CAPÍTULO 11

Me acicalo y me visto yo sola para recibir a las visitas de la mañana para que Dona no me vea las heridas. Unos guantes de seda esconden los cortes en los nudillos y la tela atada alrededor del cuello oculta las marcas apenas visibles en la piel. El lazo se apoya sobre la nuca, bajo un moño suelto que he conseguido recogerme yo sola. Va a juego con mi vestido de día, verde claro, uno de los únicos colores que se complementan con mi piel pecosa.

Bajo las escaleras, llevando de manera poco adecuada una taza de té de una habitación a otra. El sol —algo extraño en el invierno escocés— brilla a través de las ventanas en la sala de estar y se filtra hasta el largo pasillo. A pesar de lo avanzado de la mañana, el sol sigue bajo en el horizonte. Su luz alcanza la araña y unos arcoíris diminutos danzan sobre el papel azul de la pared del pasillo con un diseño de vasijas y corales.

Solo puedo pensar en lo que Derrick me contó ayer por la noche. Tengo que encontrar ese maldito sello antes de que escapen más gorros rojos… o algo peor. Cuando aparezca Kiaran, le sacaré la información. Los daoine sìth fueron las criaturas más poderosas que quedaron atrapadas ahí dentro y ni siquiera estoy cerca de vencer a Kiaran. Si no me ayuda a luchar contra ellas, le convenceré para que me cuente lo que necesito saber para derrotarlas. Haré lo que tenga que hacer.

El deseo de volver a matar se desata en mi interior, tan fuerte e implacable que por un momento no puedo respirar.

Dejo la taza de té en la mesa y meto la mano en el bolsillo de mi vestido de día. Los dedos buscan a tientas entre las minúsculas piezas que hay dentro hasta que encuentro mi destornillador y la pequeña válvula automatizada que he comenzado a construir para un encendedor. Pongo un tornillo y lo hago girar.

Este entretenimiento me ayuda a pensar, pero no volveré a respirar tranquila hasta que consiga matar. Aliviará el dolor que tengo en el pecho. Debo encontrar el sello, luego continuar rastreando y prepararme para acabar con la baobhan sìth. Lo mismo que hago todas las noches.

«No. Todavía no». Pongo otro tornillo y lo hago girar. Debo permanecer concentrada. Es hora de socializar, de comportarme como una dama perfecta. Hora de sentarse derecha, con los hombros hacia atrás y sonreír.

—¿Lady Aileana?

Me sobresalto y con la mano tiro la taza de té de la mesa. Cae sobre la alfombra persa con un sonido amortiguado y el té se derrama sobre el tejido.

—¡Oh! No ha estado muy bien por mi parte, ¿no? —le digo al mayordomo de mi padre.

MacNab sonríe bajo una barba poblada de color castaño claro. Agacha su enorme figura para retirar la taza de la alfombra. La porcelana se empequeñece en su mano mientras se yergue.

—No se preocupe, mi señora —dice—. Tenía intención de mandar a limpiar la alfombra.

—¡Qué oportuna!

MacNab se inclina.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted?

—Sería maravilloso un poco más de té, gracias.

—Muy bien, mi señora. —Señala con la cabeza la mesa más cercana a la puerta—. Esta mañana han llegado algunos regalos de sus pretendientes.

En un lugar destacado sobre la mesa tambor hay cuatro ramos de flores: rosas, violetas, tulipanes, heliotropos, brezo y flores silvestres. Unos arreglos caros que en esta época del año solo pueden obtenerse en invernaderos.

La antecámara nunca se ha visto privada de ramos de flores ni tarjetas desde que dejé el luto hace dos semanas. La controversia que rodea la muerte de mi madre tan solo ha aumentado el interés por mí, aunque no estoy segura de si ese sería el caso si careciera de una considerable dote.

Me quedo mirando esos arreglos florales y acabo con las ganas de tirarlos por la puerta principal. Forman parte de un futuro que no puedo controlar, donde existo como una esposa cuya preocupación más importante es engendrar niños y estar presentable cogida del brazo de mi marido. Mis armas serán sustituidas por parasoles y abanicos de encaje.

Necesito hasta la última pizca de control para volver la atención a la válvula automática del encendedor. Saco otro tornillo de mi bolsillo. Inserto, giro, repito.

MacNab se aclara la garganta. No me había dado cuenta de que seguía ahí.

—¿Necesitará algo más, mi señora? —pregunta—. ¿Debería enviar algunas respuestas, tal vez?

—Tan solo el té, por favor. Lo tomaré en la sala de estar.

Cojo una tarjeta de la mesa.

«William Robert James Kerr, conde de Linlithgow». Estoy casi segura de que los requisitos indispensables para ser la esposa de lord Linlithgow no incluyen estar entrenada para la batalla, ser muy agresiva ni matar hadas.

