CAPÍTULO 22

Me quedo mirando por la ventana de la sala de estar, escuchando el repiqueteo de la lluvia en el exterior mientras el calor de la chimenea me calienta la nuca. Las gotas caen en el alféizar y salpican la alfombra. No me importa lo mucho que me haga temblar la fría bocanada de aire, aunque el fuego ruja en el hogar. Porque no siento nada, estoy vacía. Por una vez, estoy disfrutando de la falta de emoción. La fachada que he construido a mi alrededor está intacta.

Una pareja pasea junto a las escaleras que dan a la puerta principal, con los paraguas goteando. Se detienen y la mujer susurra al oído del hombre, señalando nuestra casa discretamente. Ambos niegan con la cabeza. Por lo visto, la sociedad acepta mejor el rumor de una asesina que el de una mujer arruinada, hayan informado o no de que esté prometida.

Me froto las sienes húmedas. Ha vuelto el leve dolor de cabeza, exacerbado por la fiebre que continúa ardiendo. Distraídamente, me rasco la herida en el omóplato que me hizo el cù sìth.Ya no me duele, pero me pica mucho.

Solo entonces percibo el sabor a tierra y naturaleza que ahora me es tan familiar. Alguien llama a la puerta.

—¿Kiaran? —digo sorprendida.

Kiaran entra con aire despreocupado y cierra la puerta. Me habría impresionado más si no estuviera tan enferma. En primer lugar, que haya venido a verme, y en segundo lugar, que ni siquiera haya tenido la decencia de anunciar su llegada como es debido.

—Sigues viva —afirma, apoyándose en la puerta—. Estoy impresionado.

Lleva un atuendo distinto al de la última vez que le vi en el Nor’ Loch, pero aun así es la ropa cara propia de un caballero. Viste unos pantalones negros inmaculados, una camisa blanca y un sobretodo negro. No hay sombrero. Eso sería demasiado correcto para él. Tiene la ropa empapada y el pelo, pegado a la frente, pero él parece no darse cuenta.

—¿Qué haces aquí? —Reconsiderándolo, alzo una mano antes de que responda—. En realidad no hace falta que contestes. Vete, MacKay.

Debería estar más furiosa por haberme ocultado mi herencia, por no haberme hablado nunca del sello ni del peligro que corría la ciudad. Pero no puedo reunir la ira que habría sentido. Mi padre acaba de organizarme mi futuro y me ha robado las pocas elecciones que me quedaban. No estoy de humor para ocuparme de Kiaran en este momento.

No parece sorprenderle en absoluto mi reacción.

—He venido a visitarte.

—No quiero que estés aquí.

Sin más preámbulos, se acerca a la chimenea, coge uno de los jarrones pequeños de la repisa y lo inspecciona. Quiero decirle que deje esa maldita cosa y se explique, pero me muerdo la lengua y le observo. No parece ni remotamente incómodo por estar en mi casa o tocar mis cosas sin pedir permiso.

—Qué lástima —dice—. Tu pixie me dijo que aceptabas visitas durante el día.

¡Maldito Derrick! No debería haber enviado a ese pequeño traidor en busca de Kiaran anoche mientras estaba bajo la influencia de la miel.

Le doy un sorbo al té y contemplo cómo estudia los adornos como si nunca hubiera visto nada semejante.

—Me retracto de lo que he dicho. Te doy permiso para que le cortes la lengua.

—Qué oferta más generosa —murmura.

—¿No se te ha ocurrido que tengo un mayordomo que con gusto anunciaría tu presencia? —le digo—. Ser invisible no te da permiso a entrar a hurtadillas en la casa de otras personas. Se llama cortesía, MacKay.

Kiaran huele uno de los floreros. Yo frunzo el entrecejo. ¿Qué está haciendo? ¿Es esta una extraña costumbre feérica que no conozco?

—¿Tu mayordomo es ese grandullón con barba? —pregunta—. Me he presentado y le he dicho que venía a verte. Luego le he obligado a marcharse para que no nos interrumpiera.

—Me he dado cuenta de que se está convirtiendo en una costumbre.

