el claro. Un sabor repentino me estalla en la lengua, sorprendiéndome. No tiene la fuerza del poder feérico al que estoy acostumbrada, sino que se trata de algo de distinta índole. Un sutil toque a terracota, acompañado del aroma a primavera y sal, como si estuviéramos cerca del mar.

Le echo un vistazo al claro en busca del origen de la fragancia, que no hace más que aumentar conforme caminamos, y un enorme tejo en medio del espacio atrae mi atención. Descuella sobre nosotros, y las ramas se separan en todas las direcciones. Unas pesadas raíces sobresalen del suelo. Es el árbol más alto que he visto de su especie.

Me asomo entre las ramas.

—No recuerdo haber oído que Su Gracia tuviera un tejo de este tamaño en su propiedad. Estoy segura de que alguien lo habría mencionado.

Hasta que no toco el tronco y el sabor se intensifica no me doy cuenta de que el árbol es la fuente. ¿Por qué demonios iba a tener un árbol ese poder?

—Está oculto para los humanos —dice Kiaran, que aparece a mi lado—. Lo ves solo porque llevas el cardo.

Coloca la palma plana sobre el tronco.

—¿Qué haces?

Casi sonríe.

—No creerás en serio que te he traído hasta aquí solo para ver un árbol, ¿no?

Antes de que pueda responder, le da un puñetazo al tronco. Un estruendo discordante retumba y el suelo se sacude bajo mis pies. Un relámpago se dispersa por el cielo despejado, deslumbrantemente brillante. Cae un rayo en el centro del árbol con un destello intenso.

Retrocedo a trompicones y cierro los ojos con fuerza ante la avalancha de luz. Un fuerte chasquido retumbante me sobresalta lo suficiente para arriesgarme a abrirlos de nuevo. Observo cómo el tronco del árbol se parte justo por la mitad. Las ramas se inclinan hacia el suelo a ambos lados, dejando un enorme agujero en el corazón del tejo. Las raíces salen de la tierra y se enroscan las unas alrededor de las otras para convertirse en escalones.

Entre las dos mitades del árbol, se forma un espejo que ondula como el agua. Veo allí mi reflejo, aunque no muy bien por las incesantes ondas.

—¿Qué es? —susurro.

—El clomhsadh —responde Kiaran—. Déjame que te lo enseñe.

Un pasadizo feérico. Llevo automáticamente la mano hacia la pistola de rayos en la funda de la cintura. ¿Por qué me ha traído aquí, si no es para luchar? Entonces le miro a los ojos. Ojalá encontrara algún indicio de su propósito, sin importar lo pequeño que fuera, pero no veo nada.

Antes de que suceda algo, un escalofrío me recorre la espalda mientras sigo a Kiaran por las escaleras enraizadas. Al llegar al final, me detengo para comprobar mi arma una vez más antes de atravesar el portal.

Más allá del clomhsadh hay un lago. Kiaran y yo estamos en una playa de arena rodeada de árboles tan altos que rozan las nubes espesas sobre nuestras cabezas. El mismísimo lago está tan quieto que parece helado. La superficie del agua desprende una neblina que se enrosca en mis pies y sube por las piernas y los brazos. El aire aquí es eléctrico, está tan vivo que juraría que le he oído susurrar, pero tan bajo que no distingo las palabras. Observo el suave resplandor latente del lago mientras la superficie brilla y cambia de color, de aguamarina a carmesí oscuro, hasta un reluciente dorado.

Se ven las estrellas entre las nubes… ¡Dios, nunca las he visto tan luminosas! Brillan en elaboradas constelaciones extrañas, que se arremolinan como si soplara una brisa.

El aire es fragante, floral, ácido y dulce al mismo tiempo. Y el sabor aquí es como el de Kiaran, tiene la misma intensidad salvaje que su poder.

—¿Dónde estamos?

Los ojos de Kiaran brillan, son incluso más raros que de costumbre, y su piel exquisita resplandece un poco, como iluminada por la luz de la luna. Es como si lo viera por fin claramente, del modo en que debería ser. Nunca ha tenido un aspecto tan radiante, tan inhumano.

—El Sìth-bhrùth.

No me extraña que todo parezca aquí tan diferente. Estamos en el reino de las hadas. Desenfundo mi pistola de rayos, porque puede aparecer un ser feérico hostil en cualquier momento.

