CAPÍTULO 17

Una enorme criatura con una resplandeciente melena negra choca contra mí. Me agarro a un suave pelaje cuando toco la alfombra con la espalda, que me arde cuando se me llevan a rastras. Los fragmentos de cristal en el suelo me laceran la carne. Me golpeo con el escritorio de madera de Gavin y me muerdo la lengua para no gritar.

Tengo un perro encima de mí, más grande que cualquier otro que haya visto. Si estuviera de pie, me llegaría al pecho. El pelo oscuro se ondula y brilla a la tenue luz de la lumbre, alternando tonos violetas, verdes y rojos. Los ojos resplandecen carmesíes.

Un cù sìth. El sello se ha roto aún más y los perros se han escapado, tal como dijo Derrick que pasaría.

Me quedo inmóvil mientras el sabueso me olisquea detenidamente, como para asegurarse de que soy la persona que está buscando. La persona a la que le han mandado matar.

—¡Aileana!

Gavin suena muy lejos, como si ya no estuviera en la habitación.

Agarro el pelaje y clavo los dedos en él. Sé que me matará en cuanto confirme quién soy y tengo que sacármelo de encima. Pero este perro pesa demasiado. Tengo unos ciento ocho kilos encima. El corsé, aunque no lo llevo apretado, me impide respirar y el pesado cuerpo de la criatura feérica empeora aún más la situación. Los latidos de mi corazón inundan mis oídos; el golpeteo rítmico se hace cada vez más fuerte.

El cù sìth inspira de nuevo, después abre los ojos y gruñe. Ahora sabe quién soy. Lo que soy. Tiene los dientes puntiagudos, tan afilados como cuchillos. Intento coger aire, incapaz de moverme.

Los iris del sabueso arden de un color rojo intenso. Gotea saliva en mi piel, los dientes están a escasos centímetros de mi carne. Mis manos hundidas en su cuello son lo único que impide que me destroce, y apenas puedo conseguirlo. Canalizo toda la fuerza que tengo, usando el don que Kiaran me dijo que poseo como halconera desde mi nacimiento. Cierro los puños con fuerza. El pesado pelaje es espeso, duro como una armadura.

Algo golpea al perro y me lo quita de encima.

—¡Gavin! —exclamo jadeando.

El cù sìth se sacude para echar a Gavin del lomo, lo bastante fuerte para arrojarle contra la estantería, que se tambalea y los volúmenes caen al suelo. Gavin se desploma e intenta incorporarse, pero uno de sus zapatos resbala sobre los cristales de la ventana rota.

—Ve hacia la puerta —dice Gavin—. Podemos atraparlo…

—¿Y corro? —Me río con un sonido grave y gutural. Una ira familiar arde ahora por mis venas. Pienso en la nariz sangrante de Kiaran, en la fuerza que dice que poseo—. Todavía no.

La criatura se levanta, siguiendo a Gavin con un gruñido retumbante. Ahora sabe que Gavin es un vidente y también lo quiere a él.

—¿Qué estás haciendo, Aileana?

—Me has contado tu historia —digo—. Esta es la mía.

Los músculos de las patas traseras del cù sìth se tensan. Cuando salta hacia Gavin, me lanzo hacia él y le rodeo el tronco con los brazos. Caemos con fuerza al suelo. Las patas de madera del sofá crujen mientras rodamos por encima y caemos a un lado. Me cojo las faldas y aparto capas de enaguas, tarlatán y seda para encontrar mi sgian dubh. Agarro con los dedos la empuñadura mientras el hocico del sabueso baja rápido y muestra los dientes al gruñir con fiereza.

Ataco y le clavo mi hoja al cù sìth en el vientre, donde el pelaje similar a una armadura es más fino. Intento hundirla hasta la empuñadura, pero entonces oigo un fuerte crujido metálico.

Sorprendida, retiro el brazo. El pelo del cù sìth ha partido mi puñal por la mitad.

Antes de que pueda hacer nada, el sabueso alza el hocico y suelta un estridente aullido.

Me tambaleo y casi me caigo mientras el lamento débil y agudo resuena en mi cráneo. Me tapo los oídos con las manos para amortiguar el ruido, pero no funciona. Los cristales se rompen. Los fragmentos de las demás ventanas y del decantador de whisky repiquetean en el suelo.