Kiaran alza el jarrón.

—¿Por qué tienes potes vacíos en la repisa de la chimenea?

—Son decorativos.

Lo mira con lo que debe de ser desaprobación, pero cuesta saberlo cuando se trata de él.

—Qué desperdicio. ¿Sabes que son muy útiles para almacenar vísceras?

Me atraganto con el té y toso. Entonces, incapaz de contenerme, me inclino hacia delante y sigo tosiendo. Tengo la garganta hinchada y me duele al tragar. Levanto una mano para indicar que me disculpe.

—¿Estás enferma? —pregunta Kiaran, dejando el jarrón en la repisa de la chimenea.

Asiento con la cabeza, me recuesto en una almohada cuando se me pasa el ataque de tos y me seco con un pañuelo la humedad de la frente que me arde.

—Me caí al Forth.

—Eso no me parece un plan bien elaborado.

—Había sluagh.

Kiaran se queda callado un momento.

—Ah.

—¿Ah? —espeto—. ¿He estado a punto de morir y eso es lo que respondes? ¿Ah?

Kiaran no reacciona ante mi arrebato. Me mira con calma, indiferente como de costumbre.

—Te dije que llevaras siempre al pixie contigo —señala y se sienta en el sofá que hay enfrente de mí—. Tienes un aspecto horrible.

—No todos poseemos una piel feérica indestructible —respondo.

Casi espero que sonría. Me enseñó a llevar mis cortes y magulladuras con orgullo, fue el primero en llamarlos símbolos de honor. En cambio, veo un ligero destello de… algo en sus ojos. ¿Culpa? Desaparece antes de saberlo con certeza.

Es extraño e incómodo cuando Kiaran muestra cualquier tipo de emoción. Me he acostumbrado a verle frío, impasible. Pero de vez en cuando expresa algo más profundo y me pregunto si sus sentimientos son de verdad tan fugaces o si tan solo quiere engañarme y que crea que lo son.

No, no puedo pensar en eso. Ahí estoy, tratándole como si experimentara emociones igual que los humanos.

—¿Por qué estás aquí en realidad? —pregunto sin rodeos, a pesar de lo descortés que suena—. No ha sido solo para visitarme.

—Si te interesa, he venido a comprobar que no estabas muerta.

Casi escupo el té por la sorpresa.

—¡Caramba, MacKay! ¿Estabas preocupado por mí?

«Por favor, di que no como siempre haces para que no vuelva a cometer el error de humanizarte».

La expresión de Kiaran no revela nada.

—¿Anhelas mi preocupación?

—Por supuesto que no.

Parece que le hace gracia.

—¿No? Entonces ¿qué ansías?

La venganza es lo que más deseo, la única cosa que anhelo con bastante fuerza para matar. Al fin y al cabo, es la motivación más vieja del mundo. Puede que las personas crean que es el amor, la codicia o la riqueza, pero la venganza te da vida. Te fortalece. Te hace arder.

No le contesto. En cambio, pregunto:

—¿Y tú?

Kiaran sonríe. Esta vez sé que es una sonrisa auténtica.

—¿Estás buscando algo rescatable en mí, Kam?

—Busco la razón por la que cazas.

«¿Qué provoca esos breves sentimientos que casi nunca veo?».

—¿No debería ser razón suficiente lo mucho que lo disfruto?

Excepto porque ese no es el caso. He observado a Kiaran mientras mata. Esto es tan personal para él como lo es para mí. Pero si no quiere contar por qué, tenemos otros asuntos más urgentes que atender que nuestras propias vendettas.

Cojo la taza de té y doy un sorbo para aliviar el dolor de garganta.

—Debemos encontrar el sello antes del martes, MacKay.

Kiaran se sienta a mi lado, inquietantemente cerca. Aunque sé que no le importan nada las normas de la sociedad —de hecho, ni siquiera parece que sea consciente de su existencia—, no puedo evitar asustarme cuando actúa con tal familiaridad. Las viejas costumbres retrógradas y todo eso.

—Lo encontraremos —dice—. Pero créeme, tendremos que luchar para volver a cerrarlo. Tendremos que prepararnos para la guerra.

