CAPÍTULO 25
Me despierto por el sonido de una silla arañando el suelo de madera noble. Me muevo y abro los ojos para ver a Kiaran a punto de abandonar mi dormitorio.
—¿Te vas a hurtadillas sin despedirte? —pregunto.
Kiaran se detiene y gira la cabeza.
—No quería despertarte.
—Mentiroso. —Cambio de posición experimentalmente y me siento aliviada al descubrir que ha desaparecido el entumecimiento. Me siento… de maravilla, en realidad. No me duele nada—. ¿Qué aspecto tiene la espalda? ¿Horrible?
Las pesadas botas con hebilla de Kiaran no hacen ruido cuando se acerca a la cama. Se sienta a mi lado.
—Compruébalo tú misma.
Cuando retuerzo el brazo para tocar a tientas las heridas, espero encontrar las puntadas tirantes cubriendo las marcas que me dejaron las garras, y la carne resbaladiza por la sangre. En cambio, me encuentro con la piel seca y unas cicatrices lisas y elevadas donde habían estado las heridas hace tan solo unas pocas horas. Estas nuevas insignias, aunque parezca que llevan años allí, acompañan a las muchas otras que me cubren desde hace tiempo la espalda.
Miro a Kiaran boquiabierta.
—¿Qué…? —Me muevo para volver a tocarlas. ¡Dios, hasta la colcha no tiene sangre!—. ¿Cómo has…? —Me quedo mirándolo—. ¿Con algún remedio feérico?
Kiaran se encoge de hombros. Le ignoro y empujo la colcha inmaculada hacia las piernas. Todos los cortes que me hice arrastrándome por las rocas de la playa están curados. La piel en carne viva de la mano con ampollas reventadas ahora está lisa. Hasta las heridas en el antebrazo, donde me rozaron los dientes del cù sìth, han cicatrizado. Los moratones y dolores que tenía han desaparecido.
—¿Y ahora me dirás que has tenido ese mejunje todo el tiempo? —masculló entre dientes.
—Por supuesto.
Su respuesta es despreocupada.
Recuerdo esas noches en las que me dirigía a casa tras una de nuestras cazas, llena de sangre, en su mayoría mía. Cuando apenas conseguí sobrevivir y Derrick tenía que despertarme cada pocas horas para asegurarse de que no estaba muerta. Soporté las heridas en secreto y el dolor empeoró por las capas de ropa y corsés.
Kiaran podía haberlo aliviado. En cambio, me hizo aguantarlo. De repente, se desvanece la lástima que sentía por su antigua amante humana y me quedo con el flagrante recordatorio de que puede llegar a ser un desalmado.
—¿Nunca has sentido la necesidad de usarlo durante alguna de esas noches en las que me hicieron tantísimas heridas? —pregunto, con voz temblorosa.
—Este era un caso especial —responde—, puesto que el veneno te habría matado.
—Me sorprende que no lo hayas permitido —replico.
Ahí está de nuevo la cólera de Kiaran. Refleja la mía propia, salvo que mientras la mía está al rojo vivo, la suya es tan fría como el hielo. La temperatura de la habitación baja y cuando inspiro, noto que los pulmones se me encogen.
—¿Qué hubieras propuesto hacer? —pregunta—. ¿Que te apartara cada dos por tres de los monstruos a los que te enfrentas? —Se acerca a mí hasta que prácticamente nuestras narices se rozan—. ¿Debería ahogarte con mi protección hasta que no pudieras respirar o hasta que movieras un dedo para defenderte?
—No exageres —gruño.
—Te entrené para la batalla —me dice—. Cuando luchemos contra los sìthichean, ¿crees que llevaré esos frascos encima? ¿Que tendré aguja e hilo a mano? Curar no es uno de mis poderes, así que te enseñé a soportar el dolor.
Ya no me importan sus excusas. Tengo que saber qué más me oculta.
—Dime, ¿cuánto tiempo hace que sabes que el sello iba a romperse? —Como no responde, le vuelvo a preguntar—: ¿Cuánto tiempo?
Aprieta la mandíbula.
—Desde antes de conocerte.
—¡Puf!
Le doy un empujón en el pecho, salgo de la cama enseguida y me siento a mi mesa de trabajo. Si no hago algo con las manos inmediatamente, puede que le dispare con mi pistola de rayos.
Agarro el soporte de hombro que he medio terminado para mi cañón sónico y pongo un tornillo en uno de los agujeros.
Kiaran ni siquiera le echa un vistazo a mi proyecto.
—¿Crees que habría sido mejor si te lo hubiera contado? No cabía duda de que estabas llorando la muerte de tu madre. Y no estabas entrenada. Cuando te conocí, no sabías ni siquiera usar un cuchillo.
—¡Vaya! Hoy no dejas de hacerme cumplidos.
Su mirada despectiva me recorre desde la cabeza a los pies.
—Los daoine sìth estarán más débiles cuando escapen de los montículos. Es el mejor momento para atacar, y tú todavía no estás lo bastante fuerte para luchar contra ellos.
