CAPÍTULO 18
El dolor de mis heridas se disipa al instante. Basta con la promesa de una batalla para que un cálido resplandor se extienda por mi cuerpo. De vuelta a la caza, de vuelta a la persecución.
—¿Cuántos son? —pregunto.
—Dos docenas —responde Derrick—. Tal vez tres.
Cierro los ojos brevemente. Las armas que he traído conmigo no son suficientes para matar a tantos.
—Ve a buscar a Kiaran y dile que necesito ayuda. Intenta no insultarle mientras se lo pides.
Derrick, por una vez, no me discute.
—¿Y tú?
Me acerco a la ventana dando zancadas, una vía de escape fácil ahora que el cristal tintado se ha roto. Gracias a Dios que el estudio de Gavin está al nivel del suelo.
—Tengo armas cerca y más en mi ornitóptero.
Ahí es donde guardo mis reservas de seilgflùr. Puede que Kiaran me lo quite a veces durante el entrenamiento, pero nunca antes lo había perdido en una pelea.
Derrick revolotea hacia mi hombro.
—Están en la calle Princes y avanzan en esta dirección. ¿Podrás llegar a la plaza Charlotte?
—La verdad es que eso espero, puesto que no llevo más seilgflùr conmigo —murmuro mientras me subo al alféizar de la ventana y me preparo para saltar al jardín.
—¿No tienes…?
—No te preocupes por mí. —Apoyo la mejilla contra sus alas un momento—. Vete.
—Ten cuidado, ¿vale?
La luz de Derrick brilla con más intensidad mientras se aleja.
Rompo el vestido y las enaguas, que ya están rasgadas, hasta que me quedan a la altura de las rodillas, donde se ve la parte inferior de mi ropa interior, para que la tela no me dificulte los movimientos. Tiro el material sobrante hacia uno de los altos arbustos que hay abajo.
Fuera llueve sin cesar y se me moja la pierna. Tiemblo por el frío aire nocturno y la brisa que me roza los brazos desnudos. Estoy a punto de saltar hacia un espacio entre los arbustos y la pared cuando una mano se acerca para cogerme de la muñeca.
Es Gavin, que me mira, furioso.
—¿Pretendes salir ahí fuera? —pregunta—. Pero si ni siquiera los ves, ¿no?
Intento soltarme, pero me sujeta con más fuerza.
—Nunca dije que pudiera verlos.
—Lo insinuaste.
—Pues ya no lo insinúo. —Sonrío burlonamente—. Tengo otros medios para conseguirlo.
Gavin me estudia con atención.
—¿Elegiste tú esto?
Me acerco a él y apoyo la mejilla en la suya, un gesto que va en contra de toda norma social que me hayan enseñado. Es el entusiasmo de cazar que me inunda, un zumbido salvaje. Estoy más allá del decoro, más allá de la etiqueta.
—Me deleita.
Salto a la tierra blanda de abajo. Mis zapatillas se hunden y el agua de la lluvia las rodea. La neblina cubre el jardín, ahora más oscuro que antes porque las nubes de tormenta se han espesado. La lluvia cae por mis hombros desnudos y la brisa incrementa la sensación de frío. El corazón golpea con fuerza en mi pecho y quiero echar a correr otra vez, para cazar.
Estoy a punto de atravesar el césped a toda velocidad cuando oigo un golpe tras de mí. Gavin.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Se yergue, alto y elegante.
—Voy contigo.
—No seas ridículo.
Giro sobre mis talones y me dirijo hacia las armas escondidas.
Me alcanza y dice:
—No es ninguna ridiculez. Tú misma has dicho que no puedes verlos.
—¿Y?
—Deja que yo los vea por ti.
Tiene los rasgos ensombrecidos y respira con dificultad.
—No —digo tajantemente—. No voy a implicarte. Siento haberlo hecho antes.
—He tomado una decisión, Aileana.
—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por qué harías eso por mí?
Aparta la mirada, frunciendo el entrecejo, como si recordara algo que se ha esforzado mucho por olvidar.
