CAPÍTULO 2
Cierro los ojos e intento absorber el poder del hada. El sabor químico que noto en la boca es tan fuerte que me dan ganas de vomitar en la pista de baile. Doy una arcada, pierdo el equilibrio y salgo despedida hacia delante.
—¡Uf!
Viro bruscamente hacia la dama que tengo más cerca. Las anchas faldas de nuestros vestidos chocan y casi nos caemos sobre las baldosas de mármol. Justo a tiempo, la sujeto de los hombros para recuperar el equilibrio.
—Mis disculpas —digo con voz ronca.
Alzo la vista hacia la mujer. Es la señorita Fairfax. Se me queda mirando con un ligero desagrado bien controlado. Mis ojos se dirigen a los danzantes. Muchas parejas de las que bailan el strathspey asoman las cabezas para ver el alboroto. Aunque la alegre música sigue sonando, todos —todos— tienen la vista clavada en mí.
Algunos cuchichean y vuelvo a captar sus acusaciones. O eso creo. «Asesina». «Se volvió loca». «La muerte de la marquesa fue…».
Me aparto de la señorita Fairfax. Pongo todo mi empeño en apisonar los recuerdos que amenazan con emerger, quedarme donde estoy y no echar a correr. Sé lo que diría mi padre. Me diría que soy la hija de un marqués y la responsable de salvaguardar el nombre de la familia en todo momento.
—Lo siento mucho, señorita Fairfax. Perdí la cuenta —me disculpo.
La señorita Fairfax se limita a arreglarse la falda, se atusa su cabello moreno despeinado y alza la barbilla mientras vuelve a unirse al baile.
—¿Lady Aileana? —dice lord Hamilton. Parece bastante preocupado—. ¿Está bien?
Fuerzo una sonrisa y respondo sin pensar:
—Lo siento muchísimo… He debido de tropezar.
¡Oh, demontre! «Estoy mareada», debería haber dicho. Esa habría sido la excusa perfecta para levantarme y marcharme. ¿Cómo he podido ser tan estúpida?
Ahora es demasiado tarde. Lord Hamilton simplemente sonríe, me coge la mano y me guía de vuelta a la fila. Evito las miradas llenas de curiosidad de mis iguales y me trago los restos de poder que aún noto en la lengua.
Tengo que encontrar a la maldita criatura antes de que atraiga a su víctima. Mi instinto me incita a marcharme del baile para encontrar al hada y acabar con su vida. Echo un vistazo a la salida. Me lo impide mi reputación y la necia idea de que una dama no debería atravesar —ni abandonar— la sala de baile sin acompañante.
Siento agitarse y aumentar la parte oscura de mi interior, desesperada por hacer tres cosas: cazar, mutilar y matar.
Oh, no hay nada que desee más. El hada está cerca, fuera del salón de baile. Salgo del strathspey y me dirijo hacia la puerta. Lord Hamilton me intercepta el paso y me formula una pregunta. No la oigo porque estoy demasiado pendiente de la violenta necesidad que siento, de mis pensamientos asesinos.
«Responsabilidad —me recuerdo—. Familia. Honor». Maldición.
Contesto a la pregunta de lord Hamilton con un simple: «Por supuesto».
Él vuelve a sonreír. Siento lástima por él, por todos. Creen que soy el único monstruo entre ellos, pero el verdadero peligro es el que ni siquiera pueden ver. Las hadas escogen a sus víctimas y las dominan con su control mental para luego alimentarse de ellas y matarlas.
Cinco minutos. Es cuanto preciso para encontrar a la criatura y dispararle una cápsula. Solo necesito un poco de tiempo sin que nadie me observe…
Agarro con fuerza la mano de lord Hamilton. He estado muchos meses apartada de la sociedad y la caza se ha convertido en una reacción instintiva. Tengo que acallar mis pensamientos bárbaros o actuaré demasiado pronto y será mi perdición. Las normas de etiqueta se repiten en mi mente. «La hija de un marqués no sale a toda prisa de un salón de baile. La hija de un marqués no abandona a su pareja en medio de un baile».
La hija de un marqués no caza hadas.
—¿No está de acuerdo? —me pregunta lord Hamilton, tirando de mí hacia la pista de baile.
Me suelto.
—Por supuesto.
La verdad es que consigo que mi tono de voz suene tranquilizador.
