CAPÍTULO 10

Flexiono las rodillas y me agacho. El martillo pasa por encima de mi cabeza tan rápido que el metal silba.

Mi atacante gruñe, un sonido grave y retumbante. Alzo la vista y, al ser la primera vez que me enfrento cara a cara con un hada, me quedo helada de terror.

La enorme criatura descuella sobre mí, delgada y vigorosa, con gruesos brazos musculosos y unas manos lo bastante grandes como para aplastarme de un solo golpe. Una piel curtida se extiende sobre los angulosos rasgos de su rostro. Le cubre las mejillas, los ojos y la parte superior de la nariz media máscara hecha de huesos faciales humanos. A través de las cavidades vacías para los ojos, me observa con una mirada hostil, oscura y feroz.

Algo más atrae mi atención. La espesa y húmeda sustancia que brilla en la frente del hada.

Sangre. Pero eso es imposible.

Miro a Kiaran. Está en medio del puente y no parece sorprendido.

—Es un gorro rojo —digo—. Me dijiste que estaban…

El gorro rojo carga contra mí. Balancea el martillo como si no pesara, tan rápido que apenas tengo tiempo para reaccionar. Giro el cuerpo y ruedo por el suelo. El martillo aplasta los adoquines junto a mi cabeza y la piedra se rompe en pedazos.

Me pongo en pie, con el sgian dubh en la mano y el pulso a toda velocidad. No estoy entrenada para luchar contra un gorro rojo. Kiaran me contó que quedaron atrapados bajo la ciudad con los daoine sìth.

El gorro rojo avanza a una velocidad asombrosa. Intento retirarme lo más lejos posible para lanzar el puñal, pero la criatura feérica es demasiado rápida. Esquivo el martillo justo a tiempo.

«¿Dónde demonios está Kiaran?». Miro hacia la balaustrada para verle apoyado sobre ella, todavía observando. Después de matar a este gorro rojo, lo siguiente será darle una paliza a él, lo bastante fuerte para amoratar esa piel feérica suya tan perfecta.

—¿Podrías, por favor…? —Vuelvo a agacharme cuando golpea el martillo—. ¡Ayudarme!

Fragmentos de roca vuelan por los aire.

Kiaran permanece en el mismo sitio, de brazos cruzados.

—¿Te parece que voy a salvarte? Estás equivocada.

—¡Maldito seas, Kiaran MacKay!

Estoy llena de cólera. ¿Salvarme? Nunca le he pedido que me salve. No lo necesito. No necesito a Kiaran. Lo único que me hace falta es esto, la ira que me domina hasta que estoy en llamas.

Echo a correr hacia el gorro rojo a toda velocidad por los adoquines rotos de la calle. El gorro rojo carga también contra mí. Justo antes de que choquen nuestros cuerpos, salto en el aire con el sgian dubh aún en la mano y agarro el hombro rollizo de la criatura para lanzarme por encima de su espalda.

Caigo al suelo en cuclillas y me agacho más para clavarle la hoja en la base de la columna vertebral, la única parte de su cuerpo donde Kiaran me dijo que podía penetrar el hierro.

El gorro rojo aúlla y se encorva de dolor. Le arranco el martillo de guerra de las manos. Es pesado y tengo que arrastrarlo, pero no me importa.

Le echo un vistazo a Kiaran y sonrío.

—Esta soy yo salvándome a mí misma.

Echo el martillo hacia atrás y golpeo con él la sien del gorro rojo. Me salpica la sangre caliente en mi cara. Y un único pensamiento retumba en mi cabeza: «Más».

El gorro rojo se tambalea y escupe sangre. Cae de rodillas sobre los adoquines y veo el primer reflejo de miedo en sus ojos mientras me acerco. Vuelvo a balancear el martillo. La cabeza metálica golpea el enorme torso del ser feérico, que cae despatarrado en la calle, tosiendo más sangre sobre los adoquines destrozados. Ha llegado el momento de terminar con esto.

Tiro el martillo al suelo y me acerco a Kiaran. Su mirada no tiene fondo, es inconmensurable. Me inclino, indecentemente cerca.

—Me has subestimado —susurro—. Y eso es un fallo.

Kiaran permanece inmóvil mientras saco su arma de la funda que lleva en la cadera y retrocedo. La hoja es larga y curva, hecha de algún tipo de metal dorado y relumbrante. Desde la empuñadura hasta la punta tiene incrustados en plata unos dibujos que se asemejan a los helechos. Un arma inmortal, hecha para matar seres feéricos.