—Una vez intenté ayudar —responde—. A una persona de mis visiones. El hada fue tan rápida que me rompió seis huesos antes de que pudiera alcanzarla.
—Gavin, yo…
—Creo que eres tonta —me critica con dureza—. Creo que es una idea sumamente terrible y que probablemente terminen matándonos a los dos. Pero si tengo que morir, prefiero hacerlo sabiendo que intenté ayudar y no hui.
No hay nada que pueda decir ante eso. Sé que Gavin debería volver dentro, donde está más seguro, donde no hay nadie a quien persigan los seres feéricos. También irán detrás de él en cuanto averigüen que es un vidente que acompaña a una halconera. No puedo creer que esté haciendo esto.
Suspiro.
—Muy bien.
Dios, espero no arrepentirme de llevarlo conmigo. Mientras rodeamos la casa hacia el jardín lateral, escucho en busca de alguna señal que me indique si hay un hada cerca, pero no oigo nada. Instintivamente, me llevo la mano al collar del cardo que me tranquiliza, pero ya no está; entonces recuerdo que no puedo verlos ni oírlos.
Maldigo en voz baja y pregunto:
—¿Oyes algún aullido?
—Aún no.
—Bien.
Me agacho junto a unos setos, saco una bolsa de las profundidades y busco mis botas en su interior. Me quito las malditas zapatillas y las meto en la bolsa para luego atarme las botas. Siempre es mejor estar preparada por si me veo obligada a correr. Ojalá hubiera pensado en traer más cardos.
A continuación, saco la funda y mi pistola de rayos, dos piezas muy importantes, sin las que nunca volveré a salir. Me paso la correa de cuero por la cintura y abrocho bien la hebilla.
—¿Siempre guardas tus armas en los jardines de otras personas? —me pregunta Gavin.
—Solo cuando no quiero que me maten —respondo alegremente.
Los restos de mis guantes de seda mojados se me pegan a la piel al sacármelos y los tiro dentro de la bolsa. Después saco la ballesta. Luego el encendedor, que ahora está sujeto a un guante que he diseñado yo misma. Me lo pongo y abrocho las correas alrededor de la muñeca y la parte superior del brazo, donde se halla el depósito de combustible.
Cojo la ballesta y compruebo su cámara interna. Contiene doce virotes finos, con la punta mojada en una tintura extraída del seilgflùr. Diseñadas para romperse al impactar, las puntas contienen un pequeño taco de cardo, suficiente para matar a un hada casi al instante. El diseño del cranequín carga los virotes automáticamente después de cada disparo.
—Bueno —dice Gavin—. Sin duda has estado ocupada.
—Una dama tiene que buscarse un entretenimiento cuando no está pintando paisajes.
—¿Sabes? Ya no volveré a ver del mismo modo a las mujeres. A partir de ahora me preguntaré si esconden armas entre los setos.
Sonrío abiertamente. Bordeamos poco a poco los arbustos hasta la puerta lateral, que se abre con un chirrido. Asomo la cabeza y compruebo que no haya nadie en la calle oscura. Está vacía salvo por la luz de las farolas y un carruaje solitario aparcado. Gavin también echa un vistazo y me hace un gesto con la cabeza para indicar que está libre de hadas.
El único ruido sale de la casa de Gavin, donde las risas, la conversación y los violines tocando la danza de la Highland Schottische se escapan por las ventanas abiertas.
Este es el primer baile tras la pausa para el refrigerio, al que había prometido que regresaría. Me he perdido este baile y me perderé los siguientes. No habrá manera de restablecer mi reputación después de esto. Mañana estará por los suelos. Tendré suerte si mi padre no acepta por mí la primera oferta que le hagan. Esta es mi última oportunidad de volver antes de que eso ocurra.
Gavin me toca el hombro.
—¿Estás bien?
He tomado una decisión. La misma de siempre. Elijo sobrevivir. Elijo cazar. Porque mi padre me diría que el deber es lo primero, y este es mi deber.
Gavin examina la carretera.
—Aileana, los oigo.
