Capítulo 9

No soy aficionada a las comedias románticas. Eso puede sonar como si a un chico no le gustasen las persecuciones de coches, pero Rae echó unas cuantas cabezadas, así que supongo que el género tampoco hubiese sido su elección.

Permanecí despierta para deconstruir el guión, una trama tan predecible que apuesto a que en mi escuela se lo hubiesen atribuido a un estudiante del gurú de escritura creativa Robert McKee.

Sin embargo, al final me relajé mientras veía aquella película absurda y rumiaba palomitas de maíz. Hablar con Rae había servido de ayuda. Ella no creía que estuviese chiflada. Ni siquiera pensaba que fuese esquizofrénica.

Por primera vez desde mi crisis, las cosas no parecían ir tan mal. Quizá la vida que había conocido no terminó en aquella aula. Quizás estuviese exagerando y haciéndome la reina del drama.

¿Los chavales de la escuela sabían lo que me había pasado? Unos cuantos me vieron corriendo por el vestíbulo. Más aún: me vieron saliendo inconsciente en camilla. ¡Qué horror! Podría regresar en unas cuantas semanas y es probable que ni siquiera hubiesen advertido mi ausencia.

Al día siguiente le enviaría un correo electrónico a Kari diciéndole que estaba enferma, a ver que me contaba. Es probable que hubiese oído algo parecido a que yo tenía mononucleosis.

Superaría todo eso. Independientemente de la opinión que tuviese respecto a su diagnosis, no era ése el momento de discutir, así que me tomaría las medicinas, mentiría si tenía que hacerlo, me libraría de la Residencia Lyle y volvería a reanudar mi vida.

* * *

—¿Chloe? ¡Chloe!

La voz de Liz resonó a través de las profundidades del reino onírico, y aún tardé unos minutos en encontrar el camino de regreso a la conciencia. Al abrir los ojos la vi inclinada sobre mí, bañándome con su aliento a pasta de dientes y su pelo largo haciéndome cosquillas en la mejilla. La mano que sujetaba mi brazo aún temblaba, incluso después de que hubiese dejado de zarandearme.

Me incorporé sobre los codos.

—¿Qué pasa?

—He pasado horas ahí, tumbada, pensando en algún modo de preguntártelo, en alguna forma de hacerlo sin que suene raro. Pero no puedo. Sencillamente, no puedo.

Se echó hacia atrás, con su cara pálida brillando en la oscuridad, y las manos tirando del cuello de su camisón como si la estuviese ahogando.

Me incorporé del todo.

—¿Liz?

—Van a enviarme fuera. Todos saben que van a hacerlo, por eso están siendo tan majos conmigo. Yo no me quiero ir, Chloe. Me encerrarán bajo llave y… —hipó unas cuantas inspiraciones, con las manos ahuecadas sobre su boca. Al mirarme, sus ojos estaban tan abiertos que sus escleróticas, la parte blanca del ojo, sobresalían alrededor de sus oscuros iris—. Sé que no has pasado aquí mucho tiempo, pero de verdad que necesito tu ayuda.

—De acuerdo.

—¿De verdad?

Reprimí un bostezo y me senté.

—Si hay algo que pueda hacer…

—Lo hay. Gracias. Gracias —se puso de rodillas y sacó una bolsa de debajo de su cama—. No sé todo lo que uno necesita, pero hice una hace un año, durante una noche pasada en casa de una amiga; por eso he reunido todo lo que empleamos entonces. Hay un vaso, unas cuantas especias, una vela… —Una mano voló hasta su boca—. ¡Cerillas! ¡Ay, no! No tenemos cerillas. Las guardan bajo llave por culpa de Rae. ¿Podemos hacerla sin una vela?

—¿Hacer qué? —pregunté frotándome la cara con las manos. No había tomado ningún somnífero, pero aún sentía esa extraña bruma, como si nadase a través de un mar de bolas de algodón—. ¿Qué vamos a hacer exactamente, Liz?

—Una sesión de espiritismo, por supuesto.

La bruma del sueño se evaporó, y me pregunté si aquello era una broma. Sin embargo, por la expresión de su rostro estaba segura de que no lo era. Entonces recordé las palabras de Tori durante la comida.

—¿Los… fenómenos extraños? —pregunté con cautela.

Liz se lanzó hacia mí tan deprisa que me golpeé la espalda contra la pared, levantando las manos enseguida para rechazarla. Pero se limitó a caer a mi lado, con los ojos desencajados.

—¡Sí! —exclamó—. Tengo un fenómeno extraño. Pero ellos no lo verán. No hacen más que decir que soy yo quien hago todas esas cosas. Pero, ¿cómo voy a arrojar yo un lápiz con tanta fuerza? No, me enfadé con la señora Wang y el lápiz voló de mi mano, la golpeó y todos dijeron: «¡Oh, Liz lo tiró!». Pero no lo hice. Nunca lo hago.