Kiaran no dice nada mientras regreso junto al gorro rojo. Sigue jadeando en el suelo, aunque sus heridas sanarán pronto. Tengo que matarlo antes de que se recupere.

Me arrodillo al lado del gorro rojo y le rebano el cuello.

El resultado es inmediato. El poder de la criatura es fuerte, me recorre el pecho y llena la extensión vacía en mi interior. Me deleito con la sensación de la lluvia sobre mi piel y la energía que me atraviesa las venas. Ojalá…

Me quitan el arma de un golpe. Una mano descomunal me agarra del cuello, otro gorro rojo. «¿Qué diantre…?». Me levanta con facilidad del suelo y me cuelgan las piernas.

Respiro hondo y el gorro rojo gruñe, mostrando unos dientes brillantes y afilados, manchados de sangre, y un aliento fétido por la podredumbre. Disfruta con esto. Le gusta ver a la gente sufrir, como al resto de seres feéricos asquerosos con los que he luchado.

Planto las manos en sus brazos, usándolos para elevar mi cuerpo, y balanceo la pierna para darle una fuerte patada bajo la barbilla. Se sorprende lo suficiente para soltarme.

Al caer al suelo, me chocan los dientes y me muerdo la lengua. El fuerte sabor a sangre me inunda la boca mientras me tambaleo.

El gorro rojo vuelve a balancear el martillo. Ruedo y le evito por poco. Gran parte de la balaustrada del puente se desmorona. Entonces me acuerdo de que el gorro rojo puede que tenga un martillo, pero a mí aún me queda el reloj. Meto la mano en el bolsillo y aprieto simultáneamente los dos botones en la esfera para soltar las zarpas retráctiles, ocultas. Las garras metálicas aparecen con un suave chasquido, afiladas y preparadas.

El gorro rojo viene a por mí otra vez, con los brazos abiertos. Me meto entre sus piernas, ruedo y le clavo el artefacto explosivo en la parte inferior de la espalda.

El gorro rojo aúlla y se da la vuelta. Me muevo con él, utilizando todas las técnicas que he aprendido durante las horas de interminables y aburridas lecciones de baile. Giro el cuerpo, le cojo del brazo para mantenerlo inmóvil el tiempo suficiente para volver a apretar los botones de la esfera del reloj, de modo que las garras se hundan en la carne.

Me pongo de pie con dificultad y corro hacia Kiaran.

—¿Qué estás haciendo?

Sonrío burlonamente.

—Ya verás.

Tiro de él, instándole a que corra cada vez más rápido al tiempo que intento calcular una distancia segura respecto a la explosión, basándome en la cantidad de pólvora negra que metí dentro del reloj de bolsillo. Las pisadas del gorro rojo, fuertes y pesadas, se oyen detrás de nosotros y se me acelera la respiración al intentar poner más espacio entre nosotros y la criatura feérica.

«Cuatro». Muevo cada vez más rápido las piernas y empujo a Kiaran delante de mí. «Tres». Me lanzo sobre él y rodamos para que su cuerpo indestructible me proteja de la onda expansiva. «Dos». Aguanto la respiración y me pongo las manos en los oídos. «Uno».

Hasta con las manos en las orejas no amortiguo el estruendo. Se expanden nubes de polvo mientras la explosión ilumina el cielo naranja. Lo más extraordinario es que bajo el naranja hay un azul intenso de un tono que jamás había visto antes. ¡Oh, Dios! Esos deben de ser los colores que desprende una criatura feérica cuando su materia biológica reacciona ante la pólvora negra. ¡Qué interesante!

Miro con el entrecejo fruncido los escombros en el suelo. El dispositivo no debería haber tenido tanta pólvora. ¿Quién iba a decir que las criaturas feéricas explotaban tan magníficamente? Desde luego no quiero que el hada que asesinó a mi madre muera tan rápido cuando la encuentre.

Kiaran está muy quieto a mi lado y su corazón pesado lleva un ritmo tranquilizador junto a mi mejilla. No puedo oírlo por la explosión, pero lo siento. Contemplo cómo el polvo se asienta en la calle y me calmo. La lluvia golpetea a nuestro alrededor.

