La alarma del reloj de Rae estaba programada para las tres de la madrugada. Según Derek, ése era el momento más tranquilo de la noche, cuando existían menos posibilidades de ser pillados. A las tres menos cuarto ya la habíamos apagado nosotras, y a menos diez estábamos fuera de la habitación con las mochilas en la mano.
Al cerrar con suavidad la puerta, el vestíbulo pareció oscurecerse como boca de lobo. El tictac del reloj con carillón nos guió hasta las escaleras.
Juro que esa vez cada uno de los pasos levantó un crujido, pero, por mucho que me esforzase por escuchar algún ruido hecho por Tori o la señora Talbot al levantarse, sólo oía el carillón.
Al llegar a los pies de la escalera, la luz de la luna se colaba alrededor de las cortinas corridas, iluminando la oscuridad lo suficiente para que pudiese ver sillas y mesas antes de chocar con ellas. Me estaba volviendo hacia el vestíbulo cuando una forma oscura salió de entre las sombras. Me tragué un chillido y fruncí el ceño dispuesta a machacar a Derek. Pero era Simon, y un vistazo a su rostro ahogó las palabras en mi boca.
—¿Qué te…? —comencé a preguntar.
—¿Derek está contigo?
—No, ¿qué…?
—Se ha marchado —levantó algo que brillaba, y me llevó un momento identificar el reloj de Derek—. Tenía la alarma puesta a las tres menos cuarto. Me desperté al apagarse y lo encontré sobre mi almohada. Su cama estaba vacía.
Rae cerró los dedos alrededor de mi brazo.
—Pero Derek no viene, ¿verdad? Entonces, vámonos.
—¿Te dijo algo anoche? —susurré.
Simon negó con la cabeza.
—Estaba dormido. No lo desperté.
—Quizás esté en el baño —susurró Rae—. Vamos, chicos, tenemos que…
—Revisé los cuartos de baño. Y la habitación de invitados. También en la cocina. Algo va mal. Le ha pasado algo.
—En tal caso, ¿te habría dejado su reloj? Quizá…
Me esforcé por encontrar una explicación razonable, luchando por acallar la voz de pánico al decirme que no había ninguna.
—Quizá temiese que intentásemos llevarlo con nosotros en el último momento y despertásemos a alguien.
—Hablando de lo cual… —dijo Rae, mirando mordaz hacia el techo.
Simon y yo intercambiamos una mirada, y supe que por muy lógica que fuese mi explicación, Derek sabía que Simon no iba a marcharse hasta estar seguro de que se encontraba bien.
—Muchachos… —insistió Rae.
—Id vosotras —propuso Simon—. Encontraré…
—No —repliqué—. Lo haré yo.
—Pero…
Alcé una mano para hacerlo callar.
—¿Qué arreglará si nos vamos nosotras y tú no? Es tu padre. Sabes cómo encontrarlo.
Simon desvió su mirada a un lado.
—¿Qué? —preguntó Rae dirigiéndose a mí—. Chloe, olvídate de Derek. Él no viene, ¿recuerdas? Estará bien. Tenemos que marcharnos.
—Lo encontraré e iré por vosotros —dije—. Nos reuniremos en la fábrica, ¿de acuerdo?
Simon negó con la cabeza.
—Es mi responsabilidad…
—Ahora mismo, tu responsabilidad es tu padre. No podrás ayudar a Derek, ni a mí, si no puedes encontrarlo.
Silencio.
—¿Vale?
Sus cejas se fruncieron, y podría asegurar que, para él, no valía, que odiaba echar a correr.
—Tienes que irte —le dije.
—Lo haré. Lo encontraré y después te encontraré a ti.
—Estaré esperando.
* * *
Simon cogió mi mochila. Sería delatora si me pillaban llevándola. Y si la escondía en alguna parte, podía no tener oportunidad de recuperarla.
Conocíamos el código de seguridad… Nos lo había escrito Derek, junto con las instrucciones y unos mapas hechos a mano. Podía haberlo tomado como prueba de que no había planeado estar allí cuando nos fuésemos, pero sólo era Derek siendo Derek, sin dejar nada al azar.
Entonces, ¿por qué arriesgarse a que Simon no se fuese? Mi último recuerdo de Derek destelló desde el pasado, en pie a la puerta de su dormitorio, bañado en sudor y apenas capaz de enfocar, y supe lo que había pasado.