Le cojo del brazo y tiro mientras paso corriendo por delante de las casas de sus vecinos y empujo una rama baja para quitarla de en medio. Entro por la puerta de un jardín público, que se cierra tras de mí con un fuerte sonido metálico, similar a un disparo. Corremos por el sendero que hay entre los árboles del interior. Las botas resbalan y caigo en el lodo.
—¿Adónde vamos? —pregunta Gavin.
—Si nos damos prisa, a lo mejor les evitamos de camino a la plaza Charlotte.
Salimos del jardín y volvemos a la calle. Nuestros pies pisan charcos y los rápidos pasos repiquetean en los adoquines. Al entrar en la plaza St. Andrew, entre la luz tenue de dos farolas, el ritmo de mi respiración es fuerte y rápido. Cojo a Gavin de la mano, con los dedos resbaladizos por la lluvia.
Derrapa al detenerse y estoy a punto de caer de bruces al suelo.
—¿Gavin? —pregunto—. ¿Qué pasa?
—Algo va mal —responde—. Ya no los oigo…
Inspira, se vuelve y clava los ojos en algo que hay detrás de mí.
Me doy la vuelta y solo veo los adoquines, mojados y brillantes. Entonces noto un fuerte sabor a humo en la boca. «Está aquí».
Gavin me coge de la muñeca. Yo sujeto la ballesta con fuerza mientras tira de mí hacia él.
—Cuidado —dice en voz baja—. No nos ha visto aún.
Se coloca detrás de mí, con los ojos a la altura de la mira del arma, y me levanta el brazo para apuntar.
Apoyo la culata de la ballesta en el hombro y dejo que Gavin me dirija. Mientras lo hace, la abrasiva aridez del poder del cù sìth se posa en mi lengua y es tan potente que no puedo tragarlo. Así que respiro profundamente por la nariz y me concentro tanto en sujetar la ballesta que el sabor no es más que una mera molestia.
Gavin susurra una única palabra:
—Ahora.
Aprieto el gatillo. Un aullido agudo me sobresalta lo suficiente para que apenas note el poder feérico que me recorre.
Lo he oído. Me quedo mirando la calle y observo cómo la sangre se acumula en los adoquines.
La voz suave de Kiaran retumba en mi mente: «Eres la única que puede hacerlo».
«Seabhagair. Halconera».
Gavin me agarra del brazo con más fuerza y me aparta de mis pensamientos.
—¡Vamos!
Le sigo y pasamos corriendo por las residencias de piedras blancas de la plaza St. Andrew, todas ellas a oscuras salvo por unas cuantas luces en las ventanas bajo el nivel de la calle, donde los sirvientes aún estarán trabajando. Gavin tira de mí y hacemos una pausa entre los arbustos que llevan al jardín en medio de la plaza. Las ramas se parten. Mi falda se rasga más aún. Pasamos a toda velocidad por la columna acanalada del monumento a Melville y regresamos a la calle.
Gavin vuelve a detenerse y casi choco con él. Me pone delante y me coloca otra vez el brazo en posición de disparo.
—Ahí —susurra.
Está tan cerca que su aliento me hace cosquillas en la oreja.
Aprieto el gatillo. Un alto gemido resuena en la plaza y el poder feérico choca contra mí. Me relajo, apoyada en Gavin. Abro el pecho y arqueo la espalda. En esta ocasión el puro éxtasis de la caza basta para abrumarme. Casi.
Gavin me rodea la cintura con un brazo y me da la vuelta, dejando la otra mano en la muñeca, que me agarra con fuerza, para dirigir la ballesta.
—¡Ahora!
No vacilo, y el virote apenas ha salido cuando Gavin vuelve a darme la vuelta. Su pie se desliza entre los míos y me sostiene con firmeza contra él para dirigirme con más facilidad.
Con la palma de la mano apoyada en mi estómago, vuelve a colocarme.
—Otra vez.
Disparo.
Continuamos así, Gavin indicándome dónde disparar y yo apretando el gatillo. La sangre y la lluvia refulgen en la calle. Las farolas iluminan la escena envuelta en una neblina espesa y naranja. El pelo mojado me cae sobre la cara mientras Gavin apunta mi brazo de nuevo y disparo. Estoy sin aliento por la euforia, con el poder llenándome los pulmones, el pecho. Damos vueltas y más vueltas, es nuestra danza asesina. Nuestros pies fallan alguna que otra vez sobre los adoquines irregulares, pero mi puntería sigue siendo certera.