La puerta principal se abre y mi padre, William Kameron, marqués de Douglas, entra en la antecámara dando zancadas.

Me yergo por la sorpresa. Mi padre se marchó a nuestra finca de campo hace más de un mes y ni siquiera me ha mandado una carta para informarme de su intención de volver a casa.

Me guardo la válvula en el bolsillo y agarro la falda, forzando una sonrisa.

—Buenos días, padre —digo.

Antes mi primer impulso al ver a mi padre era abrazarle. Cuando era pequeña, me gustaba imaginar que me cogía en brazos y me besaba las mejillas. Me visualizaba apoyando la cara en su amplio pecho e inhalando el suave olor a humo de pipa y whisky.

Pero mi padre nunca estaba a la altura de mis fantasías. Siempre quiso a mi madre más que a mí, y todos sus abrazos, besos y preguntas cariñosas eran para ella. Esas eran las únicas ocasiones en las que le veía sonreír.

Ahora, cuando llega a casa, hasta aquellos momentos afectuosos parecen un sueño. Es más, ni siquiera me mira. La última vez que lo hizo, estaba cubierta de la sangre de mi madre, un fantasma manchado de la hija que una vez tuvo.

Lo peor de todo es que creo que piensa que soy una asesina. Su expresión cuando me encontró aquella noche… Nunca olvidaré la mezcla de dolor y acusación silenciosa. Más tarde, cuando estuvimos a solas, me agarró de los hombros y me preguntó qué demonios había sucedido. Me quedé callada, incluso cuando me zarandeó tan fuerte que la cabeza estaba a punto de estallarme y me dolía el cuello.

Nunca derramé lágrimas por la mujer a la que él amaba tanto. Nunca le di a mi padre la respuesta que él deseaba para llegar a comprender lo que había ocurrido. Me dejó con mi doncella, que me ayudó a limpiarme toda la sangre. Y cuando le dijo al jefe de policía que a mi madre la había matado un animal, sospeché que lo hacía por salvar su reputación, no la mía.

Mi padre se quita rígidamente el sombrero y se alisa el pelo oscuro y alborotado.

—Buenos días, MacNab. —MacNab coge el sombrero de mi padre y le ayuda a quitarse el abrigo mojado—. Aileana —por fin advierte mi presencia.

Mi padre vacila, luego se inclina hacia delante y me da un beso formal en la mejilla, tan rápido y brusco que parece más bien una bofetada. Cojo con más fuerza la falda y trato de mantener la compostura. Es mejor fingir que nunca he querido su cariño, que siempre hemos sido una familia formada por un padre ausente, una hija destrozada y una madre muerta.

Cuando las fuertes pisadas de MacNab desaparecen por la antecámara, mi padre y yo nos quedamos en un silencio incómodo.

Mi padre se aclara la garganta.

—¿Estás bien?

Asiento con la cabeza.

—Sí.

Mi padre se quita los guantes y los deja sobre la mesa tambor.

—He visto al reverendo Milroy de camino a aquí.

Intento mantener una expresión neutral.

—Ah.

—Dice que no has asistido a los servicios. ¿Te importaría explicármelo?

Dejé de asistir a los servicios hace meses, después de que el reverendo predicara sobre supersticiones retrógradas, entre las que mencionó a las hadas. Nos dijo que esas creencias bárbaras impiden el progreso y los avances científicos, porque mientras el conocimiento hace a los hombres ateos, la ciencia los devuelve a la religión. El conocimiento puede que me haya robado la fe, pero la ciencia nunca me la devolverá.

—He estado ocupada —digo, señalando los ramos de flores.

Mi padre dirige la mano hacia las tarjetas que hay debajo de cada ramo.

—Hammersley, Felton, Linlithgow. —Alza la vista—. Cuando respondas, espero que lo hagas con el máximo decoro.

Saco la válvula del bolsillo y jugueteo otra vez con ella.

—Lo haré, padre.

—No hace falta que te recuerde que cuando abandones esta casa, representarás el nombre de la familia.

—Sí, padre.

Deslizo una pieza metálica hasta su posición.

—Aileana, deja ese artilugio.

Su voz es tan fría y autoritaria que no puedo evitar dejar caer la válvula sobre la mesa.

—Padre…

—¿Por qué encargué todo un armario nuevo para tu temporada? —Abro la boca para responder, pero él continúa—. Desde luego no fue para que te pusieras a trabajar en tus inventos, faltaras a los servicios y descuidaras tus responsabilidades. Así que dime, ¿por qué lo hice?

Bajo los ojos para que no vea mi mirada hostil.

—Ya sabes por qué invento. —Intento mantener la voz baja, dulce—. Ya sabes por qué es importante para mí.