Si Simon lo había visto con ese aspecto, sabría lo enfermo que estaba Derek. Si lo sabía, se quedaría. Sin duda. Entonces Derek hizo lo único que podía hacer… Esconderse en algún lugar sin alarmar a nadie, y rezar para que Simon se marchara. Una nimia posibilidad frente a ninguna.
Entonces, ¿dónde estaba? Primero me dirigí al sótano. La puerta estaba cerrada y la luz apagada, pero él no dejaría ninguna señal antes de esconderse. La sala de lavandería estaba vacía. La puerta del armario cerrada con llave.
Anoche, cuando fuimos a dar nuestro paseo había respirado aire frío. Al regresar, su fiebre parecía haber desaparecido y yo lo achaqué al efecto del paracetamol, pero quizás el aire frío hubiese sido suficiente. Si estaba desesperado por conseguir un alivio rápido, saldría fuera con la esperanza de refrescarse lo suficiente para despedirse de Simon.
Salí al porche trasero. La luna, en cuarto, se había deslizado tras las nubes y estaba tan oscuro como el vestíbulo de arriba. Podía distinguir el brillo de luces en casa de los vecinos, pero los altos árboles la bloqueaban hasta hacer de ella apenas un débil resplandor.
Mi vista barrió el oscuro patio, viendo sólo un pálido cubo que yo sabía que era el cobertizo. Hacía más frío que la noche anterior, y mi aliento producía vapor en el aire. El único ruido era el de los susurros de las ramas, tan constantes y monótonos como el tictac del carillón.
Di tres pasos vacilantes en dirección a la terraza. Para cuando bajé los escalones y llegué al suelo de hormigón, pude adivinar más formas pálidas en el patio…, el banco, una silla de jardín, un ángel de jardín y una mancha del tamaño de un balón de fútbol cerca del cobertizo.
En ese momento aceleró un motor, y yo me quedé helada, pero sólo era un coche pasando por allí. Otros dos pasos lentos. Miré por encima del hombro y pensé en salir disparada en busca de una linterna, pero Simon había cogido la única de la casa de la que yo tuviese conocimiento.
Miré a mi alrededor. Abrí los labios para susurrar el nombre de Derek, pero los cerré. ¿Contestaría? ¿O se ocultaría?
Al acercarme a la supuesta pelota, vi que era una zapatilla de deporte blanca y grande. De Derek. Entonces la levanté y miré a mi alrededor como loca.
Me golpeó una ráfaga de aire tan frío que me llenó los ojos de lágrimas. Me froté la helada punta de mi nariz mientras el viento gemía entre los árboles. Entonces el vendaval cesó… Y el gemido siguió con un sonido largo y grave que me erizó los pelos de la nuca.
Me volví despacio. El ruido cesó. Después oí una tos sofocada y giré hacia ella. Vi un calcetín blanco asomándose por detrás del cobertizo.
Me acerqué corriendo. Allí estaba Derek, oculto entre las sombras, a cuatro patas, apenas visible su cabeza y torso. De él se desprendía un fuerte hedor a sudor, y la brisa arrastró hacia mí un olor crudo y amargo que hizo que el fondo de mi garganta se bloquease por reflejo.
Su cuerpo se tensó al sufrir una arcada seca.
—¿Derek? —susurré—. Soy Chloe.
Se puso rígido.
—Vete.
Sus palabras eran como un gruñido gutural, apenas inteligible.
Me acerqué algo más y bajé la voz otro punto de volumen.
—Simon se ha ido. Lo convencí para que fuese por delante mientras yo te encontraba.
Su espalda se arqueó, se estiraron sus brazos y unos dedos pálidos se hundieron en el terreno. Un gemido grave, cortado por un gruñido.
—Me has encontrado. Ahora vete.
—¿De verdad crees que voy a dejarte así? —avancé otro paso más. El hedor del vómito hizo que me cubriese la nariz con la mano. Me concentré en respirar por la boca—. Si estás vomitando, entonces es algo más que un poco de fiebre. Necesitas…
—¡Vete! —la voz sonó como un gruñido, y retrocedí tambaleándome.
Bajó la cabeza. Hubo otro gemido, éste terminado con un ruido agudo, como un quejido. Vestía una camiseta, los músculos al descubierto se apretaron al volver a aferrarse al terreno. Sus brazos se oscurecieron como si los hubiese cruzado una sombra, y después aparecieron, pálidos en contraste con la oscuridad a su alrededor.
