Capítulo 4

Estaba sentada al borde de mi cama de hospital e intentaba convencerme de que aún estaba durmiendo. Aquella era la mejor explicación para lo que estaba oyendo. También podía anotarlo como un delirio, pero prefería apuntarlo como un sueño.

La tía Lauren estaba sentada junto a mí, con mi mano entre las suyas. Mis ojos se dirigieron hacia las enfermeras que pasaban raudas por el pasillo. Ella siguió mi mirada, se levantó y cerró la puerta. La veía a ella y, a través de un velo de lágrimas, me imaginaba a mi madre en su lugar. Algo dentro de mí se desmoronó y entonces volví a tener seis años y lloraba por mi madre hecha un ovillo sobre la cama.

Froté la ropa de cama con mis manos. Era rígida, rasposa, y se adhería a mi reseca piel. Hacía tanto calor en la sala que mi agostada garganta se tensaba más con cada respiración. Tía Lauren me ofreció agua y yo envolví el vaso fresco con mis manos. El agua tenía un sabor metálico, pero la engullí de un trago.

—Un sanatorio —dije.

Las paredes parecieron tragar las palabras de mi boca, como en un estudio de cine, absorbiéndolas y dejando sólo aire inerte.

—Por Dios, Chloe —sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la nariz—. ¿Sabes cuántas veces le he tenido que decir a un paciente que se está muriendo? Pues, de alguna manera, esto es más difícil.

Se movió para mirarme de frente.

—Sé lo mucho que deseabas ir a estudiar a la UCLA; éste es el único modo de que consigamos que vayas, cari.

—¿Fue papá?

Hizo una pausa y supe que le gustaría culparlo. Desearía haberme criado ella cuando mi madre murió, evitándome una vida llena de amas de llaves y apartamentos vacíos. Nunca perdonó a mi padre por negarse. Del mismo modo que nunca lo había perdonado por la noche en que murió mi madre. No importaba que alguien los hubiese sacado de la carretera y se diese a la fuga… Él conducía y, por tanto, ella lo hacía responsable.

—No —dijo al fin—. Fue la escuela. A menos que pases dos semanas bajo observación en un grupo de terapia, esto figurará para siempre en tu expediente.

—¿Qué es lo que figurará en mi expediente?

Cerró un puño alrededor del pañuelo.

—Ésa es mi… —se refrenó—. Se trata de la política de tolerancia cero —escupió las palabras con más veneno que una maldición.

—¿Tolerancia cero? ¿Quieres decir violencia? P-pe-pero yo no…

—Sé que no hiciste nada de eso. Sin embargo, para ellos es simple. Peleaste con un profesor. Necesitas ayuda.

En una residencia. Para chavales majaretas.

* * *

Aquella noche me desperté en varias ocasiones. En la segunda mi padre estaba junto al marco de la puerta, observándome. En la tercera se encontraba sentado junto a mi cama. Al ver mis ojos abiertos, se estiró y me acarició la mano con un movimiento torpe.

—Todo va a ir bien —murmuró—. Todo va a ir bien.

Volví a dormirme.

* * *

Mi padre aún estaba allí a la mañana siguiente. Tenía los ojos soñolientos y las arrugas alrededor de su boca eran más profundas de lo que las recordaba. Había pasado la noche en vela después de su vuelo de regreso desde Berlín.

No creo que mi padre hubiese llegado a querer hijos. Pero jamás me lo dijo, ni siquiera en un arrebato de ira. Él lo hacía lo mejor que podía, a pesar de lo que creyese la tía Lauren. Sencillamente, no parecía saber qué hacer conmigo. Yo era como una cachorrita cedida a él por alguien a quien amaba mucho, y se esforzaba por hacerlo bien a pesar de no ser una persona aficionada a los perros.

—Te has cambiado el pelo —dijo mientras yo me incorporaba en la cama.

