CAPÍTULO 20
De inmediato recuerdo que no llevo el collar del cardo. Gracias a Dios que tengo una reserva en el ornitóptero. Saco una hebra fresca y trenzada, y ato el extremo. Cuando está segura alrededor de mi cuello, miro detrás de nosotros. Clavo los dedos en el asiento de cuero y emito un grito ahogado. ¡Maldita sea!
Sluagh. A montones.
Las criaturas fantasmagóricas baten sus alas enormes y gráciles mientras las nubes se reúnen a su alrededor. Parecen casi dragones, con la piel de un tono gris pálido, brillante e iridiscente, tan fina que sus esqueletos angulosos y puntiagudos son visibles debajo. Son más poderosos que los cù sìth, aunque físicamente no son fuertes. La piel que les cubre el cuello y las alas es lo bastante fina para cortarla con un puñal.
—¿Qué son? —pregunta Gavin.
—Sluagh.
—Eso es imposible —dice—. No se han visto huestes desde…
—Desde hace más de dos mil años —termino por él la frase—. Hay algo más que no te he dicho.
—¿Ah, sí? —dice arrastrando las palabras—. Estoy sorprendido.
Uno de los sluagh chilla y vuela a toda velocidad hacia el ornitóptero, batiendo sus alas translúcidas de dragón tan rápido que se desdibujan. Los demás flanquean al líder a ambos lados. Al acercarse, un peso frío y resbaladizo se desliza por mi lengua.
Gavin dice:
—Deberíamos echar a correr. La verdad es que deberíamos…
El sluagh de en medio abre la boca y exhala una niebla blanca que se dirige hacia mí a una velocidad sorprendente. Cojo la visera de lluvia para alzarla justo a tiempo de bloquear el vapor del sluagh. El calor de la ráfaga es poderoso, lo bastante caliente para incinerar la carne, y la visera de metal me quema las yemas de los dedos. No la suelto hasta que el sluagh pasa volando y me muerdo la lengua a causa del dolor.
—¿Qué demonios ha sido eso? —pregunta Gavin.
Me pongo de pie, con las manos temblando.
—Debería haberte mencionado que exhalan niebla abrasadora, ¿no?
—Tu capacidad de comunicación es espantosa, ¿lo sabías?
Le ignoro y vuelvo a sentarme en el asiento delantero para darle al interruptor que aumenta la velocidad. Mientras las alas se agitan cada vez más deprisa, la máquina empieza a someterse a demasiada presión por el esfuerzo que conlleva volar tan rápido. Nunca he probado el ornitóptero bajo circunstancias extremas, pero el motor debería aguantar. El ornitóptero se zarandea bajo mis pies un poco más de lo habitual pero continúa volando sin problemas.
La aceleración nos da una ligera ventaja sobre los sluagh, pero todavía no nos movemos lo bastante rápido para dejarlos atrás. Piso hasta el fondo los pedales con las puntas de los pies. La máquina da tumbos y las alas baten más fuerte.
—Ten —le digo, poniéndome de pie—. Coge el timón.
Gavin se sienta en el asiento del conductor, detrás de mí.
—Unas cuantas instrucciones me ayudarían.
Los sluagh están ahora muy cerca. Mi corazón golpea con fuerza contra las costillas. Tengo que hacer algo antes de que aplasten la nave.
—Procura que les cueste alcanzarnos y mantennos sobre el agua. —Le lanzo una breve mirada—. Y asegúrate de no morir.
—Muy considerado por tu parte. Eres la mujer de mi vida.
Muevo una palanca con el pie. El compartimento central se abre y saco una ballesta enorme. Está sujeta a una plataforma giratoria para poder mover la pesada arma libremente y aguantarla con más firmeza que si tuviera que apoyar en mí todo su peso. También he añadido unas asas con un mecanismo para que el gatillo sea más rápido. La cámara interna tiene las mismas características de recarga que el diseño más pequeño, pero dispara virotes el doble de grandes.
—Entonces —dice Gavin—, ¿ahora no estamos corriendo?
—Exacto.
Alineo el ojo con la mira, pero justo cuando tiro de las asas, el ornitóptero baja en picado. Los engranajes de la ballesta se mueven y se dispara un virote. Un fallo. ¡Maldición! Ya había practicado antes con la ballesta, pero nunca en estas condiciones.
