Me desperté con los tintineos de las perchas de metal. Una chica rubia repasaba unas prendas de ropa que estaba bastante segura de que eran mías, colgadas el día antes por la señora Talbot.
—Hola —le dije.
Se volvió y sonrió.
—Tienes cosas bonitas. Y de buena marca.
—Soy Chloe.
—Liz. Como Lizzie McGuire —señaló con un gesto hacia un viejo y descolorido recorte de revista puesto en la pared—. Sólo que no me hago llamar Lizzie porque me suena un poco… —bajo la voz como si no quisiese ofender a la foto de la otra Lizzie—… infantil.
Continuó hablando, pero no la escuché porque en todo lo que podía pensar era: ¿Cuál podrá ser su problema? Si estaba en la Residencia Lyle era porque algo no andaba bien en ella. Alguna «enfermedad mental».
No parecía una chiflada. Su melena estaba cepillada y recogida en una brillante coleta. Vestía unos vaqueros Guess y una camiseta Gap. De no haber sabido dónde estaba, habría creído despertar en un internado.
La chica continuaba hablando. Quizás eso fuera un síntoma.
Parecía bastante inofensiva. Tenía que serlo, ¿verdad? No habrían puesto a nadie peligroso de verdad en mi cuarto. «O majareta de verdad. Vamos, Chloe. Aquí no traen a gente chiflada. Sólo a quienes oyen voces, ven a conserjes de escuela calcinados y pelean con los profesores».
Comenzó a dolerme el estómago.
—Venga —dijo—. Dentro de cinco minutos será la hora del desayuno y se ponen bastante insolentes si una llega tarde —Liz extendió una mano mientras yo abría un cajón del tocador—. Puedes bajar a desayunar en pijama. Los chicos comen y cenan con nosotras, pero desayunan más tarde; así que tenemos algo de intimidad.
—¿Chicos?
—Simon, Derek y Peter.
—¿Es una residencia mixta?
—Esto… ¡Ja! Sí, sí —frunció los labios frente al espejo y se quitó un pellejo seco—. Compartimos el piso inferior, pero el superior está dividido.
Se inclinó asomándose por la puerta y me mostró lo pequeño que era el vestíbulo.
—Ellos ocupan el otro lado. Ni siquiera hay una puerta compartida. Por la noche nos meteríamos allí si pudiésemos, ¿no? —rió como una tonta—. Bueno, Tori lo haría. Y yo, tal vez, si hubiese alguno por el que mereciese la pena colarse. Tori se pidió a Simon —me observó en el espejo—. Quizá te guste Peter. Es mono, pero demasiado joven para mí. Tiene trece años, casi catorce, creo.
—Yo tengo quince.
Se mordió un labio.
—Ah, ¡vaya! Bueno, de todos modos, Peter no andará por aquí mucho tiempo. Se dice que no tardará en marcharse —hizo una pausa—. Así que quince, ¿eh? ¿En qué curso estás?
—Noveno.
—Igual que Tori. Yo en el décimo, como Simon, Derek y Rae. Aunque me parece que Simon y Rae aún tienen quince años. Por cierto, ¿te he dicho que me encanta tu pelo? Yo quería hacerme eso, pero con mechas azules, y mi madre dijo…
* * *
Liz continuó con sus comentarios mientras nos dirigíamos al piso inferior, repasando todo el elenco de personajes. Allí estaba la doctora Gill, la psicóloga, pero sólo acudía en horas de consulta, igual que la tutora, la señora Wang.
Ya había conocido a dos de las tres enfermeras. La señora Talbot, la mujer mayor a la que Liz tildó de «verdaderamente maja», y la más joven señorita Van Dop, que, según dijo entre susurros, «no era tan maja». La tercera enfermera, la señorita Abdo, trabajaba los fines de semana sustituyendo a las otras en su día libre. Ellas vivían en la residencia y cuidaban de nosotros. Me daba la impresión de que eran algo parecido a esas supervisoras de residencias estudiantiles o para jóvenes con problemas de las que hablaban los chicos de los internados, pero Liz siempre se refería a ellas como enfermeras.