Kiaran aparta su cuerpo del mío. Incómoda, me aclaro la garganta y me levanto para contemplar el inmenso agujero que se ha abierto donde antes estaba medio North Bridge. Se me destaponan los oídos, aunque no del todo.

—Bueno —digo, moviendo la mandíbula para destaponarlos otra vez—, no esperaba eso.

—Qué coincidencia. Yo tampoco.

El tono de Kiaran me sorprende. ¡Válgame Dios, le brillan los ojos mientras se pone de pie! Se sacude los escombros de su ropa rota por los trocitos de piedra humeante que me habrían herido gravemente si no le hubiera usado como escudo.

—La pólvora negra es un explosivo suave —digo a la defensiva—. No consideré la reacción del gorro rojo al seilgflùr. ¿Estás enfadado?

Un gruñido retumba en la noche.

Kiaran y yo volvemos a los restos de North Bridge. Entre las ruinas queda un tercer gorro rojo. ¡Madre mía! Tres criaturas feéricas en una noche no es normal.

Mis manos se convierten en puños cuando la criatura feérica salta sobre los escombros del puente, grácil a pesar de su cuerpo grande. No importa que no tenga un arma efectiva. Le golpearé hasta tener los puños en carne viva. Le morderé y arañaré para sobrevivir si hace falta.

El gorro rojo corre hacia mí, chascando los dientes afilados.

Kiaran se interpone entre nosotros. El gorro rojo se detiene en seco y se lo queda mirando, sorprendido. Es como si… como si el gorro rojo hubiera reconocido a Kiaran. Ninguno de los dos habla. Kiaran inclina la cabeza con su habitual forma inhumana.

No le veo moverse. Ni un momento, nada. A continuación, tiene el corazón chorreante del gorro rojo en la mano.

Doy un grito ahogado de terror mientras el gorro rojo emite un espantoso sonido de asfixia y cae de rodillas. La sangre espesa resbala por la muñeca de Kiaran y mancha su camisa blanca. Está sujetando el corazón chorreante. «Sigue sujetando el corazón…».

De pronto me viene a la memoria un recuerdo antes de ni siquiera plantearme borrarlo. La sangre empapando el vestido de mi madre. Resbaladiza y oscura sobre su pálida piel. Unas espesas pestañas enmarcan sus ojos mientras, muy abiertos, miran fijamente al cielo, vidriosos y muertos por dentro.

Observo en silencio cómo Kiaran planta su bota pesada en medio del inmenso pecho del gorro rojo y empuja a la criatura feérica hacia los restos del puente para después tirar el corazón.

«El carmesí es el color que más te favorece», dice una voz de mis recuerdos acompañada de una risa.

«No», aparto ese recuerdo. Me quedo con la cólera que me consume, brutal y destructiva. Odio a los seres feéricos. Los odio por lo que me robaron, por lo que soy. Por aquella noche que pasé tan destrozada que ni siquiera podía llorar por alguien a quien quería.

Aprieto la mandíbula y me acerco a Kiaran a grandes zancadas. Me mira mientras camino hacia él, con los ojos brillando con una luz antinatural, y eso lo empeora. Él es uno de ellos. Nunca entenderá lo que acaba de hacerme.

—Kam…

Le doy un puñetazo tan fuerte que me rasgo la piel. Me sangran los nudillos del impacto, pero él ni siquiera se tambalea.

—Basta —dice.

Le pego otra vez. Otra vez. Los golpes no parecen tener efecto. Sigue intentándolo hasta que veo una marca, hasta que algo se rompe.

Me coge de los hombros y me clava tanto los dedos que me amorata la piel.

—Basta. —Busca mi rostro con la mirada, como si no pudiera ver esa parte que se ha roto en mí—. ¿Kam? ¿Estás conmigo?

Lo dice dulcemente, con un toque de humanidad que no había oído antes en él.

Me dan ganas de pegarle otra vez. No puedo permitir que me haga esto. Intento recuperar el control de mí misma y mis recuerdos, para enterrarlos profundamente, adonde pertenecen.

—Te conocía —susurro con voz ronca. No le explicaré a Kiaran lo que acaba de suceder, o que estoy horrorizada por lo que ha hecho porque me recuerda que él es uno de ellos—. El gorro rojo te conocía y me has mentido.

La mirada casi compasiva ha desaparecido y vuelve a ser el frío Kiaran. Me agarra con tanta fuerza que estoy a punto de gritar.

