CAPÍTULO 14
—Aileana, iba a decírtelo —dice Derrick—. De verdad que sí.
Me siento encima de las piernas, a la mesa de trabajo. A mi alrededor hay esparcidos todo tipo de componentes metálicos. Le pongo los últimos tornillos a la válvula del encendedor que comencé a hacer ayer. Estoy casi totalmente concentrada en mis tareas, preparándome para matar a la baobhan sìth. Respecto a cuando el sello se abra… Cada cosa a su tiempo. Tengo mucho que hacer.
La cita de las cuatro con lord Linlithgow había sido increíblemente tensa. Bebí té y me quedé sentada en la postura perfecta que me habían enseñado desde la infancia. Mi padre me hizo un gesto de aprobación con la cabeza, porque yo hablaba solo cuando era necesario, como una buena dama.
Conversamos de cosas respecto a las que no me costó nada mentir: acuarelas, bailes y bordados. Que me gustaba leer, pero por supuesto no demasiado, porque no debía dar a entender que era una marisabidilla. Hablamos de nuestros planes para Hogmanay, y lord Linlithgow nos contó que lo pasaría con su hermana en el campo para celebrar el Año Nuevo juntos.
Lord Linlithgow dijo todo lo que debía y escuchó educadamente. Un perfecto caballero, el producto de lo que debieron de ser unas impecables lecciones de etiqueta. La Aileana del año pasado habría considerado cómo envejecería y, si nos casábamos, cómo nos llevaríamos, qué aspecto tendrían nuestros hijos. Lo habría encontrado un pretendiente atractivo, sin duda digno de una segunda visita.
La Aileana del año pasado era una boba redomada.
Cuando terminó el té de la tarde, lord Linlithgow se marchó con una sonrisa. Yo me fui y grité en mi almohada.
—¿Aileana?
Las alas de Derrick se agitaron una vez.
—Has tenido muchas oportunidades para contarme que soy una halconera, si realmente hubieras querido hacerlo —digo—. De hecho, te pregunté directamente la otra noche y evadiste la cuestión como un experto.
Derrick revolotea hasta mi mesa de trabajo y se sienta encima de mi chaqueta. Detrás, la luz de la lumbre arroja sobre él el resplandor de una llama naranja. Veo su rostro, la culpa que refleja.
—Intentaba mantenerte a salvo.
—¿Cómo puedes considerar que me proteges manteniéndome en la ignorancia? —Enderezo un trozo de alambre para añadirlo al encendedor—. Que Dios me ampare si esa es toda la protección que voy a recibir, sobre todo cuando implica proteger mi pobre sensibilidad femenina de cualquier información que pueda salvarme la vida.
Conecto el cable a la válvula y lo giro para inmovilizarlo.
—Aileana.
—Además, no puedo creer que haya tenido que enterarme por Kiaran y no por ti. Vives en mi maldito vestidor.
En esta ocasión, no suelta su habitual diatriba de insultos a Kiaran. Se limita a decir:
—Lo siento.
Al disculparse como si estuviera avergonzado de sí mismo, empiezo a ablandarme. Me ayudó a cambiar tras la muerte de mi madre. Cuando le conocí, me di cuenta de que algunas hadas y criaturas feéricas pueden ser buenas. Y convertirse en grandes amigas. No puedo seguir enfadada con él durante mucho tiempo.
Exhalo, resignada.
—Te perdono.
Se posa en mi muñeca y noto sus diminutos pies calientes en mi piel. Le acaricio una vez las alas con los dedos y me dedica una sonrisa que enseguida desaparece.
—Tengo más noticias —dice con vacilación, como si estuviera preguntándose cómo responderé.
Me entran ganas de luchar, un impulso que nunca seré capaz de sofocar a pesar de la frecuencia con que me avise de que ella ha vuelto a matar. La batalla inminente con los seres feéricos bajo tierra debería ser mi prioridad —debería tenerme aterrorizada—, pero me cuesta reprimir el impulso instintivo de cazarla a ella y solo a ella. Hasta ahora, no me ha importado otra cosa.
Me levanto, Derrick me sigue hasta la pared y observa en silencio cómo presiono el botón para revelar el mapa.
—¿Dónde?
—Glasgow. Dos esta vez.
Está muy cerca ahora. Con la velocidad a la que se desplaza la baobhan sìth, estará aquí en pocos días, antes del eclipse de mediados de invierno. ¡Dios, si la mato antes, no tendré que elegir qué lucha tiene precedencia! Podría enfrentarme a todas esas criaturas feéricas con su derrota tan reciente en la cabeza que me sentiría invulnerable.
Saco un alfiler de la bolsa de cuero y lo clavo justo al lado del otro que ya marca Glasgow. Un alfiler de hace más de un año. Ya ha dado casi la vuelta entera al país, tan solo le queda Edimburgo.
