CAPÍTULO 16
Salgo a hurtadillas del salón de baile durante la pausa para el refrigerio. Derrick sigue posado en mi hombro mientras bajo los escalones de la terraza hacia el jardín. Esta noche no hay luna y el jardín está tan poco iluminado que por poco tropiezo. Las zapatillas resbalan sobre la hierba mojada y embarrada. Deseo, y no por primera vez, que se permita llevar a las damas unos zapatos adecuados a un baile en vez de estas cosas inútiles.
Evito un charco profundo cuando me acerco a la entrada trasera de la casa.
—Espérame aquí —le digo a Derrick.
—Mmm —dice, trenzándome un mechón de pelo—. Tengo una obligación. ¿No tengo una obligación? Esto no me parece bien.
—No me pasará nada —le aseguro—. No tardaré mucho.
Me doy diez minutos, justo antes de que comience el próximo baile.
Seguro que un hada no me encontrará tan rápido en el tiempo que esté sin Derrick.
—Bueno. Muy bien, entonces.
Derrick vuela hasta uno de los árboles e ilumina con su halo las ramas que tiene alrededor.
Empujo la puerta trasera y atravieso la parte de atrás de la casa hacia el estudio, antes de que él cambie de opinión. Al llegar a la gruesa puerta de roble, respiro hondo antes de abrirla.
Gavin echa una ojeada desde el sofá de cuero en el que está sentado. Un vaso de líquido ambarino descansa sobre una mesa de caoba a su lado.
—Entra.
Es una habitación acogedora. La alfombra es tan gruesa que mis zapatillas susurran al cruzarla. Paso los dedos por el detalle de un tapiz que cuelga de una pared, recorriendo las curvas bordadas en el diseño de un cardo. No había estado en esta habitación desde que el padre de Gavin murió.
El estudio está iluminado con una luz tenue y huele ligeramente a leña y puros, de los que fumaba el padre de Gavin. Los muebles son de caoba brillante y cuero rojo. Tres ventanas de cristal tintado dan al jardín situado al fondo de la estancia. Al lado de ellas, una estantería se alza hasta el techo, llena de viejos volúmenes sobre naturaleza que coleccionaba el padre de Gavin.
El pelo rubio y despeinado del chico brilla a la luz del fuego de la chimenea. Se ha quitado el chaleco y los guantes, y se ha desabrochado los botones superiores de la camisa.
Intento evitar su mirada. Nunca le había visto tan… informal. No es apropiado estar tan desnudo con una dama soltera. Pero tampoco es apropiado que los dos estemos solos.
—No debería quedarme mucho rato —digo—. Tengo que estar de vuelta para el próximo baile.
Coge su vaso y se bebe el contenido.
—¿Sabes? —dice—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que asistí a una reunión social, pero no recuerdo que las damas llevaran un pixie como mascota.
De nuevo me sorprende la idea de que sea vidente. Nunca he conocido a uno. Derrick me dijo que eran tan poco comunes que creía que estaban todos muertos.
—No me acompaña todo el tiempo. Es demasiado revoltoso.
Gavin se pone de pie, abre un armario de madera para sacar un decantador y servirse otro vaso de whisky.
—Es muy ruidoso para ser tan diminuto. Casi me deja sordo.
—¿Crees que hablaba alto? —Me río—. Reza por no estar presente cuando está de malas.
—Bueno, al menos ahora sé qué hacer si alguna vez sucede —dice Gavin arrastrando las palabras—. Le echaré una jarra de miel encima y saldré pitando.
—Tendré que probarlo la próxima vez. —Parece tomárselo bastante bien. Entonces me doy cuenta de que le tiemblan un poco las manos mientras se bebe el whisky—. ¿Estás bien?
Gavin se bebe el vaso de un solo trago rápido y se sirve otro.
—El pixie me asustó. Nunca había estado tan cerca de un ser feérico. Me mantengo alejado de ellos.
Se bebe otro vaso. Es desconcertante verle rellenarlo otra vez, aunque es totalmente comprensible, dadas las circunstancias. Gavin está temblando tanto que caen unas gotas de whisky en la alfombra. No parece darse cuenta.
Incapaz de soportarlo, aparto la mirada y continúo repasando las puntadas en el tapiz.
—¿Siempre… siempre has tenido la Visión?
—No —responde en voz baja—. No siempre. ¿Y tú?
Niego con la cabeza.
—¿Cuándo lo supiste?
—Poco después de llegar a Oxford —contesta—. Créeme si te digo que me arrepentiré siempre de haberme marchado de aquí.
—¿Qué ocurrió?
Se queda callado un buen rato.
—Neumonía, según el médico. Tengo la Visión desde la enfermedad. —Su risa es amarga—. Creía que eran alucinaciones por la fiebre, pero cuando recobré la salud, no desaparecieron.
Sé exactamente lo que eso significa: Gavin estuvo muerto durante un tiempo a lo largo de su enfermedad.