Lord Hamilton me da unas palmaditas en la muñeca y aprieto los dientes para no reaccionar violentamente mientras rodeamos a otra pareja.
El strathspey parece no acabar nunca. Salto con el pie izquierdo, el pie derecho atrás, el pie izquierdo en segunda posición. Empeine; tercera posición. Flexiono la rodilla derecha; segunda posición. Una y otra vez. Ya no oigo la música; se ha convertido en un chirrido de fondo y solo queda la mitad para terminar el baile.
Rozo mi vestido de seda azul con la mano, justo encima de donde tengo escondida la pistola de rayos. Me visualizo cazando por los pasillos, apuntando…
«Cálmate», me digo a mí misma. Vuelvo a estudiar los finos detalles de la sala, los faroles de mosaico que flotan sobre nuestras cabezas. Por encima de ellos están los chasqueantes piñones de latón y el cableado que recorre el borde del techo, todo ello conectado al sistema eléctrico de la Ciudad Nueva.
Me concentro en los chasquidos, en recitar mentalmente mis lecciones. Propiedad. Clic. Gracia. Clic. Sonreír. Clic. Matar. Clic.
¡Diablos!
Los violines siguen chirriando. Lord Hamilton dice algo más; logro sonreír y hago un gesto evasivo con la cabeza.
Vuelvo a intentarlo. Cortesía. Clic. Modestia. Clic. Civismo…
Por fin se para la música y me vuelvo hacia lord Hamilton. Me ofrece su brazo sin mediar palabra y me lleva al perímetro del salón de baile. Vuelvo a mirar hacia la puerta.
—Me pregunto dónde está la señorita Stewart —masculla lord Hamilton—. No debería dejarla sola.
Menos mal que a Catherine no se la ve por ninguna parte. Una persona menos con la que debo excusarme.
—Está perdonado —digo con esa voz encantadora que odio—. Si me disculpa, he de ir unos minutos al salón de las damas. —Me toco suavemente la sien—. Dolor de cabeza, me temo.
Lord Hamilton frunce el entrecejo.
—Vaya, pobrecita. Permítame que la acompañe.
En cuanto llegamos a las puertas dobles que dan al pasillo, me detengo y sonrío.
—No hay necesidad de que deje el salón de baile, señor. Puedo encontrar la sala yo sola.
—¿Está segura?
Estoy a punto de contestarle bruscamente, pero me obligo a respirar hondo para recuperar la compostura. Mi deseo de cazar me golpea con fuerza, implacable. Si me consume, la buena educación no me disuadirá. No quiero más que sangre, venganza y liberación.
Trago saliva.
—Sí.
Lord Hamilton no parece advertir el cambio en mi comportamiento. Se limita a sonreír, hace una reverencia desde la cintura y vuelve a darme unas palmaditas en la muñeca.
—Le agradezco el placer de su compañía.
Se da la vuelta para marcharse y salgo al pasillo con un suspiro de alivio. «Por fin».
Mientras avanzo de puntillas, lejos del salón de baile y del de las damas, siento un cosquilleo en la boca cuando regresa el poder del hada. El cuerpo se me está acostumbrando cada vez más al gusto tras su violenta reacción inicial, y reconozco la raza en concreto a la que pertenece. Un retornado.
Únicamente he eliminado a cuatro retornados, pero nunca sola, por eso no estoy tan habituada al fuerte sabor de su poder como al de otras razas feéricas que mato con más frecuencia. Según mi limitada experiencia, tienen tres vulnerabilidades: una abertura a lo largo de la caja torácica, justo encima del pectoral izquierdo; una cavidad abdominal con un lugar un tanto blando en comparación con el resto de piel impenetrable, y una inteligencia bastante inferior.
Los retornados compensan sus debilidades con unos músculos sólidos, lo que dificulta acabar con ellos. Pero a mí me gustan los retos.
Busco en el pequeño bolsillo cosido en los pliegues de mi vestido de baile y saco una fina hebra trenzada de seilgflùr, un cardo blando, poco común, casi desaparecido en Escocia, que otorga la capacidad de ver hadas.
Este cardo fue destruido casi totalmente por los seres feéricos hace miles de años para impedir que los humanos averiguaran la verdad: que la planta es la única debilidad del hada. Oh, todos poseen alguna parte del cuerpo que un arma normal puede perforar, pero tan solo se dañaría una de esas partes. El seilgflùr, en cambio, es lo bastante mortífero como para quemar la piel feérica o incluso causar una herida mortal. Lo utilizo en las armas que hago para cazarlos.
