CAPÍTULO 19

Cierro los dedos alrededor de la cuerda del peso impulsor. La fricción quema la tela que llevo enrollada en la mano y aprieto los dientes mientras me deslizo hacia abajo, pero me detengo en seco sobre un enorme engranaje giratorio. Las piernas me quedan colgando en el aire, los dedos de los pies apenas rozan el grueso metal debajo de mí.

El dolor penetrante en las palmas de las manos casi basta para que afloje mi sujeción. Los músculos de los brazos sobresalen por el esfuerzo de mantenerme en mi sitio mientras bajo la vista hacia la rueda dentada que gira debajo de mis pies. Se introduce y se mueve alrededor de piñones más menudos, revelando una pequeña abertura durante cada rotación. Debajo hay otro piñón plano que gira.

Entra… gira… sale. Ahí está la abertura. Sigo el patrón hasta que lo memorizo, hasta que me aseguro del momento adecuado. En el preciso segundo en que aparece la abertura, suelto la cuerda y me dejo caer.

En cuanto estoy en el aire, cierro los ojos. La primera persona en la que pienso —sin ninguna razón— es Kiaran. En su extraña medio sonrisa, y esos breves pero extraordinarios atisbos de vulnerabilidad que muestra cuando pierde el control momentáneamente.

Mi cuerpo, torpe, choca con fuerza contra el piñón metálico. «¡Maldita sea, cómo duele!».

Me pongo en pie con dificultad y me quedo, insegura, en el borde de la rueda dentada. Mientras el piñón rota, advierto otra abertura debajo a través de la cual veo el suelo de madera al fondo de la torre del reloj. Otra caída, aunque no terriblemente lejos. Examino las paredes del hueco para ver si hay algo que me ayude a bajar.

Una serie de barras metálicas sobresalen de la pared interna de la torre. Cuando el engranaje vuelve a girar, salto. Cierro las manos alrededor de una de las barras y balanceo el cuerpo hacia la siguiente, luego a otra y caigo al suelo de madera, agachada. Los dientes chocan con fuerza por el impacto.

Por una vez, le agradezco a Kiaran las innumerables prácticas de lucha. Si no me hubiera entrenado tan despiadadamente, sería incapaz de tirarme por el hueco de la torre de un reloj o ignorar el dolor al aterrizar y levantarme, como siempre me dice que haga.

La puerta de mantenimiento está donde creía que iba a estar. Intento abrirla dos veces con una patada, hasta que las bisagras crujen y la madera se agrieta. Me salta polvo a la cara mientras salgo afuera disparada e inspiro el frío aire nocturno.

Al otro lado de la calle, veo el andamio que cubre el monumento de marfil en memoria de sir Walter Scott, en el límite del Nor’ Loch. Por fin, la calle Princes.

—Ya casi estoy —mascullo.

Los músculos de las piernas se quejan para protestar mientras corro hacia la plaza Charlotte. La lluvia cae incluso con más intensidad, deslizándose por mis cabellos a la frente mientras paso por unos bloques blancos que tienen tiendas pequeñas. Se me entrecorta la respiración cuando la sequedad cargada de humo vuelve a inundarme la boca. Los sabuesos aúllan una vez más, muy cerca. Jamás pensé que pudieran encontrarme de nuevo tan rápido, y mi encendedor no será tan efectivo con este tipo de lluvia. Pero todavía tengo la pistola.

Saco el arma de su funda. Las púas conductoras se elevan y las varillas del centro se abren mientras me doy la vuelta para apuntar hacia donde el sabor en la boca me quema la lengua. Rezo por que mi instinto sea correcto y aprieto el gatillo.

El perro invisible da un gañido y sonrío abiertamente, triunfante, observando, mientras la electricidad sale serpenteando de un punto invisible. Saborearía su muerte, pero no tengo tiempo.

Subo a toda velocidad por la calle, jadeando, y la grata vista de mi ornitóptero me anima a correr más rápido. Gavin ya está dentro.

—Aileana.

Parece aliviado al verme.

Me quito la ballesta y la bolsa que llevo colgadas a la espalda y las tiro al interior. Luego salto hacia el asiento de cuero, le doy a los interruptores para encender la máquina y presiono los pies con los pedales para efectuar un despegue de emergencia. El ornitóptero se eleva con un fuerte batir de alas.

En el suelo, abajo, los sabuesos aúllan, su frustración retumba por toda la plaza. Solo espero que Derrick y Kiaran puedan matarlos, ya que yo no he podido.

La lluvia aporrea las alas de estructura metálica mientras nos elevamos sobre la plaza Charlotte. Inclino la cara hacia las gotitas que caen y exhalo todo el aire. Mi cuerpo se relaja.

Planeamos por el cielo neblinoso de Edimburgo. Las nubes tapan los edificios de la Ciudad Nueva, pero se filtra el resplandor naranja de las luces. El aire es más frío aquí arriba, más húmedo. Me cala el vestido sucio y tiemblo.

Me quedo mirando la ciudad neblinosa que hay abajo y aflojo los músculos, contenta por no tener que volver a moverlos. Anhelo cerrar los ojos y dejar que la máquina voladora me lleve muy lejos, lejos de las responsabilidades y de un sello roto que amenaza las vidas de todos los que me importan.

Al cabo de un rato, nos elevamos sobre Leith y el balanceo de la máquina me calma. El batir de las alas suena ligeramente como los latidos de un corazón, suave y tranquilizador. Zum-zum, zum-zum.

—Gracias —le digo a Gavin en cuanto comienzo a respirar con normalidad— por ayudarme.

—Siempre estoy dispuesto a ayudar a una dama en apuros —contesta—. Es mi deber de caballero.