A bhuraidh tha thu ann.

—No hablo tu maldito idioma.

—¡He dicho que eres tonta! ¿Sabes lo que has hecho?

Respiro rápidamente y con dificultad.

—Pegarte. —Levanto la barbilla—. Matar a unos gorros rojos. Para eso me entrenaste. Me he salvado a mí misma.

—Eso. —Señala hacia el puente con la cabeza—. No fue lo que yo te enseñé. ¿De dónde diablos has sacado ese explosivo?

—Lo hice yo misma —contesto con los dientes apretados—. Siempre me has dicho que haga lo que sea necesario para acabar con los seres feéricos, y eso es exactamente lo que he hecho.

Me había enseñado que eso era lo único que importaba. Cazar, mutilar, matar y sobrevivir. Si no tuviera el impulso instintivo de matar, Kiaran también me lo habría enseñado. Su odio hacia ellos refleja el mío.

—Suéltame —digo cuando no responde.

Sigue sujetándome e incluso más cerca que antes. Recibo el efecto completo de su violenta mirada y me estremezco.

—Has estado matándolos, ¿no? —dice en voz baja. Las emociones aumentan su acento melodioso y me deja tan sorprendida que no estoy segura de cómo responder. Me sacude una vez—. Sola. Sin mí. Cuando te indiqué explícitamente que no lo hicieras.

Jamás le había visto tan fuera de sí. Sean cuales sean las emociones que pueda sentir siempre están muy controladas, envaradas.

—Sí —digo—, y lo volveré a hacer cuando quiera.

—¿Desde cuándo lo haces, Kam?

Me asusta la severidad de su voz.

—Hace poco más de quince días.

Justo después del baile en el que me reincorporé a la sociedad. Fui a cazar con Kiaran y, cuando terminamos, me dejó en uno de los callejones subterráneos con un hada muerta a los pies. Mientras saboreaba los últimos restos de su poder, percibí que entraba otra con su víctima. No pude resistirme. Y no pude resistirme tampoco a matar yo sola la noche posterior, y la siguiente a esa. Mi nuevo ritual.

Se ríe fríamente. Retrocedo cuando me acaricia la mejilla con un dedo largo y grácil.

—Espero que tengas más armas de esas —susurra y su aliento me besa en los labios—, porque ahora no dejarán de perseguirte.

No puedo seguir respirando. Apoyo las palmas en su pecho y le empujo. Me lanza una sonrisa más fiera que nunca. Luego se da la vuelta y comienza a caminar hacia Calton Hill.

—¿Y quiénes son esos innominados? —Cuando queda claro que no tiene intención de detenerse, me coloco delante de él para que no se me escape—. Dijiste que los gorros rojos estaban en los montículos. Creía que las hadas no mentían.

Sìthichean —me corrige. No soporta que llame a los suyos «hadas»—. No, no podemos.

—Entonces ¿cómo escaparon?

—No importa —dice, con la mandíbula tensa—. Cuando cazamos juntos, puedo hacer que los asesinatos parezcan obra mía. Ahora que has cazado sola, ella sabe que hay una halconera en Edimburgo.

«Halconera». Esa palabra otra vez. Recuerdo la sonrisa abierta del retornado mientras me arrancaba la energía. «Halconera».

—¿Qué significa? —pregunto.

Antes de que pueda responder, oigo unas voces detrás de nosotros. Kiaran se vuelve y le imito. La gente corre hacia Waterloo Place, charlando, llamándose una y otra vez. Me doy cuenta de que han salido a buscar el origen de la explosión. Hizo muchísimo ruido.

¡Demontre! Tendré que dar un buen rodeo de vuelta a la plaza Charlotte si no quiero que me vean.

—Vete a casa, Kam —dice Kiaran.

—Pero…

—Te contaré el resto mañana.

Gira sobre sus talones y baja caminando por la calle.

Una hora más tarde, vuelvo a entrar en mi habitación a través de la puerta oculta. Derrick sale volando del vestidor. Agita las alas tan rápido que se desdibujan.

Al verme, se detiene y suelta un silbido.

—Creo que debo informarte: estás hecha un espanto.

Empujo la palanca que cierra la puerta y luego le doy con la palma al panel de madera en la pared.

—Gracias —digo secamente—. Qué amable por tu parte.