Me ato el seilgflùr alrededor del cuello y continúo avanzando. Tengo los músculos preparados, relajados, a punto tras doce meses de riguroso entrenamiento con Kiaran. Mis técnicas han mejorado durante las noches en las que he matado hadas sin su ayuda. Kiaran asegura que no estoy preparada para ir de caza sola, pero le he demostrado una docena de veces que se equivoca. Por supuesto, no sabe que he estado desobedeciendo su orden directa de no cazar sola, pero tengo una marcada propensión a desobedecerle cuando se presenta la oportunidad.
El sabor del poder del hada me deja otra fuerte pulsación en la lengua. Debe de estar en alguna parte, al doblar la esquina. Me paro de repente.
—Brillante —mascullo.
El pasillo lleva a los dormitorios. Si me pillan dentro, no habrá forma de impedir el consiguiente escándalo. Mi reputación está intacta porque los rumores sobre mí no han podido demostrarse. Que me vieran metiendo las narices en las dependencias privadas de los Hepburn representaría un verdadero problema que mi ya cuestionable reputación no podría permitirse.
Muevo los pies. Tal vez si me doy prisa…
—¡Aileana!
Me doy la vuelta. ¡Oh…, demonios!
Catherine y su madre, la vizcondesa de Cassilis, están en el pasillo detrás de mí, junto a las puertas dobles que dan al salón de baile. Al acercarse, Catherine me mira fijamente, con sorpresa y confusión, y su madre…, bueno, ella me contempla con descarado recelo.
—Aileana —repite Catherine cuando me alcanzan—. ¿Qué haces aquí?
Las dos mujeres comparten el mismo pelo rubio, brillante, y unos ojos grandes y azules, aunque la mirada de lady Cassilis es más astuta que inocente. Tiene una marcada habilidad para advertir la mínima infracción del decoro. Mejor dicho, hasta el más ligero rastro de oprobio.
¡Demontre! Qué fastidio que me hayan pillado dirigiéndome hacia el ala privada de los Hepburn. No es ahí donde debe estar una mujer respetable. O, al menos, no deberían pillarla aquí. Eso es lo más importante.
—Recuperar el aliento —contesto enseguida, respirando con dificultad para dar más énfasis—. Lord Hamilton mueve muy rápido los pies, ¿sabes?
A Catherine parece hacerle mucha gracia.
—¿Ah, sí? Bueno, supongo que tiene mucha agilidad para un hombre de su edad.
—Así que —digo, mirando a Catherine con los ojos entrecerrados— he venido aquí a relajarme un momento. Eso es todo.
—Querida —dice lady Cassilis con mucho énfasis—, deberías relajarte en el salón de baile, que está en esta dirección.
Inclina la cabeza hacia las puertas al final del pasillo.
El poder del hada me deja una vibración molesta en la lengua. Debe de estar extendiendo sus poderes otra vez para atraer a alguien. Mi cuerpo reacciona poniéndose tenso.
—Oh, ya —afirmo, aunque mi voz suena forzada—. Pero…
—Sí —me corrige la vizcondesa—. «Ya» suena muy poco sofisticado.
Lady Cassilis se halla entre el pequeño pero creciente número de aristócratas escoceses que creen que si hablamos como los ingleses, Escocia será considerada una nación más civilizada. En mi opinión, es un montón de basura. Tal como somos ya demostramos ser corteses. Pero preferiría no discutir este asunto en un pasillo mientras hay un hada sedienta de sangre por ahí suelta.
—Ya, claro. Quiero decir, sí —respondo.
Cielo santo, ¿hay algún modo de salir elegantemente de esta conversación?
—Madre. —Catherine se interpone entre nosotras—. Estoy segura de que Aileana tiene una explicación razonable para… merodear por aquí. —Se vuelve hacia mí—. Creía que le habías prometido este baile a lord Carrick.
—Me duele la cabeza —digo, intentando sonar lo más inocente posible—. Estaba buscando el salón de las damas para descansar.
Catherine levanta una ceja y la fulmino con la mirada.
—Bueno, pues déjame acompañarte —me pide Catherine.