—¿Por qué me has traído aquí? —pregunto, escudriñando una hilera de árboles, con el dedo firme en el gatillo ante cualquier movimiento.

—Hay varios reinos dentro del Sìth-bhrùth, Kam —contesta—. Este antes era terreno neutral, el único lugar donde no se permitió nunca el conflicto. —Le echa un vistazo al lago—. Puedes retirar el arma. Aquí estamos a salvo.

No estoy muy convencida.

—Sé cómo funciona esto, MacKay —digo—. He oído historias. Las hadas traen aquí a los humanos durante lo que parecen horas, pero cuando se marchan, han transcurrido años en el mundo humano.

Kiaran casi sonríe.

—Yo controlaré el tiempo. Estarás en casa por la mañana.

Con un suspiro de resignación, enfundo la pistola y camino hacia delante. Mis botas se hunden en la blanda arena de la orilla.

—Muy bien. ¿Y qué hay más allá del lago?

—Dos grandes territorios: Seelie y Unseelie. Llevan abandonados dos mil años. —Frunce el entrecejo, como si hubiera recordado algo que llevaba mucho tiempo olvidado—. Tras la guerra, los únicos sìthichean que quedaron aquí fueron los que pertenecían a los reinos más pequeños que se habían negado a luchar. La mayoría cruzaron al mundo humano después de que se encerrara a los demás.

Esas son las criaturas que mato casi todas las noches. Con los seres feéricos más fuertes atrapados, las hadas más débiles y solitarias pueden escoger los humanos que quieran. Un auténtico banquete. No me extraña que no quisieran quedarse en el Sìth-bhrùth.

—¿Qué sucederá con este lugar?

—Me imagino que los del montículo regresarán a sus reinos si no conseguimos volver a atraparlos bajo la ciudad.

Se refiere a si fracasamos. Apenas puedo permitirme contemplarlo. Si lo hago, no soportaré la carga y se convertirá en algo terrible y aplastante. Dos contra cientos, sin manera de evacuar la ciudad. Somos lo único que se interpone entre las hadas y la completa destrucción. Nada más pensarlo, me entran ganas de echar a correr y no mirar atrás.

—¿Estás preocupado? —pregunto—. ¿No deberíamos estar buscando el sello o haciendo acopio de armas? Debemos prepararnos, MacKay, no malgastar las valiosas horas del mundo humano por estar aquí.

Kiaran me mira, más distante que nunca.

—He visto mi parte de la batalla y me he enfrentado a cosas peores de las que estamos a punto de presenciar. ¿Sabes qué es lo fundamental?

—¿Qué? —pregunto, exasperada.

Inclina la cabeza hacia la hermosa escena que se despliega ante nosotros.

—Captar esto, todos los momentos en calma que puedas. Inhala la vista tan profundamente que el recuerdo se convierta en una parte esencial de ti. A veces, será lo único que te mantenga con los pies en el suelo. Te he traído aquí para ofrecértelo.

Me pregunto qué recuerdos harán que Kiaran siga con los pies en la tierra para querer que yo experimente lo mismo. Siempre ha sido implacable en el entrenamiento y nunca me ha dado a entender que tenía veneración por la serenidad.

Casi vuelvo a preguntarle por su pasado, por la mujer que amó. Pero mientras le observo, decido lo contrario. Mira pensativamente el lago y encuentro en él una tristeza que refleja mi propia pena. A veces los recuerdos a los que más nos aferramos son los que más daño nos hacen.

—¿Por qué no has vuelto a tu reino?

Kiaran se pone tenso.

—Esta playa es lo máximo que puedo acercarme.

—¿La playa? —Miro el agua tentadora, que ahora resplandece de un color cálido, intenso, verde azulado, que me recuerda a las descripciones del Mediterráneo—. ¿Qué pasa si vas más allá?

La pena cruza su rostro. Si no hubiera estado mirándole fijamente, me lo habría perdido.

—Moriré.

Me sorprende su respuesta.

—¿Qué? ¿Por qué?

Su máscara vuelve a colocarse en su sitio, severa e inflexible.

—Es un sacrificio que hice, Kam. No podré volver allí jamás.

Me aparto de él, antes de preguntarle nada más. Me siento tentada a decir algo tranquilizador, pero me parece condescendiente consolar a alguien que ha visto tanto, que conoce de primera mano lo duro que puede llegar a ser el mundo. A veces no se encuentran palabras.

