CAPÍTULO 24

Me despierto sobresaltada y abro la boca para coger aire, dando vueltas en las sábanas empapadas de sudor. Unas manos me agarran de los hombros con brusquedad y me sujetan firmemente contra las almohadas.

Miro, sorprendida, a Kiaran. El sabor de su poder se posa suavemente en mi lengua y no me resulta insoportable. Sus rasgos están ensombrecidos y apenas son visibles bajo el resplandor de las farolas que se filtra por la ventana abierta. Huele muy fuerte a brezo y primavera, con un toque de lluvia por la ropa mojada que se pega a la mía.

—¿Qué demonios estás haciendo?

Tengo la boca seca. Me duele hablar o mover los labios.

—Dije que volvería.

Trago saliva. Noto la garganta como si estuviera llena de cuchillas.

—Dijiste que me visitarías, no que atacarías.

Kiaran me suelta.

—Intentaba despertarte. Estabas retorciéndote en sueños y te rascabas las heridas.

Busco el botón junto a mi cama y las lámparas al lado de la puerta se encienden con un chasquido. Una luz tenue ilumina el dormitorio y la piel resplandeciente de Kiaran, envolviéndolo en un brillante halo dorado.

Bajo la mirada a sus labios y pienso en esta tarde. El modo de tocarme la cicatriz que me recorre la espalda, cómo mi cuerpo se pegaba al de él tras nuestra pelea…

«No, no pienses en ello». Debería apartarme de él. Muy lejos. Retiro el cubrecama de mis piernas e intento levantarme. Tropiezo, pero consigo evitar la caída al agarrarme a la mesilla de noche.

—Bueno —digo con voz temblorosa—, aquí estás. —Vuelvo a mirarle y pierdo cualquier pensamiento racional—. En mi… dormitorio.

¡Oh, porras! Porras, no me lo había planteado concienzudamente cuando me dijo que vendría aquí. Esto no es algo que incluyeran mis lecciones de etiqueta. El libro de la señorita Ainsley no tiene un capítulo titulado «Qué hacer cuando un caballero visita las dependencias privadas de una dama».

Kiaran se sienta en mi cama —¡en mi cama!— y me mira con su habitual expresión inescrutable. No debería estar aquí. Seguro que sabe que la gente no solo duerme en…

—¿Te encuentras bien? —pregunta.

—Estoy bien. —¿Se supone que tienes que ser tan apuesto? ¡Maldita sea, me duele la cabeza!—. ¡Té! —suelto, agarrándome al primer fragmento de las lecciones de la señorita Ainsley que se me ha ocurrido—. ¿Te gusta el té? ¿Quieres que prepare un poco? Lo tomo siempre con las visitas.

¡Oh, Dios mío! ¿Qué me pasa?

—Kam.

—Que no es lo mismo que decir —continúo, incapaz de parar ya— que me visitan cada dos por tres en mi dormitorio. Ni que esas visitas sean hombres. Mmmm. Quiero decir, criaturas feéricas. —Señalo con una mano el vestidor—. Salvo Derrick, que está… fuera.

Demontre, no debería haber echado a Derrick. Al prever la llegada de Kiaran, le dije que fuera a ver si sus contactos tenían información nueva acerca de la baobhan sìth, una tarea que por lo general le mantiene fuera toda la noche. Podría haber estado ahí mismo, diciéndole a Kiaran que se levantara de la maldita cama y ya me habría incriminado.

—Y no regresará hasta dentro de un buen rato. —Me agarro a la mesa para mantener el equilibrio—. Así que… —¡Maldición! No puedo ni pensar con claridad—. Lo siento muchísimo, he olvidado de qué estábamos hablando.

Kiaran está repantigado en mi cama, mirándome muy entretenido.

—Estamos solos, sin ese pixie pesado —dice—. Y, por algún motivo que no entiendo, estabas preguntándome si me gusta el té.

«Solos». Quién sabe qué haré, considerando lo que me pasa. Puede que haga alguna ridiculez o que diga algo de lo que me arrepienta. Bueno, que sea más lamentable de lo que ya he dicho.

Me asalta un ataque súbito de frío. Me abrazo y me tambaleo hasta la chimenea castañeteando los dientes. Calor. Eso es lo que necesito. Eso lo mejorará todo. Busco a tientas el interruptor para encender el fuego, pero tengo los dedos demasiado entumecidos para lograrlo.

Me fallan las piernas, pero Kiaran está ahí. Me rodea la cintura con los brazos y se queda mirándome, con el cuerpo inmóvil. ¡Dios, sus ojos son magníficos! Veo cada mota, cada estrella que brilla en su interior.