—¡Cuidado, Gavin! —le advierto.
—Estoy intentándolo. ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde que no vuelo con uno de estos?
Sonrío forzadamente y vuelvo a enfocar la vista por la mira. El ornitóptero da bandazos y se balancea, pero yo me muevo con él. Respiro hondo. Al exhalar, disparo otro virote. Le da al sluagh justo en el cuello. Un tiro perfecto.
El sluagh grita y explota en un estallido de luz. La niebla resultante rodea la máquina voladora, gira y lo cubre todo en una onda expansiva tan gélida que las gotas de lluvia sobre mis brazos se congelan.
Los sluagh emiten unos chillidos enfurecidos y ensordecedores, y comienzan a rodear la máquina con unos ojos relucientes de delirio, que ahora resplandecen. Son muchísimos. Giro la ballesta para apuntar, pero son demasiado rápidos. Gritan alrededor de la máquina y me agacho cuando uno intenta arañarme con sus garras.
De repente, se abalanzan sobre nosotros.
—¡A la izquierda! —le grito a Gavin.
El ornitóptero se sacude y por poco pierdo el equilibrio. Los sluagh vuelven a gritar y descienden hacia nosotros para un segundo pase. Son ágiles, veloces. Uno de ellos me lanza más niebla y me agacho a tiempo.
Me esfuerzo por mantenerme en pie, por apuntar con la mira de la ballesta al sluagh que ha intentado arañarme. «Respira —me digo—. Cuidado». Vuelvo a tirar de las asas. El virote vuela en el aire, tan rápido como un rayo, y le da al sluagh. La criatura explota y una niebla fría sopla hacia mí.
Los sluagh vuelven a abalanzarse sobre nosotros con gritos desgarradores y agitando las alas salvajemente. Unas garras tiran de mi ropa y me laceran los hombros desnudos. Me agacho. Lo único que veo son alas batientes y venosas.
Antes de poder volver a la ballesta, uno de ellos se lanza hacia mí y me preparo para el pesado impacto.
Pero me atraviesa. Siento que me desgarran el alma desde el pecho.
Intento coger aire, pero la inhalación se convierte en una gárgara al fondo de la laringe. Se me cierra la garganta y el frío me encoge los pulmones, extendiéndose bajo la piel y congelándome el corazón. El sluagh vuelve a aparecer sobre mí, arqueando el cuerpo para descender de nuevo.
«Gavin».
Consigo girar la cabeza. La criatura vuela hacia Gavin, que está de espaldas. Porque confía en mí, confía en que yo le salvaré.
Me muevo, reprimiendo un grito de lo mucho que me duele moverme por el hielo. Salto a través del cuerpo gélido del sluagh y choco contra Gavin, inmovilizándolo en el suelo del ornitóptero mientras el sluagh planea sobre nosotros.
Durante un segundo, apoyo la mejilla en la piel mojada y resbaladiza del cuello de Gavin. Me duele el cuerpo y tiemblo de frío.
—Me estás clavando la rodilla en la columna —dice Gavin.
—De nada —murmuro.
Me pesa la lengua.
Me pongo de pie y me tambaleo, se me quejan los músculos ante el movimiento repentino. Unos puntos salpican mi visión, que no focaliza, está borrosa. Cierro los ojos con fuerza y sacudo una vez la cabeza. Si Kiaran estuviera aquí, me diría: «Levántate y muévete». Obcecarme un segundo en el dolor basta para que el enemigo se reagrupe.
—¿Estás bien? —me pregunta Gavin.
—Muy bien.
Cojo la ballesta y giro el arma sobre la plataforma, pestañeando para que desaparezcan las estrellas de mi visión y apuntar. Vuelvo a tirar de las asas. Otro fallo. Maldigo en voz baja e intento calmar el cuerpo, mientras cierro y abro los dedos congelados para volver a calentarlos.
Tranquilizándome, apunto por la mira. Un sluagh chilla y se dirige directo hacia mí otra vez, volando tan rápido que apenas logro disparar otro virote a tiempo. Se clava en el cuello del sluagh y la criatura se convierte en vapor blanco.