Casi dejo de respirar. Para los daoine sìth, la conquista no es su único objetivo. Kiaran me contó que eran famosos por matar al más fuerte de sus enemigos y mantener a los demás vivos para alimentarse. Lo llaman la Caza Salvaje, y estuvo a punto de llevar a los humanos a la extinción hace miles de años. Si los daoine sìth se liberan, los seres feéricos podrán diezmarnos a todos hasta que solo queden cenizas, ruina y los humanos más débiles. Para empezar nunca creí que fuera fácil atraparlos.

No puedo concentrarme en encontrar al hada que mató a mi madre, sobre todo después de lo sucedido anoche. El número de criaturas feéricas en la ciudad no dejará de aumentar.

—Guerra —suspiro—. ¿Cuántos abandonarán el montículo durante el eclipse?

—Había miles luchando en la batalla antes de que las halconeras activaran el sello para atraparlos.

Suena como si…

—Estuviste allí —digo de pronto al darme cuenta—, ¿no?

Si no hubiera estado observándole tan detenidamente, tal vez me habría perdido la emoción que cruzó su mirada, casi de tristeza.

—Estuve allí —responde muy despacio—. La mayor parte del tiempo. —Y se relaja, como si se hubiera dado cuenta exactamente de lo mucho que ha revelado—. Las halconeras mataron a muchos, pero supongo que el martes escaparán cientos de los montículos. Quizá más.

La voz de Kiaran está tan calmada e imperturbable como siempre. Estoy a punto de preguntarle por la batalla de hace mil años, sobre cómo escapó del destino del resto de los seres feéricos que lucharon, pero ha vuelto a cerrarse en banda y estoy segura de que no me lo contará.

—Eres un tanto pesimista respecto a esa cifra, ¿no? —pregunto.

Kiaran parpadea.

—No.

Aporreo la mesa con la taza de té y casi vierto el contenido.

—¿No se va a convertir entonces en una lucha desigual? ¿Dos contra cientos? Cielo santo, creía que con la cantidad de poder que todos tenéis, las hadas contemplarían ciertos detalles de la batalla. —Agito una mano—. Me refiero a una pelea justa y todo eso.

Es algo estúpido. Sé que los seres feéricos harán lo que sea preciso para destruir y conquistar, y no actúan con justicia. Pero Kiaran no se da cuenta de que estoy esforzándome por aparentar tener esperanza, que deseo un resultado distinto para todos nosotros. Porque para sobrevivir, necesitaremos un ejército propio. Y no lo tenemos.

—No dominaremos todos los continentes siendo corteses —dice con frialdad—. No te equivoques, cuando vengan los daoine sìth, aniquilarán a cualquiera que se les cruce en el camino. La gente morirá. Tus amigos, tu padre… incluido ese maldito pixie. Destruirán esta ciudad y, al final, te quemarán desde dentro. Nunca hice alusión a la justicia. Te enseñé algo mejor que eso.

¡Dios, hay que ver cómo Kiaran saca el monstruo que hay en mí! Lo único que tiene que hacer es dar a entender que soy ingenua y la furia arde con más calor que la fiebre.

—No te equivoques tú —replico—. No permitiré que nada de eso ocurra.

Kiaran mueve los labios. Su habitual cuasi sonrisa.

—Entrénate para sobrevivir, Kam. De lo contrario, perderás.

—¡Llevamos un año entrenando!

La cuasi sonrisa ha desaparecido. Vuelve a mirarme como si fuese una completa idiota.

—Me has hecho sangrar una vez. Las demás halconeras llevaban toda la vida preparándose para esta batalla.

La cabeza está a punto de estallarme. Me limpio el sudor de la frente.

—¿Ves a alguien más por aquí, MacKay? Soy la única que queda. Y estoy más preparada que nunca.

No he conseguido hacer lo que se esperaba de mí. Mi reputación, mi futuro… ambos están fuera de mi alcance. No dejaré que Kiaran me haga dudar de la parte de mí que busca venganza. Esa parte no se detendrá ante nada hasta que los seres feéricos se hayan diezmado.