—Tus ojos resplandecen —murmuro—. ¿Sabes que brillan? Como una puñetera farola.

—¿Debería tomármelo como un cumplido o una crítica?

—Como una observación. —Un suave suspiro casi escapa de mis labios, pero me contengo. ¿Qué narices me pasa? ¿Estoy feerizada?—. Suéltame —le pido antes de detenerme a considerarlo de verdad.

Intento apartarlo de un empujón. Si se trata de eso, será mejor que no me acerque a él. ¿Y si me convierto en una bestia salvaje y empiezo a manosearle?

—No parece que te funcionen las piernas —dice. Presiona un instante la palma de la mano contra mi frente—. Tienes más fiebre que antes. Debería extraer ahora mismo las púas.

¿Cómo puedo tener fiebre si tengo tantísimo frío? Deseo con todas mis fuerzas apoyarme en él, rodearle con mis brazos. Está muy caliente. Debería apartarme. Debería, pero no lo hago.

—No puedes estar cerca de mí ahora —le digo—. Creo que estoy feerizada.

¿Por qué digo eso? ¿Me han arrebatado el maldito sentido común?

Se me queda mirando fijamente.

—No, no lo estás.

—Sí que lo estoy.

La mirada de Kiaran es oscura y reluce al inclinarse hacia mí.

—¿Eso es lo que crees que sientes? ¿Que estás feerizada? —Me acaricia la mejilla con los labios y se me corta la respiración—. ¿Me deseas, Kam? —susurra—. ¿Suspiras por mí?

Tiemblo. Casi le agarro de la camisa para juntar mis labios con los suyos, para ver si me devuelve el beso. «No —me digo a mí misma—, eso sería un error».

Me alejo de él todo lo que puedo con sus brazos aún rodeándome.

—¿Estás intentando empeorarlo?

—La fiebre debe de haber disminuido tus inhibiciones, pero no estás feerizada —dice—. Si lo estuvieras, sin duda no estarías lo bastante lúcida para preguntar por ello.

—Entonces ¿por qué me siento así? —susurro, casi para mis adentros. ¿Por qué desearía con tantas ganas estar cerca de él, a pesar de todo lo que sé que puede hacer? No debería estar pensando en besarle ni tocarle. Debería pensar en cuál es la mejor manera de protegerme de él—. ¿Estás seguro de que no me has hecho nada por accidente? ¿Como a Catherine?

—Eres una halconera. Debería obligarte con mi control mental. —Me mira y su rostro es menos inexpresivo que nunca—. Y es una línea que jamás me atrevería a cruzar contigo.

—Antes me dejaste paralizada —le recuerdo.

—Solo impedí que te movieras —responde en voz baja—. No dejabas de rebelarte. Los feerizados no se resisten, Kam. Imploran y suplican que los toquemos. Se consumen por ello y aun así desean más. —Su mirada es oscura, muy intensa—. Cuando un sìthichean decide tomar a un humano, no es algo de lo que huyan. Jamás.

Se me corta la respiración.

—¿Se lo has hecho alguna vez a alguien?

—No tengo un pasado admirable, Kam. Nunca he pretendido que creyeras lo contrario.

Kiaran me coge en brazos antes de que pueda protestar. A diferencia de cuando me cogió Gavin, dejo de resistirme y me quedo relajada en sus brazos, fría y dolorida. Ni siquiera su calor se filtra a través de mi piel congelada. Maldita sea. Al menos por ahora, quiero dejar de preocuparme por cómo debería actuar, por fingir ser tan fuerte como siempre pretendo ser cada vez que él está cerca. Lo único que deseo ahora es volver a entrar en calor.

Así que apoyo la cabeza en su hombro y los dedos en su clavícula. Ahí está. Un ligero calor bajo mi piel pálida y entumecida. Suspiro.

—¿Mejor? —pregunta.

Alzo la vista para mirarle. Me siento sin energía, como si hubiera tomado una buena dosis de láudano. Respiro hondo y susurro:

—¿Puedo decirte algo?

Kiaran me mueve en sus brazos para acercarme más a él. No parece estar seguro de qué hacer conmigo.

—Vale.

Pego la mejilla a la tela áspera de su camisa. He perdido el sentido de la decencia. Entrar en calor, necesito entrar en calor, sentir algo más allá del entumecimiento.

—A veces olvido que eres una criatura feérica.

—¿Ah, sí?

Muestra auténtica curiosidad, incluso está un poco sorprendido.

—Sí. —Cierro los ojos—. Cuando decides ser amable. Como cuando has dicho que nunca me feerizarías.

—¿Y qué hay de todo lo demás?