Era lo que mi madre y yo hacíamos juntas, todos los días, en lo que él nunca participaba. Cuando construyo, me acuerdo de ella. Puede que haya sacado todas sus pertenencias de la casa, pero yo aún tengo mis inventos.

Mi padre se tensa.

—Te he hecho una pregunta, Aileana.

Trago saliva. Odio estas cosas.

—Para que encuentre al marido adecuado —susurro.

—Sí. Según la ley escocesa, eres mi única heredera, lo que te distingue de las demás debutantes de la ciudad.

Sí. Lo único que desean los caballeros es más riqueza. Como si necesitara que me lo volvieran a recordar.

—Sí —contesto.

—Una boda apartaría la atención de la… desafortunada circunstancia del año pasado.

No puedo creer que acabe de referirse a la muerte de mi madre del mismo modo que se describiría cómo pillaron a una pareja en un jardín durante su encuentro amoroso.

—Una circunstancia desafortunada. —Intento no sonar resentida—. No querríamos que se centraran en eso.

Mi padre levanta la barbilla con el entrecejo fruncido. Sigue sin mirarme a los ojos.

—Espero que comprendas la importancia de todo esto, Aileana. Me gustaría verte casada antes de que termine la temporada.

—Tal vez no sea tan fácil —respondo.

—Entonces seré yo el que me ocupe de buscarte marido —se limita a decir.

¡Maldito sea! Al final no me queda más remedio, salvo a lo mejor escoger al noble que sea más fácil de engañar. Mi futuro está en una prisión dorada, de sedas, bailes y falsa cortesía.

No puedo evitar decir algo.

—¿Tienes tantas ganas de librarte de mí?

Su rostro refleja un atisbo de emoción.

—No lo interpretes como algo que no es.

—Entonces ¿qué es?

Con calma, coge sus guantes de la mesa.

—Es bastante sencillo. Casarte es una de tus obligaciones.

—¿Y si no quiero casarme?

Parece indiferente.

—Por supuesto que quieres. No seas dramática.

Intento mantenerme tranquila.

—No soy dramática, padre.

No responde. Ni enfado ni sorpresa ni nada más que un simple pestañeo para indicar que me ha oído.

—Lo que tú quieras no es importante —dice—. El deber es lo primero.

Algo violento emerge en mi interior, pero no lo dejo aflorar. Yo no soy de las que se casan. El matrimonio no es para alguien como yo. Pero mi padre no se da cuenta de que una boda me obligará a contener la parte de mí que todavía llora la muerte de mi madre.

—Claro.

Mi padre no parece advertir el rastro de enfado en mi tono de voz y me pasa las tarjetas.

—Envía tus respuestas.

Contengo las ganas de arrugarlas con la mano y las acepto, tranquila.

—Invitaré a lord Linlithgow a las cuatro. —Cuando mi padre frunce el ceño, confundido, le digo—: Catherine me viene a visitar a las once.

—Muy bien —dice mi padre y mira su reloj de bolsillo—. Haré que MacNab le envíe a Linlithgow tu respuesta y regresaré a las cuatro para tomar el té con los dos.

Le observo mientras se marcha a su estudio e intento calmarme. «Lo que tú quieras no es importante».

En la sala de estar, le doy al interruptor para encender la chimenea. Mientras la habitación se calienta, me siento en el sofá de terciopelo y miro por la ventana, inspirando el olor de la madera en llamas que chisporrotea en el hogar. El sol se asoma entre los árboles al otro lado de la plaza. Unas finas nubes blancas avanzan sin rumbo en lo alto, con rapidez, por el viento. Los ornitópteros y zepelines flotan a lo lejos, agitando las alas lentamente sobre las casas.

Pierdo la cuenta de cuántas tazas de té consumo mientras estoy ahí sentada. Presiono el botón y la mano electrónica coge mi taza para servir el té. Una y otra vez.

Es un alivio estar sola. Aquí, puedo dejar que las palabras de mi padre caigan sobre mí como el peso aplastante de un maremoto. «Lo que tú quieras no es importante. Lo que tú quieras no es importante. Lo que tú quieras…».

—¿Lady Aileana? —MacNab abre la puerta de la sala de estar—. La señorita Stewart ha venido a verla.

Gracias a Dios.

—Déjala pasar, MacNab.

Unos instantes después, Catherine entra a toda prisa y su suave vestido de muselina rosa hace frufrú al rozar el marco de la puerta. Tiene el pelo ligeramente despeinado por el viento, las mejillas pálidas están más sonrosadas que de costumbre y le brillan sus ojos azules.

—¿Dónde está tu escolta? —pregunto con el entrecejo fruncido—. Oh, querida, no me digas que has venido con tu madre.

—¡Dios santo, no! —exclama—. He tenido que escabullirme para venir a verte. ¿Tienes idea de lo que está pasando ahí fuera?