Después me miro en el espejo. Tengo el pelo alborotado, con los tirabuzones cobrizos cada uno por un lado. Salpicaduras de sangre en la cara y en la ropa. El cuello magullado; mañana estará muy morado. Derrick tiene razón. Estoy hecha un desastre.

—He terminado con el vestido —dice Derrick—. Págame, por favor.

—Cierra los ojos.

Diligentemente, Derrick se tapa el rostro con las manos y abro el armario donde guardo la miel. Se retira un pequeño panel para revelar un compartimento que contiene un tarro. Vierto parte del contenido en un plato de madera y vuelvo a esconder la miel.

Dejo el cuenco sobre la mesa.

—No babees, por favor.

Con un chillido de regocijo, Derrick sale zumbando hacia la mesa. Su luz brilla dorada mientras se posa en el borde del cuenco. Hunde los dedos en la miel y —sin ninguna vergüenza— procede a meterse la mano entera en la boca.

Me horrorizo y entro en el vestidor. Tras quitarme la ropa sucia y ponerme el camisón, me examino las manos. Tengo los nudillos destrozados, hinchados y amoratados de golpear a Kiaran. Me arrodillo junto a la palangana que Derrick ha dejado y meto dentro las manos, siseando de dolor.

No debería haber dejado que Kiaran me viera de esa manera. Tengo que controlar mi cólera. La verá como una vulnerabilidad mucho peor que mis limitaciones físicas. Una debilidad. Una cosa es decírmelo a mí misma y otra muy distinta es obrar en consecuencia delante de él.

—Maldición —susurro entre dientes mientras me seco las manos.

No sé qué haré cuando le vea mañana.

Cuando regreso, Derrick casi ha terminado de comerse la miel y me dedica una temblorosa sonrisa.

—¿Cómo está esta —hipa— magnífica noche, encantadora humana?

—Creía que habías dicho que estaba horrible.

—Que estás hecha un espanto. Un espléndido, magnífico y hermoso espanto.

Dejo la ropa en la palangana para lavarla. El agua se tiñe de sangre y suciedad.

—Estás haciendo el tonto.

Diel-ma-care.

Agita una mano para quitarle importancia.

Vuelvo a mirarme en el espejo. Me pregunto a qué sabría mi poder si fuese un hada. A ceniza y sándalo, decido. Cosas que arden. Tal vez con un toque de hierro, por todos los seres feéricos que he matado para vengar a mi madre.

Con ayuda de un trapo, comienzo a quitarme la sangre oscura que me ha salpicado las mejillas entre mis pecas claras. Parezco una asesina, la personificación de la muerte.

«El carmesí es el color que más te favorece».

Gruño y restregó con tanta fuerza que se me enrojece la piel y me duele. No más recuerdos. No más. El que Kiaran provocó antes fue suficiente.

Me obligo a pensar en los gorros rojos. Tengo que averiguar de dónde vienen y cómo se han escapado de su prisión antes de que vuelva a suceder. No voy a poder luchar otra vez contra tres en una noche. Ya me cuesta con las hadas en solitario a las que me enfrento y no llevaban atrapadas bajo tierra más de dos mil años. Las que sí quedaron soterradas deben de estar furiosas y muy, muy hambrientas.

No puedo confiar en que Kiaran me cuente todo lo que necesito saber. Lo que no revele puede que sea esencial para mi supervivencia. No cometeré el error de esperar.

—¿Derrick?

—¿Mmm?

Derrick gira la cabeza hacia mí, resplandece de éxtasis y vuelve a meter los dedos en el cuenco.

—¿Alguna vez has visto a un gorro rojo?

Derrick sonríe con placer y deja escapar una carcajada.

—¡Qué criaturas más descomunales! Lentos como una tortuga. ¿Sabes que una vez cogí mi espada, bailé alrededor de uno y lo dejé hecho jirones? —Se mete más miel en la boca y suspira—. ¡Ay, no conservé nada como trofeo!

«¿Lentos como una tortuga?». Los gorros rojos habían movido los martillos y corrido más rápido que cualquier ser feérico al que me haya enfrentado. Me encantaría saber lo que Derrick considera rápido. O quizá no.

Continúo restregando la ropa.

—¿Sabes cómo sería posible que alguno escapara de su prisión?

—Hace falta tiempo —canta—. Tieeeeempo.

¡Oh, por el amor de Dios!

—Derrick, concéntrate. Ten la bondad de explicarte con frases enteras. ¿A qué te refieres?