—Ah, ese dolor de cabeza persistente —dice lady Cassilis—. Si pretendías acabar con él en el salón de las damas, lo encontrarás en la otra punta del pasillo.
La vizcondesa me mira con los ojos entrecerrados. No cabe duda de que si tuviera pruebas de mi mal comportamiento, a Catherine se le habría prohibido pasar el rato conmigo hace mucho tiempo. Puede que lady Cassilis fuera mi acompañante en las reuniones formales, pero tan solo porque Catherine se lo había pedido, puesto que la vizcondesa y mi madre eran amigas. No se me pasa por la cabeza qué diantre tenían en común.
—De todas maneras —dice lady Cassilis—, una dama nunca debe abandonar el salón de baile sin compañía, como bien sabes, Aileana. ¿Hace falta que te recuerde que estar sola en un pasillo vacío es otra infracción de la etiqueta? —Se sorbe la nariz—. Me temo que tu madre se sentiría bastante ofendida, si aún siguiera con nosotros.
Catherine inspira fuertemente. Aprieto los puños y doy un grito ahogado. La pena aflora por un instante en mi interior, sustituida enseguida por la cólera y un incontenible deseo de venganza. El ansia de asesinar una vez más para enterrar el doloroso recuerdo de la muerte de mi madre. Hasta mi cuidadoso control tiene un límite… Debo encontrar a esa hada antes de que mi necesidad me consuma.
—Madre —dice Catherine pausadamente—, si me espera en el salón de baile, iré allí directamente. —Cuando lady Cassilis abre la boca para protestar, Catherine añade—: No tardaré mucho. Tan solo quiero comprobar que Aileana llega bien al salón de damas.
La vizcondesa me estudia brevemente, alza un poco la barbilla y se aleja hacia el salón de baile a grandes zancadas.
Catherine suspira.
—No lo ha dicho en serio.
—Sí lo ha hecho.
—Aileana, sea lo que sea lo que estés planeando, date prisa o no podré ir a tomar el té el miércoles a las once. Mi madre…
—Lo sé. Cree que soy una mala influencia.
Hace un gesto de dolor.
—Tal vez no la mejor.
Sonrío.
—Agradezco que mientas por mí.
—Yo nunca miento. Simplemente adorno la información si la situación lo requiere. Por ejemplo, tengo la intención de decirle a mi madre que este dolor de cabeza tuyo es tan fuerte que quizá te pierdas unos cuantos bailes.
—¡Qué diplomática! —Le paso a Catherine mi bolso de mano—. ¿Me sostienes esto?
Catherine se queda mirándolo.
—Yo diría que está permitido entrar en el salón de damas con un bolso de mano.
—Ya, pero si lo llevo puede que mi dolor de cabeza empeore.
Le pongo el bolso en la mano.
—Mmm. ¿Sabes? Algún día te haré preguntas y quizás hasta las respondas.
—Algún día —asentí, agradecida por su confianza.
Esboza una breve sonrisa y contesta:
—Muy bien. Parte hacia tu aventura misteriosa. Pero al menos piensa en nuestra cita. Tu cocinera es la única que sabe cómo hacer unas buenas galletas tradicionales.
—¿Esa es la razón por la que vienes a visitarme? ¿Por las dichosas galletas?
—La compañía también es agradable… cuando no tiene «dolores de cabeza».
Se marcha con un guiño impropio de una dama y cruza tranquilamente las puertas dobles hacia el salón de baile.
Libre por fin, vuelvo a avanzar por el pasillo. Mi falda hace frufrú, con sus anchos volantes ahuecados por tres rígidas enaguas. Desde que empecé a entrenarme hace un año, soy muy consciente de lo restrictivo que es el armario de una dama. Los adornos son muy bonitos, pero totalmente inútiles en la batalla.
Al doblar la esquina, el poder del hada vuelve a aparecer. Dejo que el sabor abrasador me inunde la lengua; me emociono ante lo que me espera. Esta es una de mis partes favoritas de la caza, solo superada por la matanza en sí misma. Me imagino disparando otra vez, sintiendo cómo se desata la calma ante su muerte…
Entonces, de repente, el sabor arranca de mi garganta tan rápido que me inclino y me entran náuseas.
—Maldición —susurro.
La abrasiva ausencia de su poder significa que el retornado ha encontrado a su víctima y está captando la energía humana.