Le miro risueña y me recuesto en el asiento.

—Estaban buscándote —dice en voz baja—, ¿no?

Está todo muy silencioso ahí arriba, no se oye nada salvo la lluvia cayendo y los latidos de las alas. Giro el timón hacia el Forth y estudio los mástiles de los barcos que sobresalen entre la niebla.

—Sí.

—No eres una vidente —dice.

La expresión de su rostro me impide saber qué piensa. Ojalá comprendiera qué le pasa por la cabeza. Me ayudaría a decidir cuánto contarle, cuánto peligro quiero compartir con él.

Gavin mira el mar de niebla en calma, su respiración es superficial.

—Ya no sé nada de ti, ¿no?

Me duele al tragar. Se me contrae la garganta y creo que tal vez me atragante con la respuesta.

—Soy la misma de siempre.

No sé por qué me siento forzada a mentirle. Gavin ha visto a los seres feéricos, sabe lo que le hacen a la gente. Me ayudó a pesar del gran riesgo que implicaba para él. Aun así quiero que me vea como antes, en el baile, antes de que Derrick regresara de la cocina, sin dudas en la mirada. Con la certeza de que soy exactamente la misma mujer que dejó hace dos años.

En cambio, estoy sentada en una oscura máquina voladora, vestida con lo que queda de un traje que está lleno de sangre y suciedad. He perdido la cuenta de cuántos seres feéricos acabo de matar. Soy una chica arruinada que ha tomado una decisión. Esto es lo que soy, una criatura nocturna que se alimenta de muerte y destrucción.

—No —dice—. No eres la misma persona. Entonces ¿qué eres, Aileana? Merezco saberlo después de lo sucedido.

Me desabrocho el encendedor del brazo y me quito el guante de la mano. Lo tiro en la parte trasera del ornitóptero. «¿Qué eres?». Ya ni siquiera merezco un «quién». Debe de pensar que no soy mejor que los monstruos que cazo.

—Soy humana —respondo bruscamente—. Eso es lo que soy. Como tú.

—¿Como yo? —exclama Gavin—. Yo nunca podría haberme movido tan rápido como ellos. Yo no puedo luchar así. Mataste a esas cosas sin… —Coge aire—. Lo siento, no pretendía sonar acusador.

Mi ira se desvanece. Cojo el dobladillo de lo que queda de una de mis enaguas y arranco una parte para vendar la mano que tengo herida.

—Entiendo. Has estado muy tranquilo, teniendo en cuenta las circunstancias —digo.

—Mera fachada —contesta, haciendo un gesto con la mano—. No sería muy varonil gritar como un chiquillo, ¿no?

—No mucho.

Ambos nos quedamos callados de nuevo. Continúo conduciendo el ornitóptero, más alto sobre la niebla, más cerca de las estrellas.

—¿Qué pasó? —pregunta.

Ha compartido todo conmigo, me ha contado lo que significa ser un vidente. Yo he respondido cambiando de tema y me he guardado mis secretos. Le he tratado del mismo modo que a Kiaran, igual que a Catherine. ¿En qué clase de mujer me convierte eso? ¿Es que ya no confío en nadie? ¿Ni siquiera en la gente a la que quiero?

—A mi madre —digo enseguida, antes de arrepentirme o cambiar de opinión y mentir otra vez— la mató un hada. Ese es el motivo.

«Por eso soy así».

Se le corta la respiración.

—Entonces no fue el ataque de un animal.

—No. —Intento impedir que los recuerdos salgan a la superficie, trato de mantenerlos en el espacio vacío al que pertenecen—. No fue el ataque de un animal.

—Y ahora disfrutas matándolos, ¿no?

Lo dice tan bajo que apenas le oigo.

Me arden las mejillas.

—Sí.

Me sorprende lo avergonzada que estoy al admitirlo. Si fuera Kiaran, ese hecho habría sido un tema de orgullo. Pero Gavin debe de estar dándose cuenta de que su amiga de la infancia ha intercambiado la femineidad por la brutalidad. Que la muchacha que conocía ha desaparecido por completo.

—Eres lo que te llamó el pixie… ¿cómo era?

La palabra. La palabra que lo cambia todo.

—Una halconera.

—Esto no cambia nada, ¿sabes? Todavía me importas. —Ahora parece inseguro—. Pero me provocas terror.

Bajo circunstancias normales, me habría dolido el pecho al oír sus palabras. La amiga de la infancia de Gavin era la personificación de lo apropiado. No tenía secretos y experimentaba todas las emociones adecuadas. Habría huido de los seres feéricos cuando Gavin se lo pidió. Habría confiado en que él la protegería.

Mi apatía debe ser algo impenetrable, un muro que me mantiene a salvo y protegida. No debería importarme lo que piense. Quiero hacer ver que es un chico tonto que simplemente ya no me entiende. Y esta verdad es cortante y dolorosa como una cuchilla.

—No te culpo —digo.

Su mirada parece intensa en la oscuridad.

—Esto va a matarte. Cazarlos.

—Puede —admito—, pero no puedo volver a lo que era antes. A planificar fiestas y el matrimonio. Eso ya no es para mí.

Cazar lo llevo en la sangre. Es la voz en mi cabeza que ordena, la fuerza que me dirige. Una parte de mí que nunca me abandonará hasta que muera.

—Yo tampoco creo que sea para mí —declara.

Casi le digo «Lo siento —como en los jardines—. Siento haberte implicado. Siento que te parezca que debes protegerme. Siento que tampoco puedas volver atrás». Pero no es cierto. Voy a probar con algo ligero y alegre cuando Gavin me coge de la mano.

—¿Gavin?

—Hay algo detrás de nosotros.