Me agacho hacia la arena y ansío tocar el agua, pero no quiero ser insensible. No sería justo para Kiaran.

—Adelante —dice—. No me importa.

Sonrío ligeramente y toco con cuidado la superficie del agua. Ondula bajo las yemas de mis dedos y envía delicadas ondas por todo el lago, que se iluminan como helechos de luz. Qué extraño y hermoso.

—Nunca me has contado cómo evitaste quedar atrapado con los demás bajo la ciudad —digo.

Kiaran se sienta a mi lado en la arena y cruza sus largas piernas.

—No. Es una historia poco interesante.

El agua está fría cuando hundo la mano y muevo los dedos en la arena lisa y brillante. Me encanta cómo resbala por mi palma, cómo reluce igual que las estrellas. Hay un largo silencio entre Kiaran y yo mientras observamos las ondas cruzar el agua. Hago como Kiaran me ha sugerido y me permito recordar una época antes de todo esto, antes de conocernos.

Pienso en mi hogar, en el pasado. Cuando nombraba constelaciones en las noches claras. En primavera, cuando el brezo colorea el jardín. Cuando viajaba con mi padre a la finca en el campo, a las afueras de St. Andrews. Pienso en las tardes relajadas, tumbada con mi madre en el césped, contemplando las nubes pasar por encima de nuestras cabezas tan rápido que mareaba.

Mi madre solía ver formas de flores en las nubes. Localizaba campanillas de invierno, prímulas y lirios. Creo que era porque se trataba de sus favoritas. Mientras ella veía un jardín en el cielo, yo solo veía…, bueno, nubes. Siempre era la más realista de las dos.

—MacKay —digo—, ¿crees que… sería normal si nunca hubiera llevado el seilgflùr? —Vuelvo a recorrer la superficie del agua con los dedos—. ¿Como mi madre?

—No había desarrollado sus habilidades, por lo que nunca se sintió obligada a cazar sìthichean. —Kiaran niega con la cabeza—. Desgraciadamente para ti, al romperse el sello se habría interrumpido la vida normal que pudieras haber tenido —dice—. De todas formas tendrías que haber luchado. Nunca has tenido otra opción.

Siempre había creído que lo único que controlaba era cazar seres feéricos. Yo elijo cuándo, dónde y cómo mueren. Escojo mis armas y cuánto tiempo me permito disfrutar de nuestra pelea antes de terminar con sus vidas. Pero ahora conozco la verdad, la auténtica razón por la que cazo. «Nunca has tenido otra opción».

Me seco la palma mojada en los pantalones y digo con amargura:

—No me queda más remedio, ¿eh? ¿Alguna vez ha dejado de cazar una halconera activa?

Kiaran se apoya hacia atrás sobre las manos.

—Lo intentaron unas cuantas. Al final, no pudieron evitar su verdadera naturaleza más de lo que tú serás capaz. —Me mira con esos ojos de amatista y plata fundida, que no se parecen a nada que yo haya visto antes—. A menos que me equivoque. Cuando te imaginas dentro de unos años, ¿estás con el vidente? ¿O nos ves a nosotros dos, planeando nuestra próxima matanza?

Aparto la mirada. No contestaré a eso. Ya sabe la verdad.

—¿Cuál es la naturaleza de un sìthiche, entonces?

Se queda mirando el agua fijamente.

—A los sìthichean les consume la obsesión de obtener poder. Han perdido todo cuanto les importaba.

—¿Acaso ya no tienen poder?

—Ah, Kam. El poder es inconmensurable. —Exhala las palabras como si supiera por experiencia propia lo embriagador que es—. Es emocionante, seductor, un antojo que se convierte por dentro en dolor. Una necesidad que nunca se sacia ni se olvida.

Todos los seres feéricos que he matado me alivian físicamente, me dan tregua en la culpa. Con el éxtasis de sus muertes, mis recuerdos dejan de existir y lo único que queda es la alegría superficial del poder.

No soy mejor que un ser feérico. Ambos matamos por un solo momento de alivio. ¿Cómo voy a admitirlo delante de Kiaran? Ahora vivo para la caza. Ya no se trata solo de supervivencia ni de venganza… También se ha convertido en una adicción.