El fortísimo hedor a limón del producto de limpieza me golpeó en cuanto llegué al fondo de la escalera. Olía como en casa de mi abuela. Ni siquiera mi padre parecía cómodo en la inmaculada casa de su madre, bajo esa mirada suya que parecía decir: «no esperes recibir un regalo de cumpleaños si se te ocurre derramar algo de ese refresco en ese sofá de cuero blanco». De todos modos, tras lanzar un vistazo a la sala de estar exhalé un suspiro de alivio. Estaba tan limpio como el de la abuela, sí, con su alfombra impoluta y la madera brillante, pero su aspecto general era de lugar concurrido, un poco ajado, acogedor y confortable que te invitaba a acurrucarte en el sofá.
La sala también estaba pintada con el color preferido de la Residencia Lyle…, aunque en este caso amarillo pálido. Unos cojines cubrían el sofá azul oscuro y las dos mecedoras. Un viejo reloj con carillón de pie hacía tictac en una esquina. En cada extremo de la mesa había un florero con margaritas o narcisos. Luminoso y alegre. En realidad, demasiado luminoso y alegre, como aquella pensión con desayuno incluido cerca de Syracuse, donde tía Lauren y yo estuvimos el otoño pasado…, un lugar tan desesperado por parecer hogareño que, la verdad, parecía un escenario más que la casa de alguien.
Aquel sitio no era muy distinto de éste, supongo… Un negocio preocupado por convencerte de que no era un negocio y hacer que te sintieses como en casa. Para hacerte olvidar que te encuentras en una residencia para chavales majaretas.
Liz me detuvo junto a la sala de estar para que pudiésemos atisbar desde fuera.
A un lado de la mesa estaba sentada una chica alta, de cabello corto y oscuro.
—Ésa es Tori. Se llama Victoria, pero le gusta que la llamen Tori. Con i latina. Es mi mejor amiga. Se deprime, y he oído decir que está aquí por eso, pero yo creo que se encuentra bastante bien. —Después señaló con la barbilla a la otra persona sentada a la mesa… Una chica bonita, de piel cobriza y rizos largos y oscuros—. Ésa es Rachelle. Rae. Siente esa «cosa» por el fuego.
Me quedé mirando a la muchacha. ¿Sentía algo por el fuego? ¿Quería decir que provocaba incendios? Pensaba que podía dar por sentado que estábamos en un lugar seguro.
¿Y qué había de los chicos? ¿Alguno de ellos era violento?
Me froté el estómago.
—Veo que alguien por aquí tiene hambre —dijo una voz alegre.
Levanté la mirada a tiempo de ver a la señora Talbot acercándose procedente de la puerta de la cocina con una jarra de leche en la mano. Me sonrió.
—Vamos, Chloe. Permite que te presente.
* * *
La señorita Van Dop nos dio píldoras a todos antes de tomar el desayuno, y a continuación nos observó mientras las tragábamos. Era espeluznante. Nadie dijo una palabra. Se limitaron a extender la mano, engullir la pastilla con un trago de agua y reanudar sus conversaciones.
Al quedarme mirando la mía, la señorita Van Dop me dijo que el médico me lo explicaría todo más tarde pero que, de momento, debía limitarme a tomarla. Y eso hice.
Después de haber comido salimos en tropel hacia el piso superior para vestirnos. Rae iba a la cabeza, seguida por Liz y Tori, y después yo.
—Rachelle —llamó Tori.
Rae tensó los hombros y no se volvió.
—Dime, Victoria.
Tori se adelantó subiendo dos escalones, cubriendo la distancia entre ellas.
—Hiciste la colada, ¿verdad? Te tocaba a ti, y quiero ponerme esa camisa nueva que me trajo mi madre.
Rae se volvió despacio.
—La señora T dijo que podía hacer la colada hoy, pues debíamos dejarlo mientras se instalaba Chloe —su mirada dio conmigo y me ofreció una sonrisa fina, casi de disculpa.
—Así que no has hecho la colada…
—Eso he dicho.
—Pero yo quiero…
—Tu camisa. Ya he pillado esa parte. Pues póntela, acaba de salir de la tienda.
—Sí, claro, y es probable que la haya probado más gente. ¡Qué asco!
Rae alzó las manos y desapareció vestíbulo abajo. Tori lanzó una mirada ceñuda por encima del hombro, como si fuese culpa mía. Algo destelló entre nosotras cuando se dio la vuelta, y yo me tambaleé retrocediendo un paso, sujetándome a la barandilla.
Su ceño se frunció más aún.
—Pero bueno, si no voy a pegarte.