Se inclina hacia mí, sin apartar sus ojos de los míos.

—Entonces, enséñamelo. Demuéstralo.

Al instante, olvido la etiqueta y los modales. Ignoro mi enfermedad. Kiaran me ha retado. ¿Quiere pruebas? Se lo voy a demostrar.

Ataco. Nuestros cuerpos chocan y caemos al suelo. Nos damos con las patas de la mesa y las tazas de té repican. Retiro las enaguas en busca del sgian dubh que llevo sujeto al muslo y voy directa hacia su garganta.

Con un golpe, Kiaran me quita el cuchillo de la mano, que sale disparado por la alfombra. ¡Maldito sea!

—Pon más empeño —me dice.

«¿Pon más empeño?». Le doy un puñetazo en la cara y me aparto de él rodando para coger el cuchillo. El roce con la alfombra me quema los codos. Antes de que pueda alcanzarlo, Kiaran me arrastra hacia atrás.

Le doy una patada fuerte en el hombro y vuelvo a intentar coger el cuchillo. Cierro los dedos alrededor de la empuñadura y me lanzo sobre él. Damos contra la pared, y la estantería que hay junto a nosotros se sacude. Tengo el cuchillo apretado con firmeza contra su cuello.

—Querías pruebas. —Tengo la voz áspera—. Aquí las tienes.

Respiramos al unísono, con nuestros cuerpos pegados. Puedo notar el pulso en su cuello, con la misma cadencia que el mío. Nuestras miradas se encuentran y juro ver orgullo en sus ojos. Kiaran está orgulloso de mí.

Entonces se me nubla la visión y aparecen unos puntitos en mi vista. Me tropiezo. Dejo de agarrar el cuchillo, que repiquetea en el suelo. Me arde tanto la piel que me duele y las piernas apenas me aguantan. Toso, toso y toso, tan fuerte que todo el cuerpo se agita.

Kiaran me sujeta con una mano firme en mi espalda.

—¿Kam? Te arde la piel. —Levanta la mano de mi espalda y, al retirarla, sus dedos están ensangrentados—. Y estás sangrando.

Me lamo los labios escamosos y agrietados antes de lograr decir:

—Acabamos de luchar. Claro que estoy sangrando.

Arrastro las palabras, como si me hubiera bebido una cuarta parte de una botella de whisky.

—Esto no te lo he hecho yo —insiste.

Intenta darme la vuelta y tira de mi vestido para echarle un vistazo a la espalda.

Le doy un empujón en el pecho.

—¿Qué estás haciendo?

—No seas ridícula y date la vuelta.

—No. —Le pego en las manos—. Para ya, MacKay.

—No me lo pongas difícil.

—Me agarras como si fuera una vil borracha. —Vuelvo a golpearle en las manos—. ¿Qué pretendes hacer? ¿Usar tus artimañas feéricas conmigo?

Kiaran me fulmina con la mirada.

—Déjame verlo, Kam.

—Estoy perfectamente. No es más que una de las heridas de anoche.

—Está bastante mal porque tienes empapado de sangre lo que sea que lleves puesto. Date la vuelta.

Suspiro con exasperación y me dirijo hacia el sofá. Me siento con la espalda del vestido vuelta hacia él.

—Muy bien. Ahí lo tienes. ¿Ya estás contento?

Kiaran se sienta conmigo en el sofá. Noto su cuerpo caliente detrás del mío.

—Tengo que desabrocharte el vestido.

—¿Disculpa? —Me arden las mejillas, por la fiebre o la vergüenza, no logro saberlo. Gracias a Dios que no ve mi expresión—. Debes de estar de broma.

—Mis poderes no incluyen ver a través de la ropa de una dama.

Recito mentalmente una oración con la esperanza de que esto termine pronto.

—Muy bien —cedo—. Si tienes que hacerlo…

Cuando desabrocha el primer botón, empiezo a temblar. Esto es demasiado íntimo. Justo cuando pienso que me controlo, que mi fachada es impenetrable, él hace algo nuevo para romperla. Me recuerda que sigo siendo humana y que ningún hombre me ha tocado jamás así.