Ato dos cintas alrededor del alfiler. Ciento ochenta y seis asesinatos. Espero que estos sean los últimos antes de encontrarla.
Al volver a la mesa de trabajo, reanudo mi tarea de completar el encendedor, más concentrada que nunca. Sujeto un extremo de la válvula a la plancha metálica y el otro, al depósito de combustible.
—¿Puedes prender un trocito de tela y traérmelo?
Derrick se me queda mirando un instante, agitando las alas. Un halo dorado ha empezado a extenderse a su alrededor. Vuela hacia la chimenea, saca una cinta de su bolsa y la lleva hacia las llamas. Dejo la placa en la mesa y giro levemente el pequeño botón de control del depósito de combustible.
—Sostenlo sobre la placa metálica —le pido.
Baja la tela llameante y, justo antes de que el fuego toque el metal, una llamita se prende en el centro, donde sale el gas. Derrick tira la cinta a las brasas y retrocede volando para estudiar mi invento con fascinación.
—¿Qué es eso? —pregunta.
Giro el botón un poco y la llama crece aún más.
—Mi próxima arma.
—Las hadas no arden —señala Derrick—. ¿Qué plan tienes?
Saco un ramito de seilgflùr del compartimento que hay bajo mi escritorio. Pruebo con una cantidad más pequeña en este artefacto que la que usé con el reloj de bolsillo. Otro desastre de características semejantes sin duda aterrorizaría a la ciudad.
Naturalmente, Derrick se retira al ver el cardo.
—Déjame hacerte una pregunta —digo—. ¿Qué crees que pasaría si mezclo seilgflùr con whisky y le prendo fuego?
No un whisky cualquiera, sino el mejor de mi padre. Varias botellas del viejo Ferintosh que solo saca en circunstancias excepcionales. «Ah, dulce venganza…».
Derrick sonríe abiertamente.
—Qué lista.
Vuelvo a girar el botón para apagar la llama. A continuación me pongo a trabajar en la construcción de un soporte para llevar el arma en el brazo. No sé si han pasado unos minutos o una hora, estoy tan absorta en mi trabajo que me sobresalto cuando Derrick pronuncia mi nombre.
—Hay otra razón por la que nunca te lo conté. —Se desliza hacia mi hombro y se enreda en mis cabellos—. Estaba preocupado por ti, cuando nos conocimos. Nunca pondría semejante carga sobre los hombros de alguien tan joven y angustiado si no tuviera que hacerlo. Todavía me preocupo por ti.
—¿Por qué estás preocupado?
—Porque hagas cuanto esté en tus manos para matar a la baobhan sìth, sin importar el precio que tengas que pagar a cambio.
—¿Por qué me ayudas a localizarla, entonces? ¿Por qué no mientes sobre eso también?
—Porque te mereces venganza —dice en voz baja—. Nunca te arrebataría eso. —Vacila y se dedica a enrollar mechones de mi pelo en sus manos—. ¿He elegido mal? ¿Acaso saber que lo que eres hace que la muerte de tu madre sea más fácil de soportar?
Ojalá fuera así. Se supone que he sido naturalmente dotada y estoy destinada a cazar seres feéricos —soy una halconera— y no puedo matar a una cuando es lo que más me importa. Menudo don. Estoy a punto de decirle que saberlo es peor.
Giro la cabeza, tan cerca de él que me llega una suave y reconfortante brisa provocada por el batir de sus alas. En vez de responder, digo:
—Kiaran me dijo que te llevara conmigo cuando saliera de casa. ¿Por qué?
—Yo puedo protegerte —contesta—, de modo que los demás no sepan dónde encontrarte.
—Entonces acompáñame mañana al baile y allí podrás preocuparte por mí.
—¿Un baile? —Derrick se ilumina—. Creí que nunca me lo pedirías. ¡Me encanta bailar!
Me río y continúo mi tarea. Me quedo toda la noche trabajando, decidida a terminar mi proyecto. Las horas pasan y estoy tan absorta que no me preparo para la caza nocturna. De todos modos, aún no quiero ver a Kiaran. Reconstruir es muchísimo más fácil que enfrentarme a lo que me dijo. Me reconforta colocar los componentes metálicos, observar cómo toma forma el encendedor con cada pieza que añado. Hasta cuando la llama me quema los dedos, continúo trabajando, decidida a no pensar en nuestra conversación de los jardines.
Cuanto más cansada estoy, más falla mi determinación. Comienzan a cerrárseme los párpados. Y las palabras de Kiaran vuelven a aparecer en mi mente, un doloroso recordatorio de que estoy destinada a esto. A ser una asesina.
«Naciste para ser esto. Una halconera».