Una mano de dedos pálidos retorciéndose como gusanos apareció por encima de su hombro.
—¿Chloe? —dijo Liz.
—Y-y-yo —despegué la mirada de aquella mano incorpórea—. Yo tr-tropecé.
—Escucha… Niña… —me susurró al oído una voz masculina.
Liz descendió los dos escalones que nos separaban y posó sus dedos sobre mi brazo.
—¿Estás bien? Estás muy pálida.
—Yo só-só-sólo c-cre-creí oír algo.
—¿Por qué habla así? —le preguntó Tori a Liz.
—Lo llaman tartamudeo —Liz me acarició el brazo—. Vamos, no pasa nada. Mi hermano también tartamudea.
—Tu hermano tiene cinco años. Muchos críos lo hacen, pero no los adolescentes —Tori me observó detenidamente desde arriba—. ¿Eres retrasada?
—¿Cómo?
—Ya sabes, que no juegas con todas las cartas… —separó sus manos y después volvió a unirlas—… O las que tienes te parecen demasiadas.
Liz se sonrojó.
—Tori, eso no es…
—Bueno, a veces habla como una chavalina y parece una cría…
—Tengo un defecto del habla —dije, enunciando la frase con cuidado, como si la retrasada fuese ella—. Estoy trabajando para superarlo.
—Lo estás haciendo muy bien —terció Liz con voz alegre—. Has dicho toda la oración sin tartamudear.
—¿Chicas? —la señora Talbot echó una ojeada desde el otro lado de la puerta del vestíbulo inferior—. Ya sabéis que se supone que no podéis quedaros tonteando en las escaleras. Alguna podría hacerse daño. La clase empieza dentro de diez minutos. Chloe, aún estamos esperando las notas de tus profesores, así que hoy no tendrás clase. Discutiremos el asunto de tu horario en cuanto te vistas.
* * *
La Residencia Lyle es aficionada a los horarios del mismo modo que un campamento de instrucción de reclutas es aficionado a la disciplina.
Nos levantamos a las siete y media de la mañana. Desayunamos, nos duchamos, nos vestimos y a las nueve estamos en clase, donde cada cual realiza tareas independientes encargadas por nuestros profesores habituales y supervisadas por la tutora, la señora Wang. A las diez y media hay un recreo para picar algo…, nutritivo, por supuesto. Volvemos a clase. Otro descanso a mediodía. Y vuelta a clase de una a cuatro y media de la tarde con un recreo de veinte minutos a las dos y media. En un momento indeterminado a lo largo de la jornada escolar —la hora de ese momento suele variar—, tenemos una terapia individual de una hora de duración con la doctora Gill; para mí, la primera sería ese mismo día, después de comer. Desde las cuatro y media hasta las seis tenemos tiempo libre… O algo así. Además de las clases y la terapia, tenemos asignadas tareas. Muchas tareas, a juzgar por las miradas a la lista. Éstas deben realizarse durante nuestro tiempo libre antes o después de cenar. Además, todos los días nos exprimen con treinta minutos de ejercicio físico. Después, tras volver a comer un tentempié nutritivo, nos vamos a la cama a las nueve de la noche. Las luces se apagan a las diez.
¿Tentempiés nutritivos? ¿Sesiones de terapia? ¿Listas de tareas? ¿Ejercicio obligatorio? ¿A las nueve en la cama?
En comparación, un campamento de reclutas comenzaba a tener buena pinta.
Yo no pertenecía a ese lugar. De verdad que no.
Después de nuestra charla, una llamada telefónica hizo que la señora Talbot saliese disparada, prometiendo mientras se iba que regresaría con mi lista de tareas. ¡Oh, cuánto solaz!
Me senté en la sala común, intentando pensar, pero la incesante alegría era como una luz cegadora delante de mis ojos que dificultaba mi concentración. Unos cuantos días de paredes amarillas y margaritas, y me convertiría en un zombi feliz, como Liz.
Sentí una punzada de vergüenza. Liz me había hecho sentir bienvenida y se apresuró a defenderme frente a su amiga. Si ser de naturaleza alegre es una enfermedad mental, entonces no sería tan dañino padecer una como ésa… Bastante mejor, desde luego, que ver a gente carbonizada.
Me froté la nuca y cerré los ojos.