—Derek, yo…
Su espalda se arqueó, estirándose tan arriba que pude ver la rígida línea de su columna vertebral. La camiseta se ajustó, llena de músculos tensos y contorsionados. Después flaqueó. Su respiración jadeante sonaba tan irregular como el susurro de las hojas.
—Por favor. Vete —las palabras sonaron con un tono profundo, emitido entre dientes, como si no abriese la boca al hablar.
—Necesitas ayuda…
—¡No!
—Entonces acudiré a Simon. Iré a buscar a Simon, sí. Volveré en…
—¡No!
Se retorció y alcancé a vislumbrar su rostro, contraído, deformado… Otro. Apartó la cabeza con un movimiento rápido, antes de que pudiese procesar lo que había visto.
Sufrió una arcada, un ruido espantoso y crudo como si estuviese vomitando las entrañas. Su espalda volvió a levantarse, sus extremidades se estiraron al máximo y crujieron las articulaciones. Sus brazos se oscurecieron, después se iluminaron con sus músculos y tendones retorciéndose. La luna escogió ese momento para salir de la nube y, cuando sus brazos se oscurecieron, pude ver que su vello crecía lo suficiente para romper la superficie, y después volvía a deslizarse bajo la piel. Y sus manos… Sus dedos eran largos y retorcidos, como garras, escarbando en la tierra mientras la espalda se combaba.
En mi mente oí a Simon diciéndome: «Los chicos como Derek tienen…, tú lo llamarías mejoras físicas. Más que fuertes, como viste. También tienen sus sentidos más desarrollados. Esa clase de cosas».
Esa clase de cosas.
Después, a mi propia voz, preguntando a la ligera: «No voy a mezclarme con licántropos ni vampiros, ¿verdad?».
Y luego la respuesta de Simon, acompañada por una carcajada: «Eso molaría».
No era ninguna clase de respuesta. Evitaba una réplica que no podía dar.
Derek sufrió una convulsión, su cabeza se alzó hacia atrás, con la mandíbula apretada. Un horrible gemido, como un aullido siseante, a través de sus dientes. Después, su cabeza se hundió y vomitó. Le caían chorros de saliva.
—¿Derek?
Hizo una arcada, todo su cuerpo se sacudía con las náuseas. Me acerqué un milímetro en cuanto remitieron. Derek apartó la cabeza a un lado.
—¿Hay algo que pueda hacer?
Una voz en mi cabeza dijo: «Pues claro, corre para salvar la vida». Pero era una advertencia menor, ni siquiera seria de verdad, porque aquello no era cuestión de correr. No era un monstruo de peli matinal. Incluso entonces, con el vello brotando en sus brazos, sus dedos retorcidos como garras, al apartar la mirada y gruñirme que me marchara, supe que seguía siendo Derek, fuera lo que fuese aquello que le pasaba.
—¿Hay algo que pueda hacer?
Una pregunta ridícula. Podía imaginar la respuesta que me hubiese dado en otra circunstancia, el fruncimiento de sus labios y sus ojos poniéndose en blanco.
Pero después de un «lárgate» no muy convencido, se quedó allí acurrucado, vuelta la cabeza y el cuerpo trémulo. Cada respiración terminaba con un sonido áspero y tembloroso.
—No te… —sus dedos escarbaron en el suelo, sus brazos se tensaron y volvieron a relajarse—… vayas.
—No puedo dejarte aquí. Si hubiese algo que pudiera hacer…
—Nada —tomó una brusca respiración y después expelió las palabras—: No te vayas.
La cabeza se alzó hacia mí, lo suficiente para que yo pudiese ver un ojo verde, desorbitado de pavor.
Sus piernas y brazos se pusieron rígidos y levantó la espalda con las arcadas. El vómito se desparramaba sobre la hierba, y una nueva oleada acompañaba a cada espasmo. Su mareante olor llenó el aire.
Allí me quedé, sentada y sin hacer nada porque no había nada que pudiese hacer. Mi mente corría enumerando ideas, descartándolas una a una casi tan rápido como se presentaban. Me acerqué un poco más y posé una mano sobre su brazo, sintiendo el tosco vello abriéndose paso a través de una piel ardiendo de fiebre que se retorcía, latiendo. Eso era todo lo que podía hacer… Quedarme y decirle que estaba allí.