—Me recuerda por qué no debería olvidarlo nunca.

Me deja con cuidado en la cama y me tapa las piernas con la colcha.

—Sigue tu propio consejo, Kam. No encontrarás nada humano en mí. Recuérdalo siempre.

Hasta con el cubrecama tapándome, el frío es implacable. Tiemblo bajo las sábanas de seda. O al menos creo hacerlo. Tengo el cuerpo hueco, entumecido. La única cosa que me ata a él es la voz de Kiaran, nuestra conversación.

Froto la mejilla contra la almohada para sentir la tela. Nada. No hay más que palabras.

—¿Estamos de acuerdo? No es algo que ocurra con frecuencia.

Kiaran acerca a la cama mi silla de madera.

—Mañana volveremos a pelear.

—Un pasatiempo entrañable —murmuro.

La lengua me pesa demasiado para hablar correctamente.

Sus ojos se encuentran con los míos y, por un breve instante, vuelvo a sentir esa conexión con él. Un entendimiento innato. Una semejanza que no alcanzo a describir ni comprender.

«Dime —le pediría—, dime algo también». Me veo obligada a entender esas partes de él que mantiene bloqueadas e inalcanzables. Esas ojeadas fugaces al interior de su alma muestran cómo los sentimientos le han llevado a alguna parte en su larga vida.

Kiaran aparta la mirada de mí y busca algo junto a la cama. Coge una bolsa de cuero marrón y saca tres botellitas, hilo y una aguja curvada.

Me pongo tensa.

—¿Qué es eso?

—Tengo que suturarte —responde, como si fuera obvio.

Abro los ojos de par en par.

—¿Estás loco? Tengo un equipo de sutura en mi vestidor que hará el trabajo mucho mejor, con menos dolor que esa cosa que pretendes usar. Apártala.

Kiaran me mira con paciencia.

—Si no lo utilizo, morirás. Tú eliges.

Supongo que Kiaran no me cosería a mano si no tuviera que hacerlo. Lo habría considerado una pérdida de tiempo.

—Muy bien —refunfuño—. ¿Qué hay en los frascos?

Abre una botella y me la ofrece.

—Bébete esta.

Dentro hay un líquido azul lechoso con lo que parecen finas esquirlas de cristal flotando. Estoy segura de que no me haría beber vidrio.

—¿Voy a arrepentirme de beber el contenido?

—No. Pero imagino que me lanzarás todos los improperios que se te ocurran.

La aprieta contra la palma de mi mano.

—No me gusta cómo suena eso. —Huelo el frasco y arrugo la nariz por el olor penetrante que me quema las fosas nasales. Como algo salido de mi equipo de química—. ¡Arg! ¿Qué es esto? Es repugnante.

—Una vez conocí a una humana. Era tozuda, como tú. Se negaba a beber el insignificante contenido de esa botella, como tú… —Hace una pausa para darle dramatismo—. Y tuvo una muerte horrible y dolorosa, un tormento, por no seguir mi consejo.

Le escudriño.

—No murió ninguna chica, ¿verdad?

—Morirá una si no te tomas lo que hay en esa puñetera botella.

Me incorporo y le miro con el entrecejo fruncido. Entonces cojo aire, lo contengo y me bebo el contenido.

El líquido quema, como un whisky potente. Me abrasa la garganta y recorre mi cuerpo mucho más rápido de lo que esperaba. Clavo las uñas en la almohada y ahogo un grito patético. Un dolor intenso y terrible le sigue casi al instante. No puedo concentrarme en nada más que el daño que me inflige y no puedo ni siquiera pronunciar todas las blasfemias que se me pasan por la mente. La lengua está pegada al paladar, inmóvil.

Me encuentro con los ojos de Kiaran. Tiene la cabeza ladeada y su mirada amatista me estudia intensamente. Dios mío, ¿me ha envenenado?

De repente, el dolor disminuye. Se retira de la piel en ondas y deja una extraña corriente calmante que me baja de la cabeza a los pies.

Aun así, fulmino a Kiaran con la mirada y le digo:

—¿Qué me has hecho?

—Te he dado un sedante suave. —Me observa—. Se supone que ha de calmarte.

—Estoy segura de que funcionaría mejor si no estuviera tan enfadada contigo —respondo—. Podrías haberme dicho que me produciría un dolor infernal.

—¿Qué diferencia hubiera habido? Tendrías que tomártelo de todas formas y seguirías estando abatida. —Se acerca a mí y hace un gesto para que me ponga bocabajo—. Tengo que quitarte el… lo que sea esto.