—Ni la más mínima —respondo y presiono el botón del dispensador.

El té caliente cae en la taza que sujeto, añado un chorrito de leche y un terrón de azúcar, como le gusta a Catherine. Empujo suavemente el platillo hacia su lado en la mesa de té de caoba que hay entre nosotras.

Catherine se quita el chal y se sienta en sofá que hay enfrente de mí, alisándose la falda.

—La calle Princes es un completo desastre. ¿Sabes que ha quedado destruido la mitad de North Bridge?

Me estremezco. Tenía la esperanza de que nada me recordara mis destrozos de la noche anterior, pero supongo que al menos debería parecer sorprendida.

—¡Qué horror! —respondo—. ¿Qué diantre puede haber pasado?

Le da un sorbo a su té.

—Por lo visto, hubo una explosión a última hora de ayer por la noche, aunque lo que la causó todavía es un misterio. Se ha pedido al cuerpo de policía que lo investigue y examine los daños.

Me quedo helada. Ni siquiera he pensado en quién puede haber resultado herido como consecuencia de mis acciones.

—Por favor, dime que nadie está herido.

Apenas puedo pronunciar las palabras.

—Nadie, gracias a Dios. —Catherine se inclina hacia delante y me coge de la mano—. Lo siento. No pretendía angustiarte.

Exhalo, aliviada, y le dedico una débil sonrisa.

—Gracias. Continúa.

—No hay mucho más que contar. Han acordonado el sur de la calle Princes y Waterloo Place. —Se encoge—. El tráfico estaba tan mal que he estado a punto de bajarme del carruaje para venir caminando. Habría ido más rápido si tuviera un maldito ornitóptero.

Asiento con la cabeza. Soy una de las pocas afortunadas en tener una máquina voladora. Aunque la construí yo, es un invento reservado solo para las familias más adineradas de Edimburgo. Únicamente unos pocos ingenieros del país están cualificados para fabricarlas.

—Supongo que tu madre se dejó llevar por el pánico o no habrías podido escaparte de casa sin compañía.

Catherine asiente, tranquila.

—Intentó usarlo como excusa para que no viniera a visitarte. Naturalmente.

—Naturalmente.

—Y al ver que no funcionaba, sacó a relucir lo que le ocurrió a lord Hepburn.

Me mira y le da un sorbo al té.

¡Madre mía! Me había olvidado del pobre lord Hepburn. Espero que se haya recuperado de aquellas desagradables heridas sin demasiada dificultad.

—¿Qué le ha pasado?

—¿No te has enterado? Atacaron al pobre hombre durante la reunión.

Finjo estar impresionada.

—¿Atacado? ¿A qué te refieres?

—Quienquiera que fuese infligió numerosas heridas en el pecho de lord Hepburn, aunque le encontraron con los cortes suturados. ¿No es extraño? Como si su atacante hubiera cambiado de opinión.

Abro los ojos de par en par con el fin de parecer lo más inocente posible.

—¡Válgame Dios! ¿Recuerda algo?

¿Como por ejemplo a una loca que luchaba contra un atacante invisible y luego le cosió para después depositarlo en la cama? ¿Se acuerda de eso?

—No —responde Catherine—. Desgraciadamente no.

—Bueno. —«Bien»—. Espero que encuentren al horrible responsable. Piénsalo un momento: el agresor podría haber sido un invitado al baile. ¿Te lo imaginas?

Catherine suspira y deja la taza y el platillo sobre la mesa con energía. El té salpica el mantel.

—¡Por el amor de Dios, creo que voy a volverme loca! —Se pellizca el puente de la nariz y cierra los ojos un instante—. No puedo creer que esté a punto de preguntarte esto.

—¿De preguntarme qué?

Cuando vuelve a alzar la mirada, le brillan los ojos por las lágrimas que no ha derramado.

—¿Fuiste tú?

Casi no puedo respirar, me duele muchísimo el pecho.

—¿Yo? —La palabra sale de mi boca como un graznido—. ¿Por qué me preguntas tal cosa?

—¡Maldita sea! Creo que los rumores están empezando a influirme. —Vacila como si estuviera pensando con mucho detenimiento lo que preguntará a continuación. Pausadamente, dice—: Te vi en el pasillo. Me pediste que te sostuviera tu bolso de mano. Te perdiste cinco bailes y regresaste al salón con un aspecto terriblemente descuidado. ¿Qué se supone que he de pensar?

Nuestra amistad ha sido inquebrantable desde la infancia. Fue mi único consuelo mientras estaba de luto y es la única relación reconfortante que me queda. A pesar de eso, no creo que pueda dejar de mentir a Catherine. Sé que nunca comprenderá lo mucho que me he apartado de la persona que ella cree que soy, pero nunca se me había ocurrido que dudase de mí.