El poder feérico fluye hacia mí, suave y cálido. Tengo el cuerpo tan cargado, tan energizado, que mi sangre caliente vuelve a circular. Apunto con la ballesta y disparo un virote tras otro. Mato con tanta eficiencia que los sluagh son incapaces de acercarse a la máquina voladora. Gavin hace girar el ornitóptero en círculos y el pelo mojado me azota la cara mientras disparo a otro sluagh. Las enaguas empapadas se me pegan a los muslos y la lluvia me salpica la piel. El hielo de otro sluagh moribundo me cubre los brazos.
Y cada vez que mato, mejora mi agilidad. La mente se me aclara. Matar es la cosa más sencilla del mundo, no lo complican las emociones. Solo somos las víctimas y yo. Presa y cazadora.
Mi pecho se ensancha por el triunfo con total euforia. Mi mente entona una única palabra mientras mato. Una bendición. Una oración. «Más».
Tan solo queda un sluagh. Vuela en círculos por las nubes, un fantasma precavido. Se han agotado los virotes y solo tengo la pistola. Necesito que la víctima esté mucho más cerca para poder disparar con exactitud. Sé lo que tengo que hacer.
El sluagh pasa por debajo de nosotros, cauteloso. Busco en el estante del compartimento de en medio y saco una bolsa de lona, donde guardo mi pistola de rayos.
—Aileana —dice Gavin.
El sluagh se eleva hacia nosotros y se prepara para el ataque. Sonrío a Gavin, respirando con tanta dificultad por la matanza que creo que los pulmones me van a estallar.
Paso los brazos por las asas de la mochila.
—Cuida de mi niño.
Él parpadea.
—¿Perdona?
Me levanto del asiento y me lanzo al cielo. El aire corre a mi alrededor. Gavin grita mi nombre y su voz retumba en las nubes. Lo que queda de mis faldas se agita hacia arriba mientras tomo velocidad y tengo que empujarlas hacia abajo para ver.
Sujeto la pistola delante de mí y apunto el cañón hacia la cabeza del sluagh mientras caigo en picado. «Atención ahora». Aprieto el gatillo.
El sluagh estalla en una nube de electricidad y bruma. Una niebla fría y espesa me rodea mientras caigo, y el hielo se me adhiere a la piel y al pelo.
Tiro de la cuerda sujeta a la mochila de la espalda. El material sedoso se infla encima de mi cabeza y tira de mí hacia el cielo. Cierro los ojos y meto la pistola en su funda mientras planeo sobre el agua. El mar chapalea debajo, reconfortante, rítmico. Una suave brisa me acaricia las mejillas mientras desciendo.
Aprovecho el último momento de calma para sentir cómo me inunda el poder feérico, haciéndome cosquillas por dentro de la piel con una suave corriente eléctrica que se abre camino por mi cuerpo. Me relajo en el reconfortante abrazo de mi paracaídas y escucho las olas, el silbido del viento y el golpeteo de la lluvia a mi alrededor.
Hasta que no me queda más remedio que caer al agua. Así que agarro los pasadores sujetos al paracaídas y me hundo lo más cerca que me atrevo de la superficie, tirando de ellos para soltar la campana.
Caigo los últimos metros y es como golpearme contra una piedra; el agua está tan gélida que emito un grito ahogado y casi la llevo hasta los pulmones. Entonces la cambiante corriente del Forth me arrastra cada vez más hacia abajo.
Lucho, pataleo para dejar la cabeza fuera del agua y coger aire; abro los ojos y miro hacia las densas nubes bajas y el chaparrón. Apenas puedo mover las extremidades, pero fuerzo las piernas para mantenerme a flote como puedo. Lucho contra la corriente. Las piernas se sacuden y tengo calambres. Trago saliva y el sabor a sal me provoca arcadas cuando me hundo en el agua otra vez.
Vuelvo a impulsarme hacia arriba y busco, desesperada, tierra firme. No muy lejos de donde estoy hay una playa rocosa.
Nadar en este lugar es terrible. La pesada tela de mi vestido empapado flota a mi alrededor y tira de mí hacia abajo. Es un estorbo, una prueba de fuerza. La soporto, nado con la ayuda de la marea, hasta que puedo arrastrarme boca abajo por las piedras de la playa, al fin en tierra.