Siento el suave aliento de Gavin en mi cuello. Noto cada inhalación y exhalación. Nos movemos juntos incluso mejor que cuando bailábamos el vals. Nuestros pasos se vuelven cohesivos, están unificados, son más fluidos tras cada disparo. Con cada muerte, nos movemos más rápido, afina mi conciencia de los seres feéricos. No tardo en disparar antes de que Gavin hable, percibiendo exactamente cuándo necesita que lo haga.
El insoportable gusto a humo del cù sìth me seca la boca, pero estoy demasiado saciada para que me importe. Me siento ligera como el aire, invencible y fuerte…
Hasta el momento en que Gavin vuelve a posicionarme una vez más y oigo el revelador chasquido cuando aprieto el gatillo. Me he quedado sin virotes.
—¿Y tu pistola? —pregunta Gavin.
Salgo de su abrazo para colgarme la ballesta al hombro.
—Necesito esto para defendernos de camino a la plaza Charlotte. —Sonriendo, le digo—: No te preocupes, tengo una sorpresa.
Giro el botón para activar el encendedor y meto la mano en la bolsa para sacar una botella de cristal. Se la pongo en las manos.
—Ten. Una distracción. Tírasela al cù sìth más cercano.
Por un momento, creo que casi sonríe. Entonces lanza a lo alto la botella a un metro de donde estamos. El cristal se rompe al impactar y el cù sìth emite un gañido.
Extiendo el brazo hacia el sonido con la mano abierta y muevo la muñeca. La mezcla de alcohol y seilgflùr que fluye del depósito de combustible se prende al instante y el fuego explota desde el centro de mi guante.
A nuestro alrededor, oigo el aullido desesperado de los cù sìth. Sus débiles y agudos lamentos suenan dentro de mi cráneo.
Gavin busca en mi bolsa y saca otra botella, pero los aullidos la rompen antes de que pueda lanzarla. ¡Maldita sea! No esperaba que sucediera eso cuando decidí traerlas. El hedor del seilgflùr mezclado con el alcohol y el pelo chamuscado hace que me escuezan las fosas nasales. Me pitan los oídos, que sangran por los gritos. No creo que pueda soportarlo durante mucho más rato.
Pongo a Gavin delante de mí.
—¡Corre! —chillo, aunque sé que no me oye porque a él también le sangran los oídos.
La sangre y el agua de lluvia bajan por los laterales de su rostro y manchan de rojo el cuello de su camisa.
Volvemos a correr y el aire es tan frío que mi aliento se convierte en niebla blanca al exhalar. Los aullidos se apagan a nuestras espaldas. Bajamos por la calle George, patinando y tropezando de vez en cuando sobre los adoquines resbaladizos. Me duele la cabeza tanto que me cuesta ver. Mientras huimos, mi vestido mojado y hecho jirones se me pega a los muslos y me impide moverme con comodidad. Los músculos me arden por el esfuerzo.
—¿Están cerca?
Gavin hace una mueca y sé que también debe de dolerle.
—Sigue corriendo —dice.
La Ciudad Nueva está ordenada en un diseño simétrico, cuadriculado. Fácil de recorrer, pero no hay callejones estrechos en los que esconderse, ni pasillos subterráneos, ni calles oscuras donde no estemos a la vista. Eso la hace muy poco práctica para escapar. La calle es demasiado larga y recta para dejarlos atrás.
—Tenemos que separarnos —digo jadeando.
—¿Qué? —Gavin me mira, sorprendido—. No. Eso…
—Baja por la calle Young —le pido— y reúnete conmigo junto al ornitóptero que hay en el centro de la plaza Charlotte. Me seguirán a mí.
Tengo que apartar su atención de Gavin antes de que vuelvan a rodearnos. Mi pistola de rayos solo contiene ocho cápsulas, ni se acerca a las que necesitaríamos para defendernos en caso necesario.