—¿Tú también piensas que la maté? —pregunto en voz baja—. ¿A mi madre?

—¡No! —Parece horrorizada—. Dios mío, nunca pensaría eso.

—Entonces debes saber que nunca le haría daño a lord Hepburn.

Catherine me estudia con detenimiento.

—Pero sabes quién lo hizo, ¿no?

Sonrío.

—Eso sería reconocer que estuve allí y yo me encontraba en el salón de las damas porque tenía dolor de cabeza, ¿recuerdas?

Catherine no me devuelve la sonrisa.

—No sé en qué te has metido, pero si se trata de algo serio, deberías contármelo.

Me siento tentada. Tan solo las hadas conocen mi secreto; la mayoría muere después de saberlo. Catherine es mi última conexión con la vida normal, la que tenía antes de convertirme en… esto. Ojalá supiera lo importante que es tener una sola cosa que no hayan tocado las hadas. Me mantiene unida a mi humanidad, lo poco que me queda de ella.

—No puedo —murmuro.

Ella baja la mirada.

—¿Estás a salvo, al menos?

—Te prometo que sí.

Es mucho mejor seguir mintiendo que contarle siquiera esa pequeña parte de verdad.

Se seca las lágrimas.

—No debería haber permitido que ese horroroso cotilleo me llegara de esa manera. Siento muchísimo haber dudado de ti.

—No hace falta que te disculpes. Yo dudo de mí misma continuamente.

Asiente y se aclara la garganta.

—Tienes que prometerme que no volverá ese dolor de cabeza durante el baile de Gavin. —Como me limito a mirarla, Catherine frunce el entrecejo—. Te acuerdas, ¿no?

Vuelvo a dar un sorbo al té.

—Sí. Tu querido hermano… que está en Oxford…

—Y que regresa mañana…

—Claro —digo alegremente—. ¿Cómo iba a olvidarlo?

Es evidente que Catherine sabe que miento.

—Celebramos un baile en su honor y me aseguraste que me salvarías de las garras del aburrimiento.

—Y así lo haré —respondo—. ¡No me lo perdería por nada del mundo!

Debería estar contenta porque Gavin regresa. Antes de que se marchara a Oxford hace dos años, éramos buenos amigos desde la infancia. De hecho, fantaseaba con la idea de que algún día nos casaríamos. Pero ahora solo representará otra complicación.

—Y bailarás con todos los caballeros que firmen tu carnet de baile.

—Bailaré con todos los hombres que firmen mi carnet —le prometo.

Lo único que tiene una dama es su reputación y la mía debe de ser tan cuestionable que hasta mi queridísima amiga me cree capaz de recurrir a la violencia. Debería poner más empeño, como desea mi padre. Debería cumplir con mi obligación y poner mi falsa cara alegre. No desaparecer después de un baile. Debería asistir a la fiesta y comportarme como la dama que se espera que sea.

A menos que, por supuesto, aparezca un hada y tenga que salvar a otro caballero mayor de sus garras.

Catherine sonríe.

—Bueno, creo que me habían prometido galletas.

—La razón principal por la que has venido, me temo. —Miro por la ventana—. Las galletas y el almuerzo para luego salir a dar un paseo por el parque. Al fin y al cabo, puede que no volvamos a ver el sol hasta primavera.

Después de comer, Catherine, Dona y yo salimos de casa y nos dirigimos hacia el centro de la plaza Charlotte, donde está aparcado mi ornitóptero. El mío es el único que sigue ahí, de modo que el resto de las familias deben de haber sacado sus máquinas voladoras para evitar el tráfico.

Deslizo los dedos por la estructura. Cuando lo construí, me aseguré de que el metal fuera lo bastante ligero y resistente para que se moviera exactamente como las alas de un murciélago. Extendidas miden más de nueve metros y están colocadas entre unos engranajes de acero que interactúan, girando, para mantener la máquina en el aire.

El interior de tablas de madera y acero fue lo que más tardé en construir. La pequeña cabina tiene una visera retráctil para las inclemencias del tiempo, aunque prefiero viajar con la capota bajada. Se pueden sentar dos personas cómodamente dentro, en los asientos de cuero, pero Catherine insistió en llevar a Dona como acompañante, así que estaremos un poco apretujadas.

—No debemos llamar demasiado la atención o le llegará la noticia a mi madre —dice Catherine mientras tira dentro su bolso de mano—. Ya tendré suficientes problemas con ella por no llevarme a mi doncella. Sé que va a darme otro sermón sobre etiqueta.

—No hace falta que me lo expliques —contesto—. Mi padre ya me ha sermoneado sobre el mismo tema.

Catherine hace una pausa.

—Entonces ¿ha vuelto?