Se lame los dedos.

—Puedo hacerlo. Sé expresarme en frases. ¿De qué estábamos hablando?

—De los gorros rojos —digo entre dientes. Intento no hablarle con brusquedad, pero me lo está poniendo muy difícil—. ¿Cómo podrían escapar de debajo de la ciudad?

—¡Oh! ¿Es lo que está pasando? ¡Qué interesante! —Ante mi mirada asesina se pone derecho y agita las alas—. No se puede tener una prisión que funcione sin un sello. Con el paso del tiempo, el sello llega al final de su existencia y comienza a fallar. ¡Frases enteras!

Se me cae el alma a los pies.

—¿A qué te refieres con «el final de su existencia»?

Derrick sonríe alegremente.

—Nada dura para siempre. Algo bueno, considerando la cantidad de gente insufrible que hay.

La ropa se me resbala de las manos, cae en la palangana y me salpica de agua el camisón.

—¡Derrick, esto es serio!

Levanta las manos.

—¡Sé positiva! Si los gorros rojos quedaron libres los primeros, el que construyó esa prisión tenía un plan en caso de que esta fallara.

Un rayo de esperanza se cuela dentro de mí.

—¿Ah, sí?

—¡Por supuesto! Significa que la mayor parte del poder está utilizándose para retener en el interior a los sìthichean más fuertes el mayor tiempo posible. De modo que los menos poderosos se liberan antes. —Engulle más miel de la que tiene en los dedos—. Sus enemigos pueden acabar con ellos con más facilidad y reducir las huestes antes de que los más poderosos escapen. Un plan brillante. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.

Mi esperanza muere como debería haber sospechado que pasaría. ¿El que construyó la prisión pensaba que era fácil matar a los gorros rojos? Francamente, es el peor plan que he oído en mi vida.

—A ver si lo entiendo —digo con cautela—. ¿Acaso es positivo que la única cosa que protege Edimburgo sea un sello que está perdiendo fuerza y que las hadas malignas que han escapado estén sublevándose?

Derrick parece un poco avergonzado.

—Bueno. Sí.

—¡Pero no tenemos nuestro propio ejército para eliminarlas!

Derrick me mira, parpadeando, y su luz se atenúa.

—¡Caramba! Si lo dices así suena bastante deprimente.

—¿Y dónde está el sello? ¿Cómo lo arreglamos?

—No lo sé. Nunca lo he visto. Los pixies no nos metemos en los asuntos de otros sìthichean.

Ahora entiendo por qué a Kiaran no le sorprendieron en absoluto aquellos gorros rojos. ¡Menudo tipo más reservado! ¿Cómo diantre se supone que voy a eliminarlos si no sé dónde están? Si no arreglamos ese sello, Edimburgo caerá. Segurísimo. Se atrapó a las hadas bajo la ciudad por una razón. Si salen, lo destruirán todo a su paso.

Y hay algo más que Kiaran no me ha contado.

—Derrick —digo, y él me mira con cautela—, ¿alguna vez has oído hablar de una halconera?

Si no hubiera estado atenta a su reacción, tal vez no habría advertido que se ha puesto rígido. Así no es como reacciona normalmente un pixie ebrio de miel. Derrick no ha parecido nunca más sobrio.

—¿Dónde has oído esa palabra? —pregunta en voz baja.

Un atisbo de miedo cruza sus minúsculas facciones. Agita lentamente las finas alas y su halo se oscurece.

Frunzo el entrecejo.

—Kiaran la mencionó.

Derrick permanece en silencio aunque ha oído el nombre de Kiaran.

Otro secreto. A pesar de lo mucho que desprecia Derrick a Kiaran, comparten un pasado que me temo que nunca conoceré del todo. Puede que las hadas y las criaturas feéricas sean incapaces de mentir, pero eso solo las ha obligado a desarrollar más formas ingeniosas de sortear la verdad.

Derrick aparta la mirada de mí.

—Es alguien que caza con un halcón entrenado, desde luego. ¿Qué otra cosa iba a significar?

—Claro —digo, con un dejo de sarcasmo. No me dirá la verdad, no esta noche. Tendré que sonsacarle el resto a Kiaran cuando lo vea. Coloco la ropa cerca de la chimenea para secarla—. Estoy segura de que se refería a eso.

Una mentira a cambio de su verdad a medias.