La Residencia Lyle no estaba tan mal, de verdad. Mejor que habitaciones acolchadas e interminables vestíbulos llenos de verdaderos zombis, pacientes de enfermedades psíquicas arrastrando los pies tan drogados que no se molestaban en vestirse, y mucho menos en bañarse. En cierto modo, quizás hubiese sido más feliz entre sofás deleznables, paredes blancas y barrotes en las ventanas, ahí no había falsas promesas. No obstante, que no pudiese ver barrotes no implicaba que el lugar fuese tan abierto como parecía. No podía serlo.
Caminé hasta el ventanal de la fachada. Cerrada, a pesar de hacer un día soleado. Había un hueco donde, seguramente, debería estar el pasador para abrirla. Miré fuera. Muchos árboles, una calle tranquila y más casas antiguas con grandes solares. Nada de vallas electrificadas. Ningún letrero sobre el césped anunciando Residencia Lyle para chavales majaretas. Todo muy corriente, pero sospechaba que si cogía una silla y rompía la ventana iba a sonar la alarma.
Entonces, ¿dónde estaba la alarma?
Salí al vestíbulo, lancé un vistazo hacia la puerta principal y la vi parpadeando a lo lejos. Ni la menor intención de disimularla. Un recordatorio, supuse. Puede que parezca tu casa, pero no intentes salir por la puerta principal.
¿Qué había de la trasera?
Fui al comedor y miré por la ventana. Vi un gran patio con tantos árboles como en la fachada. Había un cobertizo, tumbonas y jardines. El balón de fútbol colocado sobre una silla y la canasta de baloncesto dispuesta sobre un campo de cemento indicaban que se nos permitía salir… Probablemente para esos «treinta minutos de ejercicio físico». ¿Sería ejercicio dirigido? No pude ver ninguna cámara, pero el ventanal era suficiente para que las enfermeras vigilasen a cualquiera que estuviese en el patio. Y la valla de dos metros de altura era bastante disuasoria.
—¿Buscando una salida?
Giré sobre mis talones y vi a la señorita Van Dop. Sus ojos destellaron con lo que parecía alegría, pero su rostro era solemne.
—N-no, sólo estaba mi-mirando los alrededores. Ah, al vestirme me di cuenta de que no tenía mi collar. Creo que pude haberlo olvidado en el hospital, y quisiera asegurarme de recuperarlo. Para mí es algo especial.
—Se lo haré saber a tu padre, pero tendrá que guardarlo él mientras estés aquí. No nos gusta que nuestras chicas lleven joyas. Eso sí, en cuanto a contemplar los alrededores…
En otras palabras, un bonito intento de distracción, pero no funcionó. Tiró de una silla del comedor e indicó con un gesto que me sentase. Lo hice.
—Estoy segura de que has visto el sistema de seguridad en la puerta principal —dijo.
—Y-yo no estaba…
—Intentando escapar, lo sé —una sonrisa asomó a sus labios—. La mayoría de nuestros residentes no son adolescentes de esos que se van de casa, a menos que sea para llamar la atención. Son lo bastante inteligentes para saber que cualquier cosa de ahí fuera es mucho peor que las de aquí dentro. Y las de aquí no son tan malas. No es que sea Disneylandia, pero tampoco es una prisión. Los únicos intentos de fuga que hemos tenido los perpetraron chicos intentando escabullirse para ver a sus amigos. Apenas nada serio, pero los padres esperan que proporcionemos la mejor seguridad y, al mismo tiempo, nosotros estamos orgullosos de disfrutar de un ambiente hogareño. Creo que es importante marcar los límites cuanto antes.
Esperó como si aguardase una respuesta. Asentí.
—Las ventanas están provistas de sirenas, igual que las puertas exteriores. Sólo se te permite salir a la parte de atrás, y allí no hay puerta. Por culpa de la alarma, deberás avisarnos antes de salir para que podamos desconectarla. Y, sí, se te vigila. Si tienes alguna pregunta acerca de qué puedes hacer y qué no, ven a mí. No te doraré la píldora, Chloe. Creo que la honestidad es el primer paso en el establecimiento de la confianza, y la confianza es primordial en un lugar como éste.
De nuevo atravesó mis ojos con su mirada, probando, asegurándose de que había comprendido la otra parte de la declaración… Esa honestidad era por ambas partes y se esperaba que yo me ocupase de la mía.
Asentí.