«Pero él no es un hombre», me recuerdo.

Otro botón, otro y luego otro. Intento, sin éxito, ralentizar el ritmo de mi corazón acelerado. Siempre me han enseñado a mantener una estricta separación física con los hombres. Hasta bailando, los guantes y la ropa conforman un escudo.

¡Diablos! Debería haber llevado un corsé y una camiseta, pero se había hecho una costra y la tela hacía que me picara. Sin la ayuda de Dona para vestirme, estaba demasiado cansada para molestarme en encargarme de esas cosas.

Contengo la respiración mientras retira la tela. Sus suaves y cálidos dedos me rozan la piel y cierro los ojos. Espero que no haya notado que su tacto me hace temblar. Dios, quiero inclinarme hacia él, que sus manos me toquen. Un pequeño alivio en medio del dolor.

«No es un hombre. No es un hombre. No es un… ¡Maldición, sí parece un hombre!».

—Te duele. —Su voz me sobresalta. Niego con la cabeza, puesto que no creo poder hablar—. Entonces no eres inmune al veneno.

—¿El qué?

—Quédate quieta.

Intento no dejar que su roce me abrume. ¿Esto es estar feerizada? ¿Experimentar un momento de intimidad, sin importar lo intrascendente que sea, y querer más? No puedo olvidar lo que es él. Que a pesar de que parezca un hombre, no lo es.

Ha llegado el momento de distraerme.

—¿MacKay?

—¿Mmmm?

Suena indiferente. Impersonal; como siempre.

—Háblame de las halconeras. ¿Por qué las llaman así?

Pincha algo en la piel con los dedos, pero apenas lo noto. La zona alrededor de la herida está demasiado entumecida.

—Tienen la capacidad de conectar con los halcones —responde—. Todas las mujeres tienen uno, su compañero personal, y pueden ver a través de los ojos de su halcón durante la caza.

—¿Por qué halcones?

Kiaran me acaricia la piel, dejando un rastro húmedo de lo que supongo que es sangre.

—Tal vez los veas como simples aves, pero son capaces de viajar entre nuestros mundos, porque pertenecen a ambos, igual que la halconera. Son los únicos animales capaces de ver más allá de nuestro glamur y son inmunes a nuestro control mental. Lo que les convierte en los espías perfectos para las que son como tú. —Se aclara la garganta—. Y cuando las halconeras comenzaron a utilizarlos, los sìthichean intentaron matarlos junto a sus propietarias.

Bajo su tono formal hay un dejo de tristeza. Me pregunto qué recuerdos persiguen a Kiaran, qué puede haberle afectado tanto para que no muestre ningún sentimiento. Le daría cualquier cosa a cambio de que me lo contara.

—¿Y dónde estabas tú cuando sucedió todo esto?

Cuando detiene la mano, apoyada en mi piel, ya no está caliente. Está helada, tan fría que quema. El intenso sabor a tierra y miel, antes tan agradable, ahora me cubre con fuerza la lengua.

—Eso —dice— no es lo que de verdad quieres preguntar.

Me quedo inmóvil. A veces es mejor tratar a Kiaran como a un animal salvaje, una criatura con la que me he topado accidentalmente en su hábitat natural. Un error, un simple movimiento repentino, y reaccionará como si yo fuera la presa. No debo olvidarlo nunca.

—¿Ah, no? —digo con cuidado.

—No juegues conmigo.

—Quiero saber con qué clase de hombre estoy a punto de morir en el campo de batalla —contesto con mucha prudencia.

Solo entonces me doy cuenta de mi fallo. He vuelvo a referirme a él como un hombre.

Kiaran se acerca más a mí y la palma de su mano me presiona el omóplato. Está muy fría.

—Y otra vez has cometido el error humano de valorar como una tonta el honor —me susurra al oído—. ¿No recuerdas lo que te dije la noche que nos conocimos?