Expulso el agua de los pulmones y ruedo para ponerme boca arriba. La lluvia me salpica el rostro y me resbala por las mejillas. Me llevo la mano al pecho y siento el corazón latir con fuerza, a un ritmo constante. «Estoy viva. Sigo viva».
Observo las nubes deslizarse en lo alto y su rápido movimiento me marea. No estoy segura de cuánto rato llevo allí tumbada. El tiempo deja de ser significativo. Lo único que me importa es el órgano que golpea firmemente bajo las yemas de mis dedos.
—¡Aileana!
Giro la cabeza despacio. Tengo la vista borrosa, pero reconozco a Gavin corriendo hacia mí. El ornitóptero está aparcado en la playa detrás de él. Ni siquiera le he oído aterrizar.
—Aileana, gracias a Dios. —Se arrodilla junto a mí—. ¿Estás herida?
—No —respondo con voz ronca y me limpio la sal de los labios con la lengua—. Pero me voy a echar un poco. —Arrastro las palabras—. ¿Ves? Cuesta acabar conmigo.
Gavin maldice en voz baja mientras se quita la levita y me la echa encima.
—Si alguna vez se te lleva la muerte, me imagino que se deberá a tu propia estupidez.
—El agua está fría —digo.
—Eso es porque estás encima.
Creo que intenta no gritarme. El acercamiento prudente y caballeroso a una mujer que sin duda piensa que es absolutamente insensato.
Sonrío con languidez y estudio la forma en que su pelo rubio se riza en el cuello de la camisa sucia. Me viene el recuerdo, no provocado, del día en que se fue a Oxford. La tonta promesa que me hice a mí misma de que cuando regresara, no volvería nunca más a tratarme como a una segunda hermana.
Ese pensamiento me hace reír.
—¿Sabes que te escribía mientras estabas fuera?
¡Cielo santo! ¿Por qué he dicho eso? Tengo la cabeza hecha un lío, descentrada, probablemente porque tengo mucho frío.
Gavin me mira, sorprendido.
—¿Disculpa?
—Cartas. Cinco.
—No recibí ninguna carta.
Vuelvo a reírme. Sueno como si estuviera borracha y muevo el trasero sobre las rocas afiladas. Llega una ola y vuelve a calarme las piernas, pero sigo sin molestarme en moverme. Creo que me desmayaré si me muevo.
—No las envié.
—¿Qué decían?
—Querido Gavin. —Los dientes castañean alrededor de las palabras—. Hoy accidentalmente me he manchado la boca con tinta. Me he acordado de ti.
—No escribiste eso.
—Sí lo hice. —Le dedico una amplia sonrisa—. Si escribiera una hoy, diría: Querido Gavin, hoy te he salvado la vida. Por favor, recuérdalo antes de amonestarme.
Me incorpora hasta quedar sentada. Llega otra ola y empiezo a temblar de modo incontrolable. Me castañetean los dientes tan fuerte que me duele la mandíbula.
—Según recuerdo —dice, abrigándome con su chaqueta—, me abordaste por atrás.
—¿Y?
—¿Cómo iba a saber que estaba de verdad en peligro? A lo mejor solo querías que te diera un abrazo.
Entrecierro los ojos.
—Permitiéndonos fantasías ahora, ¿eh, Galloway?
—Mi fantasía en este preciso instante es disfrutar de una copita o dos. Podría usar la bebida. —Le echa un vistazo a la máquina voladora—. Supongo que no tendrás whisky en el ornitóptero, ¿no?
—¡No bebo cuando vuelo! Y aunque tuviera, no te daría.
—Arpía.
—Canalla. Sigo sentada en el agua.
—¿Quieres que te ayude a levantarte?
Seguramente no me respondan las piernas. Me esforcé tanto en nadar hasta la orilla que dudo que mi cuerpo vuelva a escucharme.
—Mmmm —digo, un tanto insegura—; no, gracias.
Planto las manos sobre las rocas endemoniadamente puntiagudas y consigo ponerme en pie con las piernas temblorosas. Me fallan. «Oh, maldición…».
