CAPÍTULO 21
—¿Sabes? —dice Derrick desde su posición en el alféizar de la ventana—. Creo que tengo un ligero dolor de cabeza esta mañana. Desconocía que los seres feéricos los sufrieran.
Resplandece suavemente bajo la luz matutina que se filtra por la ventana de mi dormitorio. Le veo mirando las partes brillantes de mi pistola de rayos, que he desmontado para limpiarla tras mi baño en el Forth. Si no le vigilo, me robará algunas piezas que encontraré escondidas en cualquier lugar, dentro de mi vestidor.
—A lo mejor es la resaca por la miel —digo. Aparto el escobillón y cojo el cañón de la pistola para meter un cepillo de cerdas pequeñas—. Esa es la consecuencia de comer demasiado de algo que no era tuyo.
Hago una pausa para masajearme las sienes y esbozo una mueca al ver mi reflejo en el espejo del otro extremo. Tengo el mismo aspecto que si me hubiera atropellado una locomotora.
Peor aún, tengo fiebre y me provoca un dolor de cabeza que se extiende por todo el cuerpo. La mano herida tiene un aspecto muy desagradable debajo del guante que llevo, con la palma destrozada y llena de ampollas. Tengo que volver a vestirme sola para que Dona no vea las heridas. Una mañana más como esta y la pobre muchacha creerá que la han echado.
—Pero tu amiga me la ofreció —protesta Derrick—. Bueno, puede que no dijera explícitamente: «Derrick, por favor, cómete toda la miel de mi cocina», pero lo dio a entender por el mero hecho de tener una cocina.
—¿Sabes? —digo—. Lo que acabas de decir no tiene ningún sentido.
—Creo que aún estoy borracho.
—Eso sí tiene sentido.
—¿Y bien? —dice alegremente, cambiando de tema—. ¿Qué tal estuvo nuestro vidente anoche? Me parece que no me gusta, ¿sabes? Va demasiado arreglado. Como siempre digo, nunca te fíes de un hombre que adolezca de algún indicio de caos.
—Estuviste tan solo cinco minutos con él.
—Uno puede enterarse de mucho en cinco minutos —masculla y me mira con los ojos entrecerrados—. Tienes arena en el pelo. ¡Qué ridículo!
Me sacudo la cabeza con la mano y me encojo cuando cae un poco de arena al suelo. Ya me he lavado la cabeza tres veces y por lo visto aún no se me ha ido toda.
Con indiferencia, limpio la arena de la mesa.
—Gracias.
—De nada, preciosa.
Con una dulce sonrisa, le pregunto:
—¿Y qué tal fue tu aventura con Kiaran anoche? No hay nada como matar seres feéricos juntos para crear un vínculo eterno, ¿eh?
Derrick me fulmina con la mirada.
—¿Podrías tener una relación profesional con alguien que no fuera siempre tan cascarrabias?
—¿Qué hizo?
—¡Robarme todas mis víctimas! Allí estaba yo, preparándome para ir volando a recoger mis trofeos, cuando él se interponía en mi camino para asestar con su maldita espada llamativa y matar a todo el mundo. —Derrick resopla—. Malditos daoine sìth. Son unos imbéciles arrogantes, pagados de sí mismos.
Alguien da unos toquecitos en la puerta del dormitorio.
—Pasa.
Dona entra con la cabeza gacha. Se inclina en una reverencia silenciosa, como esperando que la salude. Su porte es rígido, incluso se muestra más tímida que de costumbre. No se había comportado así desde el día que vino a vivir con nosotros hace tres semanas. Ladeo la cabeza para intentar ver mejor su expresión.
—Discúlpeme, lady Aileana —espeta Dona.
Mi doncella no es especialmente habladora, pero por lo general me dedica una sonrisa cuando me visita.
—¿Te encuentras bien, Dona?
La muchacha se estremece.
—Sí, mi señora —añade enseguida.
Suena tan formal que hago un gesto de dolor.
—¡Por todos los diablos! —exclama Derrick, que revolotea sobre Dona—. ¿Vamos a tener que romperle los brazos para que nos confiese su propósito? ¿Por qué estás aquí? ¡Estamos desmontando armas!
Al menos la sensibilidad de Dona hacia los seres feéricos está desactivada en este momento o le está oyendo chillar al oído y entonces no lograremos sonsacarle ni una palabra.
—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunto.
Dona se aclara la garganta.
—Lord Douglas requiere su presencia en su estudio. —Traga saliva a ojos vistas y vacila antes de añadir—: Ahora mismo.