«La noche que nos conocimos». Lo que recuerdo de esa noche, la noche tras la muerte de mi madre, es mi fuerte e intensa necesidad de venganza. Fui a la ciudad con el seilgflùr todavía trenzado en el pelo, cuando aún creía que no era más que un pequeño adorno, la última cosa que mi madre me había dado. Llevaba conmigo un cuchillo de hierro y salí a cazar el hada que había matado a mi madre.

Al no encontrarla, intenté asesinar a la primera criatura feérica con la que me encontré. Era un each uisge, la raza más peligrosa de caballos acuáticos de Escocia.

Casi me ahoga. Recuerdo haberme esforzado por respirar, toser e intentar coger aire mientras trataba de liberarme del pelo adhesivo de su lomo. Debí de quedar inconsciente, porque lo siguiente que recuerdo fue que Kiaran estaba sosteniéndome mientras expulsaba agua. Cuando me di cuenta de lo que era, intenté clavarle el cuchillo en el hombro, pero la hoja se partió.

Aquel día, Kiaran me hizo una promesa. Mientras me entrenara con él, nunca me impediría buscar venganza. Me dijo que algunas de las cosas que tendría que hacer en mi camino en busca de la represalia no serían honorables, pero sí necesarias. «La necesidad antes que el honor. Siempre».

—Sí, me acuerdo —susurro.

Me pasa un dedo por la columna, sobre la cicatriz levantada de aquella noche. Mi primera insignia. La que nos unió.

—Me has preguntado qué clase de hombre soy. —Cierro los ojos, deseando que no se haya dado cuenta de que he empleado ese nombre. Kiaran está tan cerca ahora, pegado a mí, que noto su aliento suave en el cuello—. Soy alguien que ha matado por ti, que te sacó de aquel río, que te salvó la vida y que te enseñó todas las maneras de matarme a mí y a los míos. Pero nunca cometas el error de pensar que soy un hombre. Te he ayudado porque lo he considerado necesario. Sin embargo, no valoro el honor.

Trago saliva.

—Entonces ¿qué valoras? —le pregunto—. ¿No hay nada por lo que desees morir?

Kiaran no contesta y me rodea con un brazo.

—Mira esto.

Apoyada entre el pulgar y el índice hay una minúscula púa negra, que gotea sangre.

—¿Qué es eso?

—Las zarpas de los cù sìth están recubiertas con esto. Envía un veneno paralizante a sus víctimas para que no puedan correr.

—Nunca me habías hablado de eso.

—He debido de haberme olvidado. —Kiaran no parece sentirlo en absoluto. Me da la vuelta para que le mire y me toca la frente. Le rehúyo por instinto, pero deja la mano ahí. Me roza el nacimiento del pelo con los dedos, tan ligeros como una pluma—. Eres lo suficientemente inmune para evitar que te haya paralizado —dice—. Pero te ha puesto enferma. Está matándote. —Retira la mano—. Tendré que quitarte el resto de púas.

—¿Ahora mismo?

«¿Tiene que ser su mirada tan intensa?».

—Primero necesito ir a buscar algo —responde—. Volveré esta noche. —Antes de que yo proteste, añade—: Nadie me verá entrar.

Me doy cuenta de lo cerca que están nuestros rostros, a un suspiro de distancia. Contengo la respiración, sin estar segura de si debería retroceder o de si él también lo ha advertido.

—¿No tienes miedo —pregunto— de que escapen los daoine sìth de los montículos? ¿De morir?

No sé por qué se lo pregunto. Es una tontería y todavía tengo que averiguar si teme tanto como yo lo que sucederá.

Frunce el entrecejo.

—No.

—¿No hay nada a lo que tengas miedo?

Quiero entenderle, alargar el momento. Siempre es valiente e inescrutable, aunque sus extraños arranques de emoción revelen algo más profundo, una parte de él que hasta ahora no ha tocado la apatía.

—Sí —dice.

El dorso de su mano se desliza por mi mejilla, refrescando la piel. Me acerco más a él.

«Dímelo. Dímelo. Dime…».

Antes de que pueda aclarar a qué se refiere, una voz iracunda interrumpe el silencio.

—¡Apártate de mi prometida, desgraciado!