En las tierras altas de Escocia, llaman a la Segunda Visión taibhsearachd. También había oído que la llamaban simplemente la Maldición. Hay posibilidades de que se transmita por línea paterna y quede inactiva hasta que se manifiesta, algo que sucede con muy poca frecuencia. La Visión solo puede activarse cuando uno de ellos muere y vuelve a la vida. Derrick una vez me contó que cuando un vidente en potencia muere, es capaz de experimentar el otro lado, ver más allá del velo que lo separa del reino humano.
Si vuelve a la vida, se convierte en un taibhsear, un vidente. Uno de los malditos. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.
—Nadie me dijo siquiera que te encontrabas mal.
—Nadie lo supo. —Al ver que frunzo el entrecejo, añade—: No podía escribir. Ni a ti, ni a Catherine ni a mi madre. ¿Qué iba a decir? ¿Que en vez de estudiar pasaba el tiempo enfrascado en tonterías supersticiosas para averiguar qué me pasaba?
—Tal vez podrías haber venido a casa.
—Sí, una idea brillante —dice, mirándome con cara de pocos amigos—. ¿Con qué iba a encontrarme? Con mi amiga de toda la vida en posesión de un pixie, a pesar del hecho bastante inquietante de que los seres feéricos matan a los humanos sin remordimiento.
Me aparto del tapiz.
—Derrick es amigo mío.
—Los seres feéricos no tienen amigos —espeta, dejando el vaso con fuerza sobre la mesa. Doy un brinco, asustada—. Ese pixie te traicionará. Está en su naturaleza. Son monstruos. He visto…
Se calla y niega con la cabeza.
El silencio entre nosotros se extiende y solo lo interrumpe el crujido de la madera en la chimenea. Quiero decirle que conozco los horrores que ha visto, porque yo misma los he presenciado.
Me siento en el sofá de cuero delante de él.
—Dime por qué me has pedido que venga.
—Aileana…
—Dímelo —repito. Estoy a punto de cogerle la mano, pero me detengo en seco—. No ha sido solo para reprenderme.
—No. —Recorre con los dedos el borde del vaso, los pasa por el dibujo que hay grabado—. Fue para advertirte. Si tienes ese pixie, es que estás muy metida en su mundo. Deberías salir de inmediato.
«Salir de inmediato». Es demasiado tarde para eso. Nunca saldré aunque decida que quiero hacerlo. Me encontrarán, me atraparán en el lugar más remoto de esta tierra porque por lo visto soy la única persona viva que puede luchar contra ellos. Gavin no sabe que estoy en esto hasta el fin.
—¿Cómo es para ti? —susurro.
Se queda mirando la chimenea.
—Tengo visiones de los asesinatos antes de que ocurran, veo los acontecimientos como si estuviera allí. —Por fin me mira—. Siento lo que hacen, una y otra vez. Muero siempre.
Trago el nudo que tengo en la garganta. Sabía que los videntes tenían visiones, pero no lo reales que podían ser. Nunca he visto a Gavin tan angustiado, vulnerable y totalmente solo.
—¿Lo ves todo? —pregunto, con la voz a punto de quebrárseme.
Me ha faltado poco para preguntarle si fue testigo de la muerte de mi madre. Si se vio obligado a pasar por lo que yo presencié aquella noche. Dios, espero que no. Solo uno de nosotros debería llevar la carga de lo que sucedió.
—No —contesta—. Las visiones están limitadas por la distancia.
Debería sentirme aliviada, pero no es el caso. El modo en que murió mi madre no es más que un ejemplo de las maneras que tiene un hada de matar, y pueden ser muy creativas en su tortura.
—Lo siento.
Qué cosa más inadecuada digo.
Gavin rellena el vaso y vuelve a sentarse frente a mí, saludándome con su bebida.
—Aprecio la disculpa obligatoria e innecesaria.
—Es lo máximo que puedo hacer, me temo.
No sé cómo consolar a una persona. No puedo tranquilizar a Gavin con palabras o expresiones empáticas. Carezco del vocabulario preciso y he perdido la capacidad de mostrarme dulce.
Gavin se acerca más a mí, apoyándose en la mesa que hay entre nosotros.
—Tu turno.
—He cambiado. Tras la muerte de mi madre.
Cuando estoy calmada, me es fácil alejarme de los recuerdos. Puedo fingir que el daño es menor de lo que es en realidad. Puedo ser simple. No tengo que contarle que si me dejo llevar tan siquiera un instante, la culpa y el dolor de esa noche se hacen tan insoportables que pueden aplastarme por el peso.
Gavin hace una pausa, con el whisky a medio camino hacia sus labios. Su mirada se suaviza.
—Catherine me escribió para contármelo. Mis más sinceras condolencias. —Bebe otra vez—. Pero estás eludiendo mi pregunta. ¿Qué demonios estás haciendo con esa criatura feérica?
—Ya te lo he dicho. Es amigo mío.
—¿Estás siendo obtusa a propósito?
—Es la única respuesta que tengo, Gavin.
Hace dos años que se ha ido y no estoy obligada a contarle nada. Además, mi historia no se cuenta en una conversación de diez minutos.