Gavin me coge por la cintura.
—Te tengo —murmura.
Levanto la vista hacia sus ojos, pero está demasiado oscuro para verle bien. Está muy callado y su respiración es tan lenta como las olas que me bañan las piernas. Tan rítmica como la lluvia que cae a nuestro alrededor.
¿Cómo podemos estar tan tranquilos después de todo esto? Yo he sido la que he llevado la destrucción a su vida. Ahora no podrá volver a esconderse, aquí no. Nunca estará seguro si yo estoy cerca.
Si mis temblorosas piernas lo hubieran permitido, no me estaría agarrando a sus hombros.
—No te culpo si no quieres volver a verme después de esta noche —digo.
—¿Por qué no iba a querer verte?
—Porque —respondo, sintiéndome un tanto impotente—, porque intentabas evitar a los seres feéricos y los he llevado directos a ti.
—Se me ha pasado por la mente esa idea.
Asiento. No tiene el don para librarse de ellos. La energía de un vidente es de gran ayuda para cualquier hada que encuentre a uno. Irán detrás de él igual que van detrás de mí.
—Pero si me marcho, ¿en qué clase de amigo me convertiría?
—En uno inteligente —contesto.
—Pero no en un buen amigo. Yo no soy ese tipo de hombre.
Me quedo mirándole. Me pregunto si cree que estoy tan mal que no tengo salvación. Si solo está aquí por obligación, porque crecimos juntos. Puede que yo no sea responsabilidad suya, como Catherine, pero me trata como si lo fuera. Siempre lo ha hecho.
—Gavin —digo, vacilante—. Creo que, que…
—¿Qué?
Debo controlarme. No debería sentirme tan vulnerable ni desprotegida. Es el agotamiento por la lucha, tiene que ser eso.
—Puedo caminar el resto del camino yo sola —digo.
—Vale. Entonces te suelto.
Me suelta con cuidado. Chillo cuando las piernas se me doblan. Me habría caído si no me hubiera vuelto a coger. En la oscuridad, veo el destello de sus dientes en una amplia sonrisa. Está disfrutando con esto.
Casi le suelto una palabrota. Menudo sinvergüenza petulante.
—Supongo que no puedes…
—¿Prescindimos de los preámbulos? Quieres que te lleve en brazos.
—¿Tienes que sonar tan satisfecho?
—¿Por qué no? —pregunta alegremente—. No se lleva en brazos todos los días a una dama.
Le lanzo una mirada asesina.
—Debería haber dejado que el sluagh te cogiera.
—Ah, pero entonces estarías sola en la playa, fría y mojada, sin nadie que te cogiera en sus fuertes brazos a tu servicio.
—Estás disfrutando con esto, ¿verdad?
—Inmensamente.
Gavin me levanta y cambia de postura para sostenerme contra la parte delantera de su cuerpo. Me sorprende lo bien que lo ha hecho. Me pregunto a cuántas damas se habrá llevado de playas congeladas.
La columna permanece totalmente recta y rígida mientras me apoyo en él. ¿Dónde se supone que tengo que poner las malditas manos? Le doy unas torpes palmaditas en el hombro y decido agarrarme a la tela de su camisa. ¿Qué hacen las demás mujeres cuando las cogen en brazos? ¿Se desmayan un poco?
—Eeeh… —digo, un tanto nerviosa—. ¿Gracias?
Gavin me acaricia con el dedo la parte externa del brazo. Un gesto tranquilizador, pero parece íntimo, familiar. Me pongo tensa al principio, luego me relajo y me acomodo en su pecho.
—Odias pedir ayuda, ¿no?
Por una vez en mi vida, quiero ser sincera con alguien. ¿Cómo sería no esconder nada ni fingir? Ya le he ocultado demasiados secretos y eso ha estado a punto de causarle la muerte. Pero estoy tan acostumbrada a mentir que no creo que pueda hacer otra cosa.
—Tengo que cuidar de mí misma —respondo.
Gavin hace una pausa.
—Lo sé. —Se me queda mirando con una expresión seria—. Pero no deberías rechazar a quien se ofrece a ayudarte. Algunas personas no tienen la suerte de recibir esa ayuda.