Me yergo en la silla, inmediatamente alerta a pesar de estar derrengada. He estado temiendo este momento toda la mañana.
—Supongo que no podrás decirme de qué humor está.
¿Es un enfado explosivo, calmado, mortal o del tipo voy a enviarte a un convento? Considero escaparme por la puerta oculta de mi habitación y esconderme en alguna parte hasta que se haya tranquilizado.
Dona levanta la cabeza y me mira parpadeando con esos enormes ojos azules que tiene. Luego da un paso hacia la puerta y se queda quieta.
—Mmmm. Bueno. —Parece insegura—. Mi señora. No sé si puedo describirlo exactamente.
—¿Qué va a hacer? —pregunta Derrick, saliendo de la habitación volando detrás de mí—. ¿Prenderte fuego?
Camino despacio por el pasillo y me encojo pensando en lo que mi padre pueda decirme.
—Estoy segura de que le resultaría una proposición muy tentadora —digo en voz baja, por si Dona sigue lo bastante cerca para oírme.
—Bueno, si quieres, puedo comerme las orejas. Me gustan las orejas.
En cualquier otro momento, me habría reído. Ahora, lo único que puedo hacer es decir distraídamente:
—No es necesario.
—La oferta sigue en pie.
Le hago un gesto con la mano para que se vaya y sube las escaleras revoloteando. Continúo hacia la puerta del estudio de mi padre. El hombre está sentado tras su robusto escritorio de roble, escribiendo rápidamente con una pluma sobre papel de carta. No alza la vista cuando me detengo en la entrada.
Su despacho nunca ha sido cálido ni acogedor, ni siquiera cuando mi madre estaba viva. Los pesados muebles oscuros parecen demasiado grandes para la habitación. Hasta con esa enorme ventana y las cortinas abiertas, la luz nunca parece acabar de iluminar el espacio. Estudio las estanterías, llenas de gigantescos libros de derecho, periódicos y diarios de viaje que colecciona. Junto a la ventana hay un sofá de cuero marrón oscuro y sobre una mesa que hay delante, un decantador de whisky acompañado de un solo vaso.
Miro a mi padre, sorprendida. Todavía no es mediodía y ya está bebiendo. Eso no puede ser bueno.
Doy unos golpecitos en el marco de la puerta y digo:
—Padre.
¡Porras! ¿Cómo eran las primeras palabras de la excusa que me había inventado?
Señala con la cabeza la silla que tiene al otro lado del escritorio.
—Siéntate.
—Padre…
Levanta un dedo para acallarme y continúa escribiendo. Cierro la puerta y espero a que termine. Intento controlar la tensión en mi cuerpo, inhalando y exhalando profundamente. Mientras escribe, mi ansiedad aumenta y tengo la cabeza a punto de estallar.
Finalmente, mi padre deja la pluma y entrelaza los dedos. Alza la vista hacia mí y…, palabra de honor, es dura e intensa.
—¿Sabes por qué estás aquí?
Asiento despacio, contengo la necesidad de mirarme los pies en vez de encontrarme con sus ojos. Es demasiado para el discurso que había ensayado. ¿Cómo es que, en cuestión de unos minutos, ha conseguido hacerme sentir como una niña pequeña?
—Claro que sí —dice con voz fuerte—. He sido demasiado indulgente contigo desde que murió Sarah.
Trago saliva.
—Yo no…
Mi padre se levanta y su silla de madera cruje contra las tablas del suelo. Me estremezco.
—Te he mimado —continúa, sin admitir mi interrupción—. Te he dado una asignación sin poner objeciones a tus gastos. He ignorado los rumores sobre tus aficiones poco convencionales y tu comportamiento indecoroso. —Camina hacia la ventana y mira al exterior—. Aunque has demostrado poco respeto por lo que he hecho por ti, te he dado una oportunidad tras otra. Mentí por ti. Te defendí. Un esfuerzo inútil, ¿no?
Se me acelera el corazón a una velocidad dolorosa.
—Puedo explicarlo —susurro.
Todavía no estoy muy segura de lo que me hará hoy. Este es el primer sentimiento verdadero que me muestra mi padre, y es aterrador.
«Un padre ausente, una hija destrozada y una madre muerta». No puedo echar de menos lo que nunca he tenido.
Mi padre aparta la vista de la ventana.
—Ah, ¿puedes explicarlo? ¿Puedes contarme por qué te fuiste del baile anoche? ¿Por qué no se te encontró por ninguna parte hasta esta mañana, cuando por lo visto llegaste a casa en tu ornitóptero y varias personas te vieron con el vestido en un estado indecente, acompañada de lord Galloway?