Me fallan las piernas. Me hundo en la alfombra y el cristal me corta las rodillas. Abro la boca para gritar, pero no escapa ningún sonido. Justo cuando pienso que no puedo soportarlo más, cesa el aullido.

Emito un grito ahogado y retiro las manos de las orejas. Tengo los guantes mojados de la sangre que deben haber derramado mis oídos. En ese segundo de distracción, el cù sìth vuelve a abalanzarse sobre mí y me tiro al suelo.

No soy lo bastante rápida. Las zarpas del sabueso, tan afiladas como una navaja, me rajan la espalda, rasgando la tela y mi piel. ¡Maldita sea! El perro va a toda velocidad hacia el escritorio que hay detrás de mí y la madera cruje bajo el impacto, astillándose justo por en medio.

—Gavin —le llamo, poniéndome de cuclillas detrás de la estantería derribada. Está escondido detrás de uno de los sofás volcados—. ¿Estás herido?

—Me sangran los oídos. Tengo un dolor de cabeza horrible. Estoy atrapado en una habitación con una criatura feérica asesina y tú tienes la culpa.

—Es justo.

Me maldigo mentalmente por estar tan poco preparada. Di por sentado la protección de Derrick y dejé las armas escondidas en el jardín de lady Cassilis.

Rozo con los dedos el colgante del seilgflùr que llevo al cuello. Esto es todo lo que tengo, el único objeto que llevo encima que puede herir a un ser feérico. Cuando el cù sìth se da la vuelta para saltar otra vez, me arranco el collar.

—Aileana —dice Gavin—. No…

Antes de que el cù sìth se mueva, me lanzo sobre él. Chocamos lo bastante fuerte para quedarme sin aire en los pulmones.

De nuevo en el suelo, intento rodearlo con los brazos, pero el cù sìth me derriba al golpearme con las patas en el estómago. Me doblo por la mitad y me araña el hombro con las garras. Me muerdo la lengua y me mana sangre de la boca.

Vuelvo a por él y forcejeo con la criatura hasta que consigo que rodemos para colocarme sobre su lomo con el seilgflùr bien agarrado en la mano. Envuelvo la hebra trenzada alrededor del cuello del cù sìth y tiro con fuerza. El perro emite un grito ahogado y luego un débil quejido.

El cù sìth se resiste, tratando de hincar los dientes en mi brazo. El seilgflùr quema la tupida mata de pelo de la criatura y el hedor a chamuscado inunda mis fosas nasales. Me aparto y tiro de mi garrote de cardo improvisado hasta que su cuerpo comienza a debilitarse. Relaja los músculos e intenta coger aire otra vez.

Cuando estoy segura de que el sabueso está demasiado débil para luchar conmigo, desenrollo el cardo y le abro la boca. Antes de cambiar de opinión, meto el collar dentro.

En cuanto el seilgflùr abandona las yemas de mis dedos, la criatura desaparece de mi vista. Unos dientes invisibles abren mis guantes y me raspan la piel mientras retiro la mano. Calculo dónde tiene el hocico y lo agarro para mantener la mandíbula cerrada. El perro apenas se resiste antes de morir.

Al salir de debajo del cù sìth, me inunda su poder. Lo suelta. Es como la sensación suave y alegre de volar o flotar sobre el mundo. Lejos del dolor, la culpa y la muerte hasta un lugar donde estoy convencida de que ya no dolerá más. Me elevo hasta que el oxígeno me abandona, hasta que…

—¿Aileana? —susurra una voz.

Si hubiera estado de pie, me habría caído. El dolor por la cólera se asienta en mi pecho, donde se hallan mis recuerdos, mi culpa. Retroceden al interior de la grieta, y el júbilo ligero y flotante desaparece.

Abro los ojos para ver a Gavin de pie sobre mí. Suspira, aliviado.

—Pensaba que estabas muerta.

—Soy una dama difícil de matar.

Me coge de la mano.

—Estoy orgulloso de ser un individuo tranquilo —dice, respirando con dificultad— y rara vez me pongo histérico. Pero cuando la situación lo requiere… ¿Qué diablos ha sido eso?