Lo dice a la ligera pero con un atisbo de desaprobación.

—Sí. Justo antes de que llegaras.

—¡Madre mía! ¿Qué ha dicho?

«Lo que tú quieras no es importante».

—Nada relevante. —Señalo a Dona con la cabeza—. ¿No crees que la gente se dará cuenta de que Dona es demasiado joven para ser una acompañante adecuada?

Catherine evalúa a mi doncella, examinándola minuciosamente. Dona traga saliva y agarra con fuerza el chal que lleva a los hombros.

Catherine suspira.

—¿Puedo? —Aparta el chal de los hombros de Dona—. ¿Sabes? Esto sería mucho más fácil si una de nosotras hubiera invitado a una pariente para la temporada.

Me apoyo en el ornitóptero y cierro los ojos. No hace calor ni mucho menos, pero se está muy a gusto al sol.

—Pues será uno de los tuyos. Mi familia tiene generaciones de hijos únicos y mis abuelos están muertos.

—Yo tengo una tía lejana —dice Catherine—. Asegura que las palomas de su propiedad esperan para ver cómo se desviste.

—¿Ah, sí? Bueno, no me sorprende. Las palomas son unas criaturas bastante ruines.

Catherine deja caer el chal sobre la cabeza de Dona y se lo envuelve alrededor para que los rasgos de la muchacha queden ocultos.

—Así. Puede que baste para engañar a la gente desde lejos.

—Esperemos, entonces, que no se nos acerquen —digo.

—No veo, señorita —masculla Dona.

—Mejor. Solo tienes que ser capaz de verte los pies para no tropezar con nada —contesta Catherine y le da unas tranquilizadoras palmaditas a Dona en el hombro.

—Perfecto. —Abro la puerta del ornitóptero—. Hemos dejado a Dona casi ciega y medio disfrazada de anciana para dar un maldito paseo por un parque público.

Catherine asiente, en absoluto desconcertada por mi horrible uso de la lengua.

—Lo que hacemos para que nos dé el sol.

Me aparto para dejar que entren Catherine y Dona, luego doy la vuelta hacia el asiento del conductor y entro. Nuestras faldas requieren la mayoría del espacio libre de la cabina. Dona queda encajonada en medio y su diminuto cuerpo parece incluso más pequeño.

—Muy bien —digo—. ¿Está todo el mundo preparado?

Dona traga saliva.

—Lady Aileana, ¿de verdad esto es seguro? He oído historias…

—Tan seguro como estar en casa —la interrumpo con buen humor—. Lo construí yo misma, ¿recuerdas?

Dona se recuesta con un débil:

—Sí, mi señora.

Sonrío y le doy a los interruptores para encender la máquina. El vapor se eleva desde el respirador delantero y Dona se sobresalta. Contengo una carcajada y me acomodo en mi asiento. Al menos no es consciente de que va sentada sobre un arma oculta.

Apoyo las manos en el timón, recuperado de una goleta igual que el de mi habitación. Las alas se extienden desde su posición de descanso hasta adquirir toda su longitud y se agitan con un zumbido fuerte y regular. Comenzamos a elevarnos del suelo mientras bate las alas cada vez más rápido. Luego muevo la palanca de cambios a mi lado y presiono con el pie el segundo pedal. La máquina sube suavemente y vuela por encima de las casas de la plaza Charlotte.

—¿Alguna de vosotras quiere una infusión? —pregunto. Ambas niegan con la cabeza. Giro el ornitóptero en dirección al castillo—. Bueno, yo sí. ¿Podrías coger una taza del compartimento que tienes a tu lado, Catherine?

Catherine abre un panel de madera y saca una taza de porcelana. Me la pasa y la dejo bajo el pitorro de acero que hay delante de Dona. Aprieto otro botón y la infusión caliente cae ya preparada en la taza. El aroma a brezo inunda la cabina.

Cojo la taza para dar un sorbo. Perfecto.

—¡Ay, Dios! —musita Catherine—. Mira eso.

Señala justo por encima de mi hombro. Me doy la vuelta, y emito un grito bajo y ahogado. Desde el cielo, vemos cada detalle de la destrucción de North Bridge. La mitad ha caído al valle que hay debajo y aún cuelga una parte rota del mismo.

Se ha reunido una gran multitud, que bordea las calles para ver el puente. Los carruajes que funcionan con vapor llenan la carretera, apenas hay espacio entre ellos. En el extremo de la Ciudad Vieja, justo al otro lado del puente, se redirige el tráfico hacia la Ciudad Nueva vía Lothian Road; menudo rodeo. La circulación de vehículos y peatones es desastrosa en toda la ciudad. Todo por mi culpa.

—¿Qué crees que puede haberlo causado? —pregunta Catherine.