Un tarro de cristal de mi bolsa es lo bastante grueso para sobrevivir a los aullidos. Vierto su contenido en una línea que cae mientras avanzo por la calle. El fuego estalla desde mi palma para encenderlo.
—Esto nos hará ganar tiempo —digo—. ¡Vete ya!
Salgo disparada hacia la calle Rose.
—¡Maldita sea, Aileana! —me llama Gavin—. ¡No puedes verlos!
No me hace falta. Kiaran me dijo que el seilgflùr era un obstáculo, que necesitaba aprender a luchar sin él. Ahora es el momento perfecto para probarlo.
Pero mientras bajo la calle a toda velocidad en dirección a mi casa, el suave sabor a humo del poder feérico se satura dentro de mi boca y me dificulta la respiración. Están cerca. Y no soy lo suficientemente rápida para dejarlos atrás.
Entonces veo el reloj de la torre, el corazón eléctrico de la Ciudad Nueva. Ante la ausencia de callejones estrechos en los que meterme para que aminoren el paso, y sin llevar seilgflùr para defenderme, es la única manera de llegar viva a la plaza Charlotte. Me apresuro hacia la puerta y la abro de una patada, haciendo volar polvo y astillas de madera.
Entro y subo las escaleras como un rayo. Cada paso está enfatizado por el chasquido de los engranajes metálicos al girar que generan la energía de la Ciudad Nueva. La electricidad zumba a mi alrededor, como millones de abejas inquietas.
«¡Piensa!».
Subo, subo y subo otro tramo de escaleras de madera chirriante hacia la esfera iluminada del reloj. Repaso el plan que tengo en la cabeza, tan rápido como puedo. La torre del reloj tiene solo dos puertas: por la que he entrado y la otra en un lateral del edificio que da a la calle Princes, al final del hueco de la torre. Si puedo llegar hasta allí, tendrán que separarse y se verán obligados a coger el camino más largo para encontrarme. Puede que me haga ganar unos minutos y es la mejor opción que tengo para llegar al ornitóptero.
Por encima del zumbido de la electricidad, el tictac del reloj hace que me mueva más rápido, frenéticamente. Cruzo una puerta sobre el puente que conecta las dos partes de la torre. No tengo ni idea de lo rápido que corre un cù sìth, pero estoy segura de que no he ganado mucho tiempo.
Subo otro tramo de escaleras y luego llego al final, donde encuentro la estrecha plataforma de madera, que es mucho más pequeña de lo que yo esperaba. Me tambaleo en el borde y agito los brazos. Un cù sìth aúlla fuera. «Calma —me digo a mí misma—. Cálmate».
Con los ojos entrecerrados, examino los engranajes que trabajan bajo mis pies, cómo se entrelazan y rodean los unos a los otros en un patrón regular. La cuerda del peso impulsor cuelga del techo hasta el fondo del hueco. Si no cojo la cuerda cuando salte, tendré tan solo unos pocos segundos para rezar mientras caigo para no romperme nada cuando llegue al piñón inferior. Si tardo más… bueno, eso tampoco tendrá un resultado agradable.
Miro detrás de mí. Tictac, tictac. Se me acaba el tiempo. El sabor a poder feérico es tan acre en la boca que me duele al tragar. Arranco más tela de las enaguas y la enrollo en la mano que tengo libre. El sabor aumenta, una sequedad abrasadora que se extiende inexorablemente por la garganta.
Tictac, tictac. Ahora respiro entrecortadamente. Si no salto pronto, los otros estarán esperándome fuera, en la otra puerta, para hacerme pedazos cuando llegue ahí abajo. No tendré ninguna posibilidad luchando contra ellos a ciegas; hay demasiados.
Algo me engancha el vestido. Unos dientes invisibles o unas garras rompen la tela alrededor de los muslos. Grito y pataleo de forma reflexiva. Mi bota choca contra la criatura feérica que no veo y se oye un débil ladrido como respuesta.
Tictac, tictac. Demasiado tarde para cambiar de opinión y volver a bajar las escaleras corriendo. Así que me doy la vuelta y me arrojo desde la plataforma.