—Es el… fenómeno extraño.

—¡Eso es! Creo que intenta protegerme, porque cada vez que me enfado las cosas comienzan a volar. He intentado hablarle para hacerlo parar, pero no me oye; y no me oye porque yo no puedo hablar con los fantasmas. Por eso te necesito.

Me esforcé por mantener el rostro inexpresivo. Una vez vi un documental sobre fenómenos extraños. Y, , esas cosas solían pasar alrededor de chicas como Liz, es decir, adolescentes afligidas y desesperadas por conseguir atención. Algunas personas pensaban que las chicas estaban gastando bromas, mientras otras creían que la energía de éstas, las hormonas y la ira reaccionaba haciendo que en realidad sucediesen esos fenómenos.

—No me crees —dijo.

—No, no he dicho…

—¡No me crees! —se alzó sobre sus rodillas, con ojos llameantes—. ¡Nadie me cree!

—Liz, yo…

Los botes de gel se sacudieron a su espalda. Las perchas vacías repicaron dentro del armario. Hundí los dedos en el colchón.

—D-d-de acuerdo, Liz. C-co-comprendo…

—¡No, no comprendes nada!

Bajó las manos dando un manotazo. Los botes se elevaron en el aire estrellándose contra el techo con tal fuerza que los plásticos estallaron. Llovió gel.

—¿Lo comprendes?

—S-s-sí.

Sus manos se alzaron de nuevo, como un director de orquesta marcando el crescendo. Una fotografía saltó de la pared. Se estrelló contra el suelo de madera noble con una salpicadura de cristales. Cayó otra. Después una tercera. Una esquirla de cristal se clavó en mi rodilla. Salió un botón de sangre y corrió bajando por mi pierna.

Por el rabillo del ojo vi temblar una foto sobre mi cama. Saltó de las sujeciones.

—¡No! —chilló Liz.

Me hundí entre la ropa de cama y Liz me empujó de costado, apartándome de la trayectoria de la foto. El marco la golpeó en un hombro. Ella se retorció y ambas rodamos cayendo de la cama, y nos dimos un buen golpe contra el suelo.

Yo caí de lado y me quedé sin respiración.

—Lo siento mucho —sollozó—. No era mi intención… ¿Comprendes lo que pasa? No puedo controlarlo. Me enfado y todo…

—¿Crees que es uno de esos fenómenos extraños?

Asintió. Uno de sus labios temblaba.

Yo no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo. Ningún fenómeno causado por los espíritus, eso era una locura, pero si ella así lo creía y, si creía que yo podía decirle que parase, entonces sí se detendría de verdad.

—De acuerdo —contesté—. Coge la vela y vamos a…

La puerta se abrió de par en par. La silueta de la señora Talbot ataviada con un albornoz se recortó en la entrada. Ella flipó con el espectáculo y yo retrocedí, parpadeando.

—Ay, Dios mío —suspiró, apenas con más fuerza que un susurro—. Elizabeth, ¿qué has hecho?

Me puse en pie de un salto.

—No fue ella. Y-y-yo…

Por una vez no era tartamudeo. Era que no podía pensar en ninguna palabra más. Su mirada barrió la habitación, deteniéndose en el cristal que brillaba sobre el suelo, el gel capilar goteando desde el techo y la pintura de maquillaje estallada contra la pared; supe que no había posibilidad de una explicación razonable.

Su mirada cayó sobre mi pierna y dejó salir un graznido.

—Está bien —dije, levanté la pierna y quité la sangre con la mano—. No es nada. Me corté. Depilándome. Antes.

Me rebasó caminando con cuidado y los ojos fijos en la alfombra de cristal extendida por el suelo.

—No —susurró Liz—. Por favor, no. No quise hacerlo.

—No te preocupes, cari. Vamos a conseguirte ayuda.

La señorita Van Dop entró con paso resuelto llevando una jeringuilla. Sedó a Liz mientras la señora Talbot la tranquilizaba diciéndole que sólo iban a trasladarla a un hospital mejor, uno más adecuado, uno que pudiese ayudarla a recuperarse más rápidamente.

Se levantaron y me sacaron de la habitación en cuanto Liz quedó inconsciente. Mientras regresaba al vestíbulo, una mano me golpeó la espalda lanzándome contra la pared. Al volverme vi a Tori irguiéndose sobre mí.

—¿Qué le has hecho? —gruñó.

—Nada —para mi sorpresa, la palabra salió clara, incluso definida. Me enderecé—. No fui yo la que le dijo que la podía ayudar.

—¿Ayudar?

—Contactando con el causante del fenómeno.

Sus ojos se abrieron desmesurados, con la misma expresión de horror que la plasmada cuando Simon le dijo que dejase de portarse como una bruja. Dio media vuelta y entró en su habitación tambaleándose.