Pasamos junto a una máquina voladora automática con un cartel publicitario que ondea detrás. Me fijo en las palabras para concentrarme en otra cosa que no sea mi destrucción. «Bass’s EastIndia Pale Ale… La cerveza de esta temporada está en excelentes condiciones, tanto en botella como en barril…».

—No tengo ni idea.

Espero que no se den cuenta de que me tiembla la voz, de lo atentamente que estoy mirando el cartel en vez de a las vistas de abajo.

—¿Crees que podría repetirse? —pregunta Catherine.

Vuelvo a prestarle atención a mi amiga.

—Por supuesto que no. —Sueno falsa, como cuando Kiaran finge estar preocupado—. Tal vez se trate del fallo de algún carruaje. La combustión es delicada. —Le dedico una sonrisa—. No tengas miedo. No explotaremos en mil pedazos.

Catherine y Dona parecen satisfechas con mi explicación. Pasamos por Castle Rock. Hasta iluminado por el sol el castillo es oscuro e imponente, un asombroso contraste con la vegetación a sus pies. El parque está casi vacío, una sorpresa en un día tan bonito. Estoy agobiada porque todo el mundo esté reunido en la calle Princes, mirando boquiabiertos el desastre.

Encuentro un trozo libre de césped hacia el extremo este de Nor’ Loch, justo debajo del risco. Las alas se mueven rápido una única vez más mientras el ornitóptero aterriza.

—Gracias a Dios —murmura Dona.

Tras un buen trago de infusión, cojo mi parasol y abro la puerta. Las tres salimos del ornitóptero y avanzamos entre los gruesos árboles que rodean la base de Castle Rock. A cada paso chapoteamos sobre la hierba mojada.

La brisa aquí es fresca, pero no terriblemente fría. Este es uno de los pocos días de invierno que tendremos en los que se soporta sin problemas dar un paseo por la tarde. El sol se pone demasiado pronto en esta época del año para las actividades al aire libre. Ya está por debajo de la arboleda. Las sombras tras los árboles crecen cada vez más y se nota más frío que en las partes entre ellos iluminadas por el sol. El parque está en silencio, no hay pájaros ni otros animales cerca. Las tres estamos completamente solas.

—Quería hablarte de una cosa —dice Catherine de repente.

Abro el parasol y apoyo suavemente el palo en mi hombro. Unas lejanas nubes de lluvia han empezado a moverse hacia nosotras. No nos queda mucha luz del día.

—¿Mmm?

Catherine vacila y mira a Dona. Dona agacha la cabeza e inmediatamente afloja el paso para concedernos más privacidad.

—Si Dona oye algo —le digo a Catherine—, será muy discreta.

Catherine se sonroja y asiente con la cabeza.

—Sé que no te gusta hablar de ello, pero ¿piensas al menos en el matrimonio?

«Lo que tú quieras no es importante».

Bajo la vista a mis pies. La parte superior de mis zapatillas está manchada de barro.

—Sí —respondo. Sonrío con arrepentimiento—. He llegado a la conclusión de que no está hecho para mí.

Dona da un grito ahogado detrás de nosotras. Ante mi mirada de sorpresa, baja la cabeza.

—Lo siento, mi señora.

—Está bien —digo—. Desgraciadamente, mi padre tiene otra opinión. Dice que tengo que estar comprometida antes de que termine la temporada. Cuando mencioné las posibles dificultades, declaró que yo estaba dramatizando.

—Bueno —dice Catherine secamente—, tiene la sensibilidad de una mesa de té, ¿no?

—El deber es lo primero, ¿recuerdas?

El precepto que suele decir mi padre.

Catherine deja escapar un resoplido de indignación.

—Así que ahora ha decidido estar interesado en tu vida. ¡Y pensar que solo le ha costado un año darse cuenta de tu existencia!

A mí no me gusta su madre y a ella no le gusta mi padre. A diferencia del mío, el de Catherine la quería y mostraba más afecto hacia mí del que jamás recibí de mi padre. Murió hace cuatro años, cuando yo tenía catorce y Catherine trece.

—Mi querida amiga, tu sarcasmo empieza a aflorar.

Sonríe forzadamente.

—Se lo merece.

—No te lo discuto.

Continuamos caminando y pasamos junto a las ruinas cubiertas de hiedra, justo debajo de Castle Rock. La pared del risco resplandece de color naranja por la puesta de sol que asoma entre los árboles. Las nubes se acercan aún más. Al inspirar, huelo el primer indicio de aire húmedo que indica que va a llover pronto. Demasiado para nuestro agradable paseo bajo el sol.

—Tengo que saberlo. ¿Pensarías menos en mí si dijera que quiero casarme? —pregunta Catherine.

—En absoluto —contesto en voz baja—. Yo también quería casarme antes… —«Antes de convertirme en lo que soy»—. ¿Tienes en mente a algún caballero en particular?