Cuando cierro los ojos, me imagino fácilmente el poder atravesándome, tan extraordinario y maravilloso como la velocidad que adquiere en esos primeros segundos tras la muerte de un hada. Ahí está, el mismo fuerte bombeo de sangre por mis venas, la corriente eléctrica que me eriza el vello de todo el cuerpo. Esa ligera sensación de elevarme flotando del suelo.

Excepto que esta vez juro oír a mi madre murmurando, de la misma manera que solía hacerlo. Estoy absorta por el recuerdo, por el suave arrullo de su voz, por el poder que me atraviesa, tan fuerte que me duele el pecho.

Con una sonrisa, murmuro:

—Ojalá pudieras oírla.

Me siento ridícula al decirlo, pero las palabras se me escapan de la lengua con poca resistencia. El canto es relajante, podría quedarme dormida mientras lo oigo, aquí mismo, en la playa.

—¿Oír a quién?

Acurruco la mejilla en las rodillas y le ignoro. Es vital que me agarre a ese recuerdo. Me temo que si lo pierdo, olvidaré el sonido de su voz.

—Kam —dice bruscamente Kiaran, sujetándome de los hombros.

Una risa ligera y etérea interrumpe la calma. La boca se me llena del grotesco sabor a hierro y sangre que parece que me obliguen a tragar. Toso, me entran arcadas en el hombro de Kiaran, y después le aparto de un empujón para vomitar sobre la arena. Lo único que sale es bilis.

—Kadamach —dice una voz argentina, familiar—. Sabía que te encontraría aquí. —Ríe una vez más—. Y has traído contigo a tu halconera.

Me quedo helada. La sangre en mis venas se congela y no puedo respirar. Vuelvo a ser la niña que era antes, débil e indefensa. El cadáver de mi madre yace sobre los adoquines. Tengo las manos manchadas de sangre que no puedo limpiar y froto, froto y froto, pero no sale, mi vestido está destrozado, he sido mancillada y «el carmesí es el color que más te favorece, el carmesí es el color que más te favorece, el carmesí es el color que…».

—No —gruño.

Eso no. No volveré ahí. No volveré a ser esa niña. Intento expulsar el recuerdo de mi mente, pero se aferra con fuerza, tan real y despiadado que no deja de repetirme que no puedo hacer nada por impedirlo. Entonces, de repente, desaparece tan deprisa que emito un grito ahogado.

—Así que esa eras tú —dice la baobhan sìth tan bajo que apenas la oigo—. Perteneces a esa halconera que maté el año pasado.

Kiaran se pone de pie.

—¿Qué quieres, Sorcha?

La conoce, igual que conocía a aquel gorro rojo. Le dije que estaba buscando a la baobhan sìth la noche que nos conocimos. Sabía que era ella todo este puñetero tiempo. Es otro claro recordatorio de que no debería ablandarme respecto a él. No es de fiar.

—¿Qué es lo que quiero? —pregunta sin darle importancia—. ¿Por qué no empezamos presentándonos como es debido? Ha pasado mucho tiempo, a ghaoil.

—No vuelvas a llamarme así —dice Kiaran—. Jamás.

Nunca le he oído tan silenciosamente enfurecido, a pesar de lo que haya podido decir yo para provocarle o lo mucho que haya intentado terminar con su paciencia.

Sorcha chasquea la lengua.

—Puede que te satisfaga olvidar nuestro pasado, pero a mí no.

—Nunca estaré satisfecho —responde—. No hasta que estés muerta.

—No lances vanas amenazas, Kadamach —dice Sorcha—. Todavía tienes una obligación por la promesa que me hiciste. Feadh gach re. Para siempre, ¿recuerdas?

¿Una promesa? ¿Le hizo una promesa? El hada vuelve a hablar, dice algo en su idioma. Su voz empalagosa me lleva de nuevo a aquella noche, al primer instante en que la oí. «El carmesí es el color que más te favorece».

Kiaran gruñe algo en la misma lengua y Sorcha se ríe. Entonces noto su mirada sobre mí, pesada, evaluadora.

—¡La pobre! —murmura Sorcha—. ¿Está asustada tu halconera? Niña —me llama—, abre los ojos.

No, no soporto mirarla. No puedo.

—¿No me oyes? He dicho que abras los ojos.

Su tono autoritario me obliga a obedecer. Me quedo mirando al hada que asesinó a mi madre.