Con otra blasfemia entre dientes, me recojo las inmensas faldas y las enaguas, retiro la estola de los hombros para atármela alrededor de la cintura —al diablo con el decoro— y subo corriendo las escaleras. Consternada, echo un vistazo al llegar arriba. Hay muchas puertas. Ahora que ya no percibo el poder, no tengo manera de saber en qué habitación se encuentra el hada.
Avanzo con paso rápido por el pasillo. Todo está tranquilo. Demasiado tranquilo. Tengo plena conciencia de cada frufrú de mi vestido, cada crujido en las tablas del suelo bajo mis zapatillas de satén.
Pego la oreja a la puerta más cercana. Nada. La abro para asegurarme, pero la habitación está vacía. Pruebo en otra. Tampoco hay nadie.
Mientras paso la mano por el siguiente pomo, oigo un débil grito ahogado. La clase de respiración de alguien a quien le queda poco tiempo de vida.
Considero mis opciones detenidamente. No tengo más que una oportunidad para salvar a la víctima del retornado. Si entro atacando, puede que el hada mate a la persona antes de que yo dispare.
Aparto a un lado las enaguas silenciosamente y saco la pistola de rayos que guardo en la funda del muslo. Sujeto el arma por la empuñadura mientras empujo la puerta para asomarme al interior.
Al lado de una cama con dosel situada en un rincón de la habitación, el retornado con forma gigantesca está inclinado sobre la víctima. La musculosa criatura feérica mide casi dos metros de altura y parece un troll en descomposición. Su pelo greñudo, oscuro, lacio y sin vida cuelga a mechones de su cuero cabelludo. La piel de este ser tiene el tono pálido de la carne muerta, podrida por algunas partes y despellejada en otras. Una mejilla está abierta y muestra la mandíbula y una fila de dientes. Las criaturas feéricas pueden curarse las heridas en menos de un minuto, pero este es el estado natural de los retornados. Son muy desagradables y parecen cadáveres.
Tiene las yemas de los dedos profundamente clavadas en el pecho de un caballero entrado en años que reconozco enseguida; es lord Hepburn. Su chaleco está empapado de sangre y tiene la piel de una tonalidad azulada.
Cuando un ser feérico se alimenta de la energía de un humano, ambos quedan envueltos en una luz blanca extraordinaria. Lord Hepburn no ha llegado tan lejos, pero casi.
Contengo la respiración y aflojo la pistola de rayos hasta que la mira está al nivel del pectoral del retornado, justo por encima de la abertura torácica. Agarro el arma con más fuerza y acaricio suavemente con el pulgar la talla ornamentada del mango de la pistola.
«Muévete —le digo al retornado con el pensamiento—. Solo un poco, para que no hiera a mi amable huésped».
El ser feérico no se mueve y yo no tengo un tiro limpio. Ha llegado el momento de intervenir.
Bajo la pistola, entro en la habitación y cierro la puerta con un fuerte chasquido.
El retornado alza de pronto la cabeza. Muestra dos filas de largos dientes puntiagudos y emite un gruñido tan grave y retumbante que hace que se me erice el vello de los brazos.
Sonrío con dulzura.
—Hola.
Detecto un leve movimiento en lord Hepburn y me relajo un poco. Todavía está vivo, menos mal. La mirada negra del retornado me sigue mientras me coloco junto al sofá de terciopelo, pero permanece donde se encontraba, bebiendo ávidamente la energía del pobre hombre.
Tengo que obligarle a que vuelva a centrar su atención en mí.
—Suéltale, cosa horrible. —La bestia resopla y yo avanzo—. He dicho que le sueltes. Ya.
Vuelvo a agarrar con fuerza la pistola mientras la criatura le quita las manos de encima a lord Hepburn y se incorpora hasta ponerse en pie. Ahora que ha dejado de alimentarse, vuelvo a percibir el abrasador sabor a azufre y amoníaco. La criatura descuella sobre mí, musculosa, goteando una repugnante sustancia transparente que preferiría no examinar de cerca.
Me siento llena de un familiar entusiasmo cuando el hada vuelve a gruñir. El corazón me late más deprisa. Mi sangre circula a toda velocidad y me arden las mejillas.
—Sí, muy bien —susurro—. Tómame a mí en su lugar.
El hada salta hacia delante.