Al final, con una última arcada y una postrera rociada de vómito que moteó la valla situada a un metro de distancia, la cosa terminó. Sólo acabó.
Los músculos bajo mi mano se quedaron quietos, su vello perdió algo de rigidez. Y se relajó poco a poco, su espalda bajó, las manos relajaron el agarre en el suelo y se acurrucó allí donde estaba, entre jadeos y con el pelo colgando sobre su rostro.
Después cayó de lado, tapándose el rostro con las manos. Sus dedos aún eran largos y retorcidos, con uñas gruesas como garras. Se arrebujó de costado, con las rodillas recogidas hacia el pecho, gimiendo.
—¿Debería…? Simon, ¿debería traer a Simon? ¿Sabrá qué…?
—No —la palabra sonó áspera, gutural, casi como si sus cuerdas vocales no fuesen humanas.
—Se acabó —dijo un minuto después—. Creo. Estoy casi seguro —se frotó la cara, aún protegida con las manos—. No debería haber pasado. Todavía no. No hasta dentro de unos años.
En otras palabras, sabía perfectamente bien qué era, sólo que no había esperado una, digamos, transformación hasta tener algo más de edad. Sentí un chispazo de ira por haberme engañado y hacer que Simon me mintiese, pero no pude soportarla, no después de lo que había visto, de estar allí sentada, observándolo, con la camisa empapada de sudor mientras él luchaba por respirar y su cuerpo se estremecía de agotamiento y dolor.
—Vete —susurró—. Ahora estaré bien.
—Yo no voy…
—Chloe —espetó. El viejo Derek volvía a dominar su voz—. Vete. Ayuda a Simon. Dile que estoy bien.
—No.
—Chloe… —pronunció mi nombre con un gruñido grave.
—Cinco minutos. Quiero asegurarme de que estás bien.
Bramó, pero se quedó en silencio, relajándose sobre la hierba.
—Mira, pues sí que has dejado tu ropa hecha un harapo —dije, intentando mantener mi tono despreocupado—. Espero que no te gustase esa camisa, porque está reventada.
Era un chiste malo, pero respondió.
—Al menos no me he vuelto de color verde.
—No, sólo… —iba a decir «peludo», pero no pude articular la palabra, no podía hacer que mi mente desdeñara lo que había visto.
La puerta trasera se cerró con un golpe. Derek se incorporó y sus manos cayeron de su rostro. Su nariz parecía machacada, ancha y chata, con los pómulos salidos hacia fuera como levantados para encontrarse con ella y unas cejas espesas y pesadas. No era monstruoso, más bien parecía la reconstrucción artística de un hombre de Neanderthal.
Aparté mi vista y repté hasta la esquina del cobertizo. Me sujetó por la pierna.
—Tendré cuidado —susurré—. Sólo voy a echar un vistazo.
Me tumbé boca abajo, deslizándome hasta la esquina y miré al otro lado. La luz de una linterna barría el patio.
—Una mujer —susurré tan bajo como pude—. Creo que es Rae… No, demasiado flaca. ¿Podría ser la señorita Abdo?
Tiró de mi tobillo. Se me habían levantado los vaqueros y su mano me sujetaba la piel desnuda por encima de los calcetines. Podía sentir su palma, áspera como las almohadillas en la pata de un perro.
—Vete —susurró—. Te lanzaré por encima de la valla. Supera la siguiente y…
El haz de la linterna se abría paso hacia el fondo del patio.
—¿Quién está ahí fuera? —la voz era aguda, cortante y con un leve acento.
—Es la doctora Gill —le susurré a Derek—. ¿Qué estás…?
—No importa. ¡Vete!
—Sé que hay alguien aquí fuera —dijo—, estoy oyéndote.
Eché un vistazo hacia Derek. Aún tenía el rostro deformado. La doctora Gill no podía encontrarlo así.
Cogí el calzado suyo que había dejado caer y me quité una de mis zapatillas de una patada. Eso lo confundió lo suficiente para zafarme de su agarre y salir disparada hacia la valla lateral, escabulléndome entre ésta y el cobertizo. En el último segundo, se levantó como pudo y dio una zancada hacia mí, pero ya había llegado demasiado lejos para alcanzarme, y no podía seguirme.
—¡Chloe! ¡Vuelve aquí! ¡No te atrevas a…!
Seguí caminando.