Me quedo quieta y el tornillo se me escurre de los dedos para caer sobre la mesa.
—¿No estoy lo bastante fuerte? —pregunto en voz baja—. Creía haberte demostrado antes que era perfectamente capaz.
—Me venciste una vez, Kam. ¿En serio piensas que vas a poder derrotar a cientos de daoine sìth entrenados?
Apenas entiendo nada de lo que dice por lo mucho que me han herido las palabras «no estás lo bastante fuerte».
—¿No estoy lo bastante fuerte?
Justo cuando creo que me controlo, me lo quita todo y me quedo luchando con la criatura de mi interior que no quiere nada más que luchar con él hasta que ambos estemos agotados y magullados.
—No —confirma—. Aún no.
De pronto cojo la pistola de rayos que hay en la mesa. Las varillas del centro se abren cuando apunto a una extremidad que sé que puede curarse y aprieto el gatillo.
Kiaran es mucho más rápido. Intercepta el disparo con la mano y envuelve la cápsula con el puño bien cerrado. Me mira con calma durante un segundo. Con un silbido de dolor, abre la mano y la cápsula metálica cae al suelo de madera noble. Una figura de Lichtenberg se forma en su palma, serpenteando hacia la muñeca a partir de una quemadura en medio de la mano.
Me observa, impresionado; una asombrosa muestra de emoción por parte de Kiaran.
Me recuesto en la silla, con la ira saciada. Creo que he demostrado estar en lo cierto. Otra vez.
—El disparo no te habría matado, pero me imagino que aun así ha dolido bastante.
No sé qué espero de él. Irritación, quizás. A lo mejor que frunza el entrecejo en señal de desagrado y que vuelva a llamarme tonta. Lo que no esperaba era que se pusiese a reír. No es la melódica risa feérica, demasiado bonita, que utiliza para intimidarme, sino una risa genuina que forma hoyuelos en sus mejillas y le hace parecer humano.
—¿Qué te resulta tan gracioso?
Kiaran se incorpora.
—Cuando cogiste esa pistola, no creí que fueras a dispararme.
Sonrío y me río también.
—¿No me dices siempre que no saque un arma a menos que tenga intención de usarla?
—Así que escuchas lo que te digo.
—Cuando me conviene.
Kiaran me sorprende al volver a moverse demasiado deprisa y retira mi silla de la mesa. Luego se inclina, con un brazo a cada uno de mis costados.
—Puede que me haya hecho gracia esta vez, pero como lo intentes de nuevo te romperé la pistola.
Le miro a los ojos.
—Si rompes la pistola, tendré otras quince armas que harán el mismo trabajo.
Sonríe lentamente, de un modo muy seductor.
—Lo supe desde el día en que te saqué de ese río.
—¿El qué?
—Que siempre me desafiarías.
Incapaz de soportar la intensidad de su mirada, giro la cabeza y estudio su herida. La quemadura de la mano está curándose y la figura de Lichtenberg desaparece poco a poco de su brazo.
Frunzo el entrecejo cuando el dibujo similar a un helecho revela una marca en la parte interior de la muñeca. No recuerdo haberla visto antes o tal vez no prestara suficiente atención para advertirla. El diseño está quemado en la piel, la carne escarificada, elevada. Una serie elaborada de espirales, entrelazadas unas con otras, delicada e intrincada. Quienquiera que lo diseñara fue muy meticuloso en los detalles. Soy incapaz de identificar la forma, un símbolo que no he visto nunca.
Solamente el metal feérico puede dejarle una cicatriz permanente y, aun así, sería una marca imperceptible. Para conseguir una cicatriz como esa, las líneas deberían haberse recorrido una y otra vez con un cuchillo afilado y candente. Debió de haberle dolido muchísimo mientras se lo grababan. Alguna cosa me impulsa a tocarlo.
Kiaran me rodea la muñeca con los dedos.
—¿Qué haces?
—Esa marca… ¿Qué significa?
Su mirada refleja un sentimiento que no identifico. Al cabo de un segundo, ha desaparecido. Me suelta.
—Ya no significa nada.
Empiezo a darme cuenta de lo mucho que nos definen nuestros secretos. Hace unos días, él y yo cazábamos juntos y volvíamos a nuestras respectivas vidas, igual que siempre. Ahora nuestros límites van desvaneciéndose y nos agarramos a los últimos secretos que aún nos quedan, porque abrir nuestro corazón es mucho más difícil que fingir.
—Muy bien —digo con calma, mientras aparto mi mano de la suya.
Como si se hubiera dado cuenta de que estaba revelando alguna emoción, se incorpora y me mira.
—Ven conmigo.
Parpadeo.
—¿Adónde?
—¿Tienes que preguntar por todo?
—Sí —respondo—. Disfruto fastidiándote cada vez que tengo ocasión.
Mueve la boca hacia arriba.
—Lo he notado.