—He matado a un cù sìth. Seguro que no te lo has perdido.

—Cuando dijiste que no echabas a correr, supuse que tenías un plan. No me di cuenta de que el plan consistiera en luchar hasta la muerte.

—¿Qué otra cosa iba a hacer?

Resoplo de dolor cuando Gavin me ayuda a levantarme.

—Estás herida —dice, llevando mi antebrazo hacia él para examinar mis heridas.

Roza con los dedos la parte que rasparon los dientes del cù sìth. Esas heridas van a convertirse en mis nuevas insignias.

Inspecciono la habitación y hago un gesto de dolor ante los daños.

—Lamento el estado en que ha quedado el estudio. Me sorprende que nadie haya venido corriendo con todo el ruido que debíamos de estar haciendo.

Casi todos los muebles están rotos. Hay madera astillada por el suelo, mezclada con los cristales rotos de las ventanas. Prácticamente la colección entera de volúmenes sobre naturaleza ahora está esparcida por la estancia. Lo único que no se ha visto afectado es la chimenea; los leños siguen en llamas, al rojo vivo. Considero una victoria no haberme quemado.

—No se oye mucho de lo que pasa en este lado de la casa —dice— y estoy seguro de que la música ha ayudado. Nunca me he sentido más aliviado por que mi madre insistiera en contratar una orquesta. —Mira hacia nuestros pies, donde estaría el perro si pudiera verlo—. Al menos a él no le han oído. Estaba seguro de que ese maldito aullido iba a hacerme estallar los tímpanos.

Mientras Gavin examina la herida con más detenimiento, digo:

—No es un aullido exactamente, sino su poder. Nuestros oídos humanos lo interpretan como un sonido. ¡Ay!

Me da en el maldito corte.

—Perdona. Parece profundo.

—Bueno, pues no lo toques —le digo—. Duele horrores. ¿Tienes equipo de sutura?

—Mi madre no quiere nada de eso.

Suspiro.

—Claro que no.

—¿No estás preocupada aunque sea un poco porque un ser feérico nos haya atacado y estés desangrándote por todo mi estudio?

—Ni lo más mínimo. Y estos no son los primeros arañazos que me llevo, te lo aseguro, ni tampoco los peores.

Parpadea.

—¿Sabes? No lo encuentro especialmente tranquilizador.

—No pretende serlo.

Me aparto de él y me tambaleo hacia un sofá volcado para apoyarme en él.

—Te he contado mi secreto —dice—, pero tú no me revelas el tuyo. ¿Qué más me ocultas?

—Llevas dos años fuera y regresaste ayer. ¿Por qué debería contarte nada?

Gavin se acerca, airado, y me agarra del brazo enguantado. Me muerdo el labio para evitar gritar, porque la mordedura me duele muchísimo. Se mete la mano en un bolsillo del pantalón y saca un pañuelo.

Me observa en silencio mientras envuelve la herida del brazo y ata la tela.

—¿No es una carga? —pregunta—. Para mí sí lo era.

Él y yo tenemos que representar un papel, fingir ser quienes éramos antes. Ambos estamos destrozados de alguna manera, pero la diferencia es que yo soy una asesina. Cedo ante una oscuridad que él no posee.

—No puedo pensar en ello —respondo—. Si…

Gavin vuelve la cabeza bruscamente hacia la ventana.

—¡Oh! —exclama—. Eres tú.

Un ligero sabor a pan de jengibre y dulzor me hace cosquillas en la lengua.

—Derrick —digo.

—No puedo entender ni una palabra —dice Gavin al aire y me mira—. El pixie es tuyo, así que habla tú con él.

—Derrick, muéstrate. No te veo.

Derrick aparece al mismo tiempo que Gavin dice:

—¿Qué?

El pixie vuela hacia mí.

—Estaba esperando en el jardín y creí oír a un cù sìth, así que vine a comprobar si…

Empieza a parlotear rápidamente en su idioma, como si hubiera olvidado por completo que debería estar hablando en mi lengua. Agita las alas y enfatiza cada palabra con un fuerte zumbido.

—Repite la última parte en mi idioma —digo.

—Hay un ejército —espeta de repente—. Y está a punto de llegar aquí.