Gavin tiene un tic en la mandíbula.
—Muy bien. Si quieres dejarlo así…
Echa la cabeza hacia atrás y se traga el contenido del vaso. Me sorprende lo sobrio que sigue estando después de todo el whisky que se ha bebido.
—¿Eso te ayuda?
—Nubla las visiones —responde—. ¿Quieres un poco?
Vacilo. He tomado whisky muchas veces, pero no soy de las que les gusta beber en exceso. Siempre tengo que estar alerta y preparada para luchar en cualquier momento. Pero a lo mejor me ayuda a aliviar mi cólera, a contenerla durante un rato, para poder fingir que no estoy destrozada.
—Sí.
Gavin sirve más whisky y me pasa el vaso. El líquido me arde al tragar y deja un calor que me quema la garganta.
—Oh, está bueno —digo.
Sabe diferente a la reserva de mi padre. Es más fuerte.
—Es ideal para reflexionar. —Se sienta y cruza las piernas—. Y hace las reuniones sociales casi tolerables. Puede que también funcione con los pixies revoltosos.
Ignoro su intento evidente de llevar la conversación de vuelta a Derrick. Al fin y al cabo, Kiaran es un experto en cambiar de tema y he aprendido del mejor.
—Más te vale abastecerte bien. Preveo más de estas reuniones en tu futuro.
—¿Ah, sí?
—Pues sí. —Doy otro sorbo—. Lady Cassilis tiene planes para ti.
Gavin palidece.
—¿A qué te refieres? ¿Qué planes?
—Pretende casarte antes de que termine la temporada. Felicidades.
Esas palabras podrían infundir miedo a cualquier soltero con un título.
—Te lo ha dicho ella, ¿no?
—Me lo ha dicho Catherine. Tu madre y yo continuamos sin tolerarnos la una a la otra.
—Mi madre no tolera a nadie. Tú has resultado ser la víctima más cercana. —Se inclina hacia mí—. Dime, ¿a qué pobre muchacha considera una buena esposa?
—A ninguna todavía. ¿Tienes alguna idea de los requisitos de tu madre? Me sorprenderá si encuentra a alguien que los reúna.
—Espera un momento. —Cierra los ojos y da un sorbo rápido—. Muy bien, oigámoslo.
También yo doy otro trago, luego dejo el whisky y empiezo a enumerar con los dedos.
—Francés y latín fluido, virtuosa al piano, que baile bien, que provenga de una familia de clase alta, preferiblemente escocesa; a la que se le dé bien la costura, que posea un mínimo de inteligencia, pero no más que tú; que sea agradable a la vista; y, lo más importante, que su suegra la aterrorice lo suficiente. Me he quedado sin dedos. Ahí lo tienes.
Gavin parpadea.
—No has incluido «que gane todas las partidas al croquet, que lea a niños huérfanos y domestique gatitos».
—Si tuviera más dedos lo habría añadido, te lo aseguro.
—Si esa mujer existe, no estoy seguro de si estaría impresionado o si le pediría disculpas.
—Ambas cosas. Definitivamente ambas cosas.
Se ríe y me mira a los ojos. Por un momento, se parece muchísimo al niño de mi infancia del que creía estar enamorada. Entonces veo más allá de su sonrisa y me doy cuenta de que ya no es ese muchacho. Hay una pena que no ha abandonado su mirada desde el momento en que crucé la puerta. Nunca seremos los mismos, ni él ni yo. Hemos visto demasiado para ser las personas que éramos antes. No podemos volver atrás. Estoy empezando a desearlo.
—Te he echado de menos —dice de repente.
—Yo también. Nunca me visitaste.
—Hay menos seres feéricos en Inglaterra. —Se frota los ojos—. Las visiones son peores cuanto más me acerco a Escocia. Visité a mi madre en York hace un año y no dormí nada. Dudo que me quede aquí mucho tiempo.
—Entonces ¿por qué viniste?
—Para ver a Catherine adecuadamente casada. Mi madre me convenció para que me quedara a pasar la celebración de Hogmanay, pero tengo la intención de marcharme después de Año Nuevo.
Voy a cogerle la mano.
—Cuando regreses a Oxford, escríbeme esta vez —le digo—. O me preocuparé…
Un agudo aullido atraviesa el aire, demasiado estridente para proceder de un animal.
—¿Qué ha sido eso? —susurro y me muevo para mirar por la ventana.
—Prefiero no averiguarlo —responde Gavin—. Deberíamos…
El segundo alarido se oye más cerca, más alto que el primero. El sabor a humo y polvo se asienta rápidamente en mi boca. La sequedad entra mis pulmones e inspiro. Me doblo y toso hasta que la garganta me duele.
—¿Aileana?
Gavin me coge del hombro.
—Apártate de la ventana —intento decir, pero las palabras salen ahogadas, apenas incomprensibles.
Le empujo desesperadamente. Retrocede a trompicones y le da a la mesa de té.
Entonces algo se estrella contra la ventana y el cristal se rompe a mi alrededor.