—El camisón —digo, con la mejilla apoyada en la almohada—. Es de París. ¿Con todo el tiempo que llevas vivo todavía no sabes identificar la ropa de una mujer?

Kiaran me tira del camisón como si intentara averiguar la manera de quitármelo.

—Demasiadas palabras durante toda mi vida para las mismas cosas. La verdad es que no me he preocupado por aprenderlas todas.

—MacKay, deja de toquetear y córtalo de una puñetera vez. —Como se queda mirándome, añado—: Tengo algo de dignidad aunque tú no la aprecies mucho. Me niego a que me quites la ropa.

—Si insistes… —Kiaran saca un cuchillo de alguna parte y corta la espalda del camisón—. Ya está. Tu cara prenda francesa está destrozada por algún concepto incomprensible del decoro. Espero que estés satisfecha.

Un grueso mechón de ese pelo negro resplandeciente cae sobre mi rostro. Mientras lo retira, le contemplo durante más rato que de costumbre. Estudio esos pómulos prominentes y la mandíbula cuadrada, cómo se le enroscan los cabellos en las puntas. Unta los dedos en una pasta gris azulada que hay en uno de los frascos. Retira los extremos del camisón cortado y extiende la pasta por las heridas. A diferencia del mejunje que he bebido, esto me alivia de inmediato.

Cierro los ojos y —solo una vez en el estado en el que me encuentro— me permito consolarme con su tacto, el modo en que las yemas de sus dedos me recorren la columna. Comienzo a comprender por qué la gente busca las relaciones íntimas, por qué las anhelan. Por qué les obliga a olvidar cualquier recuerdo horrible y destructivo que hayan tenido.

—¿Qué has soñado? —pregunta Kiaran.

Me sorprende tanto la pregunta que no sé qué responder.

—¿Qué?

Kiaran saca un par de fórceps de su bolsa.

—Me refiero al sueño que tenías cuando entré.

Kiaran no se da cuenta de que solo hay un sueño, una pesadilla. Un recordatorio perpetuo de mi error. Mi debilidad.

—Creía que no íbamos a hacerlo personal —digo—. Los sueños son personales.

—Kam, estoy quitándote púas de la espalda desnuda. Ya es personal.

Me quedo callada. El entumecimiento empieza a extenderse por mi cuerpo y estoy perdiendo el consuelo del roce de Kiaran. Si cierro los ojos, me dormiré. Tendré que revivir la pesadilla de un modo u otro.

Antes de cambiar de opinión, susurro:

—Con mi madre. Soñé con su asesinato.

A pesar de no ser capaz de sentir sus manos, noto que Kiaran se pone tenso a mi lado.

—Lo presenciaste.

—Sí —susurro.

Ahora conoce mi más oscuro secreto, el recuerdo que derriba todos los muros que con tanto esmero he mantenido bajo control hasta que lo único que queda es la parte oscura de mí que mata.

No puedo evitar que me arrastre de nuevo a la pesadilla. Me doy la vuelta vestida de blanco, en un salón lleno de lámparas y candelabros encendidos, rodeada de personas con abrigos negros, faldas de tonalidades pastel y vestidos abombados. Los violines tocan el débil compás de la Schottische que bailo hasta que me duelen los pies.

Entonces estoy fuera, respirando el frío aire nocturno. Oigo los sonidos de una pelea, un grito amortiguado. Me asomo entre los arbustos del jardín que dan a la calle. Hay una figura tumbada mojándose en la lluvia, con el vestido blanco extendido sobre los adoquines, teñidos de carmesí.

Otra mujer está agachada al lado del cuerpo inmóvil, con los ojos brillantes, que emiten un destello verde antinatural bajo la luz de las farolas. Observo que la sangre se desliza por la larga y pálida columna de su cuello. Tiene los labios hacia atrás formando una sonrisa feroz de dientes puntiagudos que recordaré el resto de mi vida. Porque sé inmediatamente qué es esa mujer y que todas las historias de mi infancia son verdad: las hadas son reales y son monstruos.

El hada usa sus uñas afiladas como cuchillos para hacer un corte en el pecho de la mujer muerta y le arranca el corazón.

Cierro los ojos con fuerza mientras vuelvo a reprimir ese recuerdo, empujándolo hacia las profundidades de mi ser, donde debe estar.

—Lo siento —digo.

No estoy segura de por qué me disculpo. Lo cierto es que no le he dicho nada. Ni siquiera que cuando la noche en que le arrancó el corazón al gorro rojo me recordó la pesadilla en la que el hada miraba el cuerpo de mi madre y le decía algo que nunca olvidaré.

«El carmesí es el color que más te favorece».