La baobhan sìth es más aterradora de lo que recuerdo, y más hermosa. Sorcha se cierne sobre el centro de la superficie helada del lago, alta, pálida y perfecta como el mármol. Su vestido blanco y suelto se infla y cae a su alrededor en una brisa que no noto, de una tela tan suave y fina que parece humo. Sus ojos me ponen nerviosa, son fríos e impasibles, intensos como esmeraldas.

Entonces los labios de Sorcha se curvan para formar una sonrisa infernal, la que me persigue en mis pesadillas.

Se me tensa el pecho y no puedo respirar. Desesperada, intento coger aire. Entonces, siento a Sorcha en mi mente, una presencia decidida y despiadada.

Intento luchar contra ella, pero es fuerte. Es un peso que me presiona hacia abajo hasta que los recuerdos me asaltan y no soy más que la chica traumatizada que presenció el asesinato de su madre.

Vuelvo a estar junto al cuerpo de mi madre y huelo la sangre. La fría lluvia penetra en mi vestido, tiñendo de rojo la tela que se pega a mis piernas, congelándome. Huele a sangre y parece tan real, tan espesa en las manos, que juro que me mancha la piel. Caigo de rodillas, respiro agitadamente y araño la arena para quitármela mientras las lágrimas empañan mi visión.

—Sorcha —espeta Kiaran.

Suena muy lejos.

Los recuerdos cesan. Vuelvo a estar en mi cuerpo, fuera del vestido empapado de sangre. Respiro con fuerza y no intento levantarme. Me está costando muchísimo no desplomarme.

—Así que esta es tu campeona —dice Sorcha con desprecio—. Ni siquiera soporta el más básico control mental.

—Ha matado a todos los sìthichean que has enviado —responde Kiaran, mirándola de arriba abajo—. Los venció una chica de dieciocho años con solo un año de entrenamiento. Qué patética debe de hacerte sentir.

Los ojos de Sorcha arden y veo desde aquí cómo se intensifica su color.

—Como recordarás, fui yo la que las llevó a la extinción. Nunca se te ha dado muy bien mantenerlas con vida, ¿no?

Los nudillos de Kiaran están blancos alrededor de la empuñadura de su espada.

—Dime por qué estás aquí.

Le ignora y me mira otra vez, estudiándome, examinándome con tanta intensidad que deseo desaparecer.

—Qué criatura más triste eres, ni por asomo eres tan fuerte como tus antepasadas lejanas. Ese es el fallo de Kadamach, ¿sabes? —dice dulcemente.

—No —interviene Kiaran—. Ahora no es el momento.

—Oh, yo creo que es el momento perfecto. ¿Te digo por qué tu madre no podía verme, pequeña halconera? ¿Por qué no podía luchar? Él eliminó las habilidades de las halconeras que sobrevivieron a la guerra para que las habilidades de sus hijas nunca se manifestaran y no pudiera localizarlas. Busqué durante siglos, pero fue en vano. —Sonríe—. Hasta que por casualidad vi a tu madre. Débil. Indefensa y sin entrenamiento, por su culpa. No tenía ninguna oportunidad de vencerme.

«Oh, Dios». Quiero que Kiaran me diga que no es cierto. Que Sorcha miente porque esto es un juego para ella. Pero no lo hace. Ni siquiera me mira.

—Ya basta, Sorcha. —La voz de Kiaran es poderosa. Resuena por todo el lago—. Dime por qué estás aquí.

—Si insistes… —dice—. Tengo un mensaje de mi hermano. —Al ver la expresión asustada de Kiaran, su sonrisa adquiere un toque petulante—. No están totalmente aislados bajo tierra, Kadamach. Algunas paredes son lo bastante finas para hablar a través de ellas. Lonnrach quiere que sepas que me ha pedido que retire mis soldados. Por lo visto, cree que tu campeona merece luchar con él. —Hace una pausa y vuelvo a notar su mirada sobre mí, intensa e inquisitiva—. Yo no estoy de acuerdo con él.

Me pongo de pie, busco la venganza en mi interior y… no siento nada. Ni la criatura destructiva dentro de mí que ansía violencia, ni la necesidad de liberarla. Simplemente nada. Me la ha robado.

—Sin duda es diferente a tu otra mascota halconera —dice Sorcha—. Una lástima cómo acabó aquello.