Me preparé. Cuando una corre chillando a través de los vestíbulos de la escuela después de teñirse el pelo en los servicios, lo primero que dice la gente, bueno, después de que hayan comentado la parte de correr chillando por las salas, es un «¿que estabas haciendo qué?», porque no es normal que una se tiña el pelo en los servicios de la escuela. No en chicas como yo. ¿Y encima mechas rojas y brillantes? ¿Saltándote la clase? Aquello denunciaba a voces una crisis mental.

—¿Te gusta? —preguntó mi padre un rato después.

Asentí.

Hizo una pausa y después emitió una risita forzada.

—Bueno, no es exactamente lo que yo hubiese escogido, pero te queda bien. Si te gusta a ti, eso es lo que importa —se rascó la garganta, oscurecida por la sombra de su barba sin afeitar—. Supongo que tu tía Lauren te ha hablado ya del asunto este del grupo de terapia. Ha encontrado un sitio que le parece perfecto. Pequeño. Privado. No puedo decir que esté entusiasmado con la idea, pero sólo durará un par de semanas…

* * *

Nadie parecía capaz de concretar cuál era mi dolencia. Hicieron que hablase con un montón de médicos, realizaron unas cuantas pruebas y estuve segura de que tenían una idea aproximada de cuál era mi dolencia, pero no lo decían. Eso significaba algo grave.

No era la primera vez que yo veía a gente que en realidad no estaba allí. De eso quería hablarme tía Lauren después de la escuela. Cuando le hablé del sueño, ella había recordado cómo yo solía hablar acerca de gente que había en nuestro sótano. Mis padres se figuraban que ésa era mi propia y creativa versión de los amigos imaginarios. Después esos amigos comenzaron a asustarme; tanto que nos mudamos.

Como, incluso después de todo eso, de vez en cuando continuaba viendo gente, mi madre me compró el colgante de rubí y me dijo que eso me protegería. Mi padre decía que todo era un asunto psicológico. Yo creí que el amuleto funcionaba, y así fue. Pero entonces volvía a suceder. Y en esta ocasión nadie lo atribuía a un delirio febril.

Iban a enviarme a una residencia para chavales majaras. Creían que estaba loca. No lo estaba. Ya había cumplido quince años y tuve mi primera menstruación; eso tenía que contar para algo. No podía ser casual que ese mismo día comenzase a ver cosas. Todas esas hormonas acumuladas habían estallado y mi cerebro quebró, arrancando imágenes de películas olvidadas, engañándome y haciéndome creer que eran reales.

Si estuviese loca haría algo más aparte de ver y oír a gente que en realidad no se encontraba allí. Actuaría como una chiflada, y no lo hacía.

¿Lo hacía?

Cuanto más pensaba en ello, menos segura estaba. Me sentía normal y no era capaz de recordar que hiciese nada raro. A excepción de teñirme el pelo en los servicios. Y saltarme la clase. Y forzar el dispensador de compresas. Y pelear con un profesor.

Eso último no contaba. Estaba muerta de miedo por haber visto a ese tipo achicharrado y había luchado por alejarme de él tratando de no herir a nadie. Antes de eso yo estaba bien. Mis amigos pensaban que estaba bien. El señor Petrie pensaba que yo estaba bien cuando me incluyó en la lista final de candidatos a director. Nate Bozian, evidentemente, pensaba que yo estaba bien. Uno no se alegraría porque una chiflada pensase ir al baile.

Porque se había alegrado, ¿verdad?

Al volver a pensarlo se me antojaba todo confuso, como un recuerdo tan lejano que tal vez sólo fuese un sueño.

¿Y si no hubiese sucedido nada de todo eso? Yo había querido el puesto de director. Yo había querido que Nate se interesase por mí. Quizá lo hubiese imaginado todo. Una alucinación como la de aquel chico en la calle, la niña llorando y el guardián abrasado.

Si estuviese loca, ¿lo sabría? Eso era lo que significaba estar loca, ¿no? Una piensa que está bien. Todos los demás saben otra cosa.

Quizás estuviese majareta.