Kiaran se inclina y apoya su frente en la mía. No me aparto.

«Haz que los pensamientos se detengan —le pido—. Dime que estás tan destrozado como yo».

Tha mi duilich air do shon —musita, con los labios muy cerca de los míos—. ¿Crees que podríamos existir sin momentos de vulnerabilidad? ¿De arrepentimiento? —Pasa una mano por mi omóplato—. Sin ellos no existirías, Kam.

Nunca creí que lo entendería. Las personas que han estado ahí tras la muerte de mi madre —los que me hablan después de lo sucedido— me aseguraron que la situación mejoraría, que yo estaría mejor y que, con el tiempo, todo iría bien. Pero nada va bien y no me encuentro mejor.

El tiempo no me curará. El tiempo me permite ser más hábil escondiendo lo mucho que duele por dentro. El tiempo me convierte en una gran mentirosa. Porque a todos nos gusta fingir que no estamos apenados.

Kiaran coge la aguja y la mete en el tercer frasco. Debe de haberme tocado otra vez la herida porque pregunta:

—¿Notas esto?

—No.

—Bien.

Se inclina sobre mí y empieza el delicado proceso de suturarme las heridas. Conforme pasan los minutos, le observo por debajo de las pestañas. Tiene el entrecejo fruncido debido a la concentración con que sutura. Al final, me pesan los ojos, pero me esfuerzo por no quedarme dormida.

—MacKay —digo—, ¿qué sentido tiene suturar mis heridas para salvarme la vida cuando es muy probable que muramos el martes? ¿Por qué estás de mi lado?

Kiaran sonríe con suficiencia.

—¡Ah, la idea dominante de los absolutos! ¿Cuándo he dicho que mi lado sea el tuyo?

—Cazamos juntos —respondo—. Salvamos a gente. Estamos a punto de entrar en guerra con muy pocas posibilidades de vencer. Sin duda parece que estamos del mismo lado.

«Salvamos a gente». No estoy muy segura de por qué he añadido eso. Tengo la falsa ilusión de que nuestras matanzas de todas las noches salvan vidas humanas y, de algún modo, eso hace que me resulten aceptables. En realidad, soy una egoísta. Me consume más la necesidad de matar que la de salvar a otra persona. Ojalá no fuera así.

La risa de Kiaran es estridente, brusca.

—Puedes decirte a ti misma lo que quieras, pero no hables por mí. Yo no soy benévolo. Si he hecho algo bueno es por mi maldita promesa.

Parpadeo con fuerza, intentando aclarar mi visión borrosa.

—¿Tú qué?

Su comportamiento centrado y paciente desaparece al instante y ahora le arden los ojos de un modo tan exquisitamente feroz que no puedo apartar la mirada. Jamás he visto una violencia tan pura en una mera expresión.

Entonces, igual de rápido, desaparece la cólera y la sustituye la apatía.

—Mataba humanos todos los días —responde con frialdad— hasta que hice una promesa.

Me quedo mirándole, sorprendida. La promesa de una criatura feérica es inmutable y eterna. Si se rompe, la consecuencia es un dolor inimaginable, largo y atroz, antes de que finalmente muera. No es algo que deba tomarse a la ligera.

—¿Por qué lo hiciste?

—No creo que quieras conocer mi pasado —dice en voz baja—. Es mejor dejar algunas cosas enterradas.

Esta promesa, sea la que sea, significa algo para Kiaran. Es importante. Tengo que saber de qué se trata.

—Si no me hablas de la promesa ni de tu pasado —murmuro—, entonces cuéntame la verdadera razón por la que cazas.

La ira vuelve a apoderarse de él y veo algo bajo ella que podría identificar en cualquier parte: una pérdida, oculta por siglos y siglos de furia.

Sé por experiencia lo que hace la pena. Cómo nos transforma. Que la única manera de controlarla es llevarla muy adentro, donde esperamos que nadie la descubra. Pero siempre estará allí. Inevitablemente, algo o alguien aparecerá y desenterrará todo lo que nos esforzamos por esconder. Kiaran me lo hizo a mí y yo acabo de hacérselo a Kiaran.

Ahora estoy casi segura de que sé la respuesta. A quién le hizo Kiaran la promesa y por qué caza seres feéricos.

Al final se me cierran los párpados. Intento abrirlos, pero no puedo. La mente ya ha empezado a nublarse. Me resisto una última vez ante el sueño. Tengo que preguntárselo.

—¿Querías mucho a tu humana? —pregunto.

Sorprendido, toma aire. Susurra tan bajo la respuesta que debo aguzar el oído antes de quedarme completamente dormida.

—No la amaba lo suficiente.