La mano de Kiaran se tensa alrededor de la empuñadura de su espada, pero no la desenvaina.

—¿Es eso todo lo que se te ocurre?

—No, pero preferiría hablar de esto. —Sorcha sonríe con burla—. ¿Puedes repetirme el nombre de la chica? Nunca me molesté en recordarlo.

—Termina tu mensaje —dice con total tranquilidad— o te clavaré la espada en el corazón. Haya promesa o no.

—Veo que tu paciencia no ha mejorado. —Sorcha inclina la cabeza—. Esta la has escondido bien, Kadamach. No supe de su existencia hasta hace quince días.

Entonces recuerdo las palabras que me dirigió Kiaran aquella noche en el puente con los gorros rojos. Las palabras que lo cambiaron todo. «Ahora que has cazado sola, ella sabe que hay una halconera en Edimburgo».

Si hubiera estado prestando atención, habría advertido que había dicho «ella» y no «ellos». Lo que significa que cualquiera de los seres feéricos con los que he luchado los últimos quince días habían sido enviados por ella. No me extraña que estas últimas noches hayan estado rebosantes de hadas tras de mí y no al revés.

Pensativamente, añade:

—Hasta que vi tus recuerdos, ni siquiera sabía que me viste matar a tu madre. ¡Qué pena!

La venganza crece en mi interior, más poderosa que nunca. Me arde la piel, se purifica mi furia, se convierte en una tormenta emergente dentro de mí hasta que me quedo sin recuerdos ni culpa. «Por fin».

Nuestras miradas se entrecruzan.

—Ponme a prueba —le digo—. Te haré sangrar.

Sorcha sonríe al oír mis palabras.

—No me percibía, ¿sabes? —Muestra esos dientes alargados que recuerdo tan bien—. Le arranqué la garganta antes de que pudiera hacer nada.

Exploto. Saco la pistola de rayos del cinturón y aprieto el gatillo antes de darme cuenta de que Sorcha está demasiado lejos para que la alcance la cápsula.

La cápsula le da al agua como si fuera hielo sólido. La electricidad chisporrotea por la superficie y el olor a ozono se lo lleva el aire. Me sorprendo cuando al inhalar detecto también un toque de seilgflùr. Como si el cardo fuera aquí más potente.

Sorcha se dobla e intenta coger aire con tanta fuerza que agita todo el cuerpo por el esfuerzo. Apenas logra hablar.

—¿Qué has…?

Entonces tose, con profundidad y aspereza, salpicando de sangre oscura su vestido blanco. Un humo se eleva desde sus pies como si toda la superficie del agua quedara saturada por el cardo, que la quema.

Puede que ahora sea mi única oportunidad de matarla antes de la batalla. Quiero que muera por lo que le hizo a mi madre. Por mí.

—Kam, detente.

Me lanzo hacia el lago, con la pistola levantada, pero una fuerza invisible me echa hacia atrás. Choco contra uno de los árboles que bordean el agua y termino en el suelo. Las hojas caen a mi alrededor. Aún tengo la pistola en la mano, pero la cojo sin fuerza. El poder de Kiaran me deja un fuerte sabor saturado a tierra en la boca.

Me duele la garganta al tragar. Me pongo en pie y vuelvo a enfundar la pistola. Kiaran está entre Sorcha y yo. Ella sigue esforzándose por respirar. Es el momento perfecto para matarla.

—Quítate de en medio.

—No.

—¡Aparta!

Intento arremeter contra él, pero chocamos con tanta fuerza que me quita todo el aire de los pulmones.

—No, Kam —dice, sujetándome—. No puedo permitírtelo.

Le agarro de los hombros y la tela se rompe al arañarle con las uñas.

—¡Maldito seas, ahora está debilitada! Me dijiste que nunca te pondrías en mi camino —le recuerdo—. Lo prometiste.

Se acerca aún más.

—Nunca pronuncié las palabras que cierran una promesa.

Antes de que pueda responder, me pasa los dedos por la sien. El fuerte sabor a miel y tierra me inunda la boca y empiezan a pesarme los ojos. Intento resistirme, pero no puedo. Su poder es demasiado fuerte. Justo antes de que el vacío se apodere de mí, apoya su mejilla contra la mía. Creo que le oigo susurrar.

—Lo siento.