Tengo plena conciencia de cada segundo que pasa, de cada movimiento que realiza mi cuerpo. Parece transcurrir una eternidad antes de que mi mente confundida por la fiebre procese lo que está pasando.
Oh, Dios. Oh, Dios. Creía que esto tenía que ver con haberme marchado del baile. No me había dado cuenta de que alguien me había visto con Gavin cuando volvimos. ¿Cómo he podido ser tan estúpida para no advertir la presencia de nadie?
Si hubiera estado lúcida —si la maldita fiebre no hubiera empezado a subir en cuanto Gavin me dejó en el ornitóptero—, me habría dado cuenta. Se me habría ocurrido un plan para entrar en casa sin que nos vieran.
Ahora ya no existe la más mínima posibilidad de que un caballero me pida en matrimonio. Estoy totalmente arruinada. Mis vecinos me vieron sucia, mojada y helada, con un vestido destrozado de manera escandalosa. Me agarré a los hombros de Gavin una vez antes de llegar a trompicones al jardín de atrás. El rumor debe de haberse extendido como un reguero de pólvora.
Podría haber explicado mi ausencia del baile. Podría haber dicho que no me encontraba bien y tuve que marcharme. Pero no le puedo contar por qué Gavin y yo estábamos en la plaza Charlotte de madrugada, ni mucho menos por qué iba vestida de esa manera.
Niego con la cabeza. No encuentro las palabras y ni siquiera se me ocurre una mentira que me salve.
—No… no estaba…
—¿No estabas qué? ¿Vestida indecentemente? ¿Con lord Galloway?
No importa lo que yo diga. Su opinión sobre mí no cambiará. Nunca me ha necesitado y ahora carga con la hija que dejó morir a su madre, a la que ya nunca casará.
—Todo eso es verdad —susurro y cierro los ojos un instante—. Padre, por favor. Gavin, quiero decir, lord Galloway… —Me tiembla la voz y la calmo—. Me ha tratado con todo el respeto.
Tengo la garganta hinchada a causa de la enfermedad, así que me duele al tragar. Toso una vez, contengo otra tos. Me arden los ojos.
Debería estar aliviada por no tener que fingir comportarme correctamente. No debería importarme. No debería. Pero la perdición es el mayor temor de las damas nobles. Puede que mi futuro no incluya sobrevivir por la caridad de los demás, pero he avergonzado la memoria de mi madre. Mi padre y yo ahora tenemos que aguantarnos el uno al otro.
—Independientemente de eso —dice—, lord Galloway, gentilmente, ha pedido tu mano y yo he aceptado de tu parte.
Apenas registro sus palabras, incapaz de juntarlas como es debido entre mis pensamientos febriles. No puede ser cierto. Seguro que no.
—¿Perdón?
—He aceptado su oferta —repite mi padre—. Debes casarte inmediatamente, antes de que se hable más del tema.
—No —pronuncio la palabra antes de poder impedirlo.
Esto no está bien. Gavin no se lo merece, sobre todo después de haberme ayudado.
Mi padre se inclina hacia delante.
—Entiéndelo, Aileana. Galloway está de acuerdo en que el matrimonio se celebre enseguida. Te casarás con él.
Me levanto y tengo que agarrarme al brazo de la silla para no caerme.
—Es mi futuro, no el tuyo. ¿No tengo nada que decir en este asunto?
—La otra opción que me quedaba —dice fríamente— era disparar una bala contra su corazón a cuarenta pasos de distancia.
—Si alguien tiene que defender mi honor —respondo—, puedo hacerlo yo misma.
Mi padre parece cansado.
—¿Crees que esto es solo por ti? ¿Por tu honor? —Cierra los ojos—. Con una noche de frivolidad irreflexiva has conseguido manchar el nombre de tu familia, mi prestigio y la memoria de tu madre. ¿Qué pensaría ella, Aileana?
Mi determinación casi se hace añicos.
—Por favor, no. No me obligues a ello.
Mi padre vuelve a sus papeles y coge otra vez la pluma.
—El matrimonio con lord Galloway es la única opción que tienes. —Me ignora, como siempre—. Bueno, estaré muy ocupado esta semana haciendo los preparativos. Mientras tanto, espero que te comportes en público de modo apropiado con tu futuro marido. El deber es lo primero.
—Y lo que yo quiera no es importante —digo para mis adentros.