Catherine se sonroja.

—Bueno, lord Gordon y yo hemos bailado unas cuantas veces y hace poco me visitó para tomar el té. —Suspira—. Le encuentro agradable.

Si siguiera siendo la chica de antes, esta habría sido mi vida. Cortejos, decidir cuál es el mejor partido, preguntarme cuándo me casaría.

Durante un instante, envidio a Catherine. Puede compartir la vida con alguien y sentirse realizada. No tendrá que mentir a su marido ni escabullirse de casa por la noche para disminuir su necesidad de violencia. A diferencia de mí, amará a alguien sin engaño.

Intento sonar más alegre de lo que estoy.

—Es maravilloso. ¿Y tu madre?

—Mi madre no lo considera adecuado.

Resoplo.

—¡Qué absurdo! Al fin y al cabo, es un conde.

—No es por su título. Es porque…

—¿Por qué?

Mira a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que no hay nadie más escuchando, salvo mi doncella, en los alrededores.

—Es inglés.

Finjo impresión.

—¡Dios mío! Que alguien llame enseguida al magistrado. ¿Un inglés en Escocia, dices?

Catherine se ríe.

—Soy muy consciente de lo ridículo que es, pero mi madre se mantiene firme en que debo casarme con un escocés. Cree que los ingleses no tienen corazón y están trastornados.

Me río por lo bajo, esquivo de un salto otro trozo embarrado y casi resbalo al tocar el suelo. ¡Maldición! La hierba es muy traicionera en invierno. Tras recuperar el equilibrio, pregunto:

—¿Mencionó de dónde sacó esa pizca de inteligencia?

—Ojalá lo supiera. Llamó a lord Gordon «inglesucho». ¿Puedes creértelo? Es la primera vez que la oigo decir una palabra tan despectiva.

Se levanta la brisa. Los árboles pelados se agitan y las ramas crujen. Una corriente de aire gélido acuchilla mi gruesa capa. Tiemblo y me envuelvo con ella aún más los hombros hasta que el cuello de visón me queda bajo la barbilla.

—Al menos lord Gordon solo necesita la aprobación de Gavin. Su regreso a casa ha sido muy oportuno.

A Catherine se le ilumina el rostro.

—Entonces mi madre podrá por fin concentrarse en encontrarle a él una esposa, en vez de emplear todos sus esfuerzos en mí.

Reprimo una carcajada, imaginándome cómo respondería su hermano a eso. Dios santo, estaría horrorizado.

—Pobre Gavin. Mi buen amigo no tiene ni idea de lo que le espera cuando llegue.

Catherine me mira un instante.

—Recuerdo una época en la que pensabas casarte con él.

Me atraganto al oír sus palabras.

—Vaya, creo que te equivocas.

—¡No digas tonterías! Solías escribir en tu cuaderno de bocetos: «Lady Aileana Stewart, vizcondesa de Cassilis». —Sonríe con picardía—. Supongo que tendrás que cambiarlo para evidenciar el nuevo título que posee ahora, ¿no? ¿Condesa de Galloway?

—¡Oh, cállate! Eso fue un lapsus —digo, haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia—. Era joven y tonta.

—Lo hiciste durante cuatro años.

La fulmino con la mirada.

—Fue un lapsus muy largo.

—Es… bueno… algunas mujeres dicen que es encantador. Y es bastante guapo, supongo. —Me mira con ojos inocentes—. ¿Hay alguien que consideres más apropiado?

Por algún motivo incomprensible, el primero que me viene a la cabeza es Kiaran. No es ni remotamente apropiado y estoy segura de que nunca será digno de confianza. Pero es el único hombre que ha visto alguna vez la cólera de mi interior, que la acepta y la anima. Nunca olvido el irresistible sabor de su poder, tan fuerte y salvaje. Si lo visualizo con suficiente claridad, aún puedo saborearlo en el fondo de la garganta, como si estuviera aquí de verdad.

Como si estuviera aquí.

Alzo la cabeza de repente y estoy a punto de proferir un grito ahogado de alarma. Ahí está Kiaran MacKay, paseando entre los árboles en dirección hacia nosotras, ataviado con las ropas propias de un caballero adinerado. El basto atuendo que suele llevar puesto ha sido reemplazado por unos pantalones elegantemente confeccionados, un chaleco negro y una levita que se agita tras él. La luz diurna cada vez más tenue le roza el pelo oscuro y la puesta de sol hace resplandecer un halo anaranjado a su alrededor. Parece tan tentador como el mismo diablo, y le maldigo por ello.

Me quedo muda por la sorpresa. Esto es una traición. Va más allá de nuestro pacto tácito de privacidad durante nuestras vidas diurnas.

Kiaran se limita a sonreír.