* * *

Un domingo por la tarde mi padre y tía Lauren me llevaron en coche hasta la Residencia Lyle. Antes de abandonar el hospital me dieron algún medicamento que me hizo dormir. Nuestra llegada fue un montaje de fotos fijas y tomas cortas.

Una enorme casa blanca de estilo victoriano colgada sobre una finca descomunal. Molduras amarillas. Un balancín en la galería perimetral.

Y dos mujeres. La primera, una señora de cabello gris y caderas anchas, se adelantó para saludarme. Los adustos ojos de la más joven me siguieron; ésta tenía los brazos cruzados, preparados para afrontar problemas.

Subimos por un largo y estrecho vuelo de escaleras. La mujer mayor, una enfermera que se presentó como la señora Talbot, habló muy animada acerca de cosas que mi confuso cerebro no fue capaz de procesar durante una visita guiada a la institución.

Un dormitorio amarillo y blanco, decorado con margaritas y aroma a gel capilar.

Al otro lado de la habitación, una de las camas gemelas tenía un edredón apartado sobre sábanas arrebujadas. Las paredes correspondientes estaban decoradas con páginas arrancadas de revistas para adolescentes. El tocador cubierto con botes de maquillaje y frascos. Sólo el pequeño escritorio estaba vacío.

Mi lado de la habitación era una estéril imagen simétrica… La misma cama, el mismo tocador y el mismo escritorio pequeño, pero limpio de cualquier seña de identidad.

Era hora de que mi padre y tía Lauren se marchasen. La señora Talbot explicó que no iba a verlos durante un par de días porque yo necesitaría tiempo para «aclimatarme» a mi nuevo «entorno». Como una mascota en su nuevo hogar.

Abracé a tía Lauren. Y simulé no haber visto las lágrimas en sus ojos.

Un torpe abrazo por parte de mi padre. Farfulló que estaría en la ciudad, y que vendría a visitarme en cuanto se lo permitiesen. Después me colocó en la mano un fajo de billetes de veinte dólares y me besó en la cabeza.

La señora Talbot me dijo que ellas sacarían mis cosas, porque probablemente yo estuviese agotada. Me limité a arrastrarme dentro de la cama y se cernió la negrura. Se oscureció la habitación, fuera todo era negro. Noche.

La silueta de mi padre se recortó bajo el marco de la puerta. La enfermera más joven, la señorita Van Dop, se encontraba tras él con su rostro crispado por la desaprobación. Mi padre fue junto a mi cama y colocó algo suave entre mis brazos.

—Olvidamos a Ozzie. No estaba seguro de que durmieses sin él.

El koala había pasado dos años en la estantería de mi cuarto, pues había desaparecido de mi cama en cuanto superé esa etapa; lo cogí y enterré mi nariz en su raída piel sintética, que olía a mi hogar.

Percibí la jadeante respiración de la chica acostada en la cama de al lado. Miré hacia ella, pero sólo vi un bulto bajo el edredón.

Unas cálidas lágrimas resbalaron sobre mis mejillas al volverme boca arriba. No era añoranza del hogar. Era vergüenza. Bochorno. Humillación.

Había asustado a tía Lauren y a mi padre. Tuvieron que pasar dificultades para averiguar qué hacer conmigo. Cuál era mi dolencia. Cómo curarla.

Y la escuela…

Mis mejillas ardían con más fuerza que mis lágrimas. ¿Cuántos chavales me oirían chillar? Habrían mirado a hurtadillas en aquella aula mientras peleaba con los profesores y desvariaba acerca de cómo me perseguían guardianes con la carne fundida por las llamas. Me habrían visto cuando me sacaban de allí atada a una camilla.

Cualquiera que no hubiese asistido al drama oiría hablar de él. Todos sabrían que Chloe Sanders estaba perdida. Que estaba chiflada, majareta, encerrada con el resto de lunáticos.

No creía que tuviese agallas para regresar a la escuela aunque se diese el caso de que me permitiesen volver.