Capítulo 33

Me preguntaba si después de nuestra huida tendría tiempo para dormir, porque, desde luego, no había disfrutado de mucho sueño en la Residencia Lyle.

Aquella noche estaba tan agotada que ni siquiera pude quedarme allí tumbada, bramando contra Derek o preocupándome por el paso que iba a dar. Me derrumbé en la cama y de inmediato estuve hundida en sueños de aullantes sirenas policiales y gañidos de perros rastreadores. De un chico atrapado en la cama de un hospital y de otro atrapado en una casa para terapia con grupos reducidos, de fantasmas apresados en cuerpos putrefactos. De zombis pidiendo a gritos compasión y una chica chillando «pero yo no quería», y otro chico diciendo «yo tampoco quería. No importa».

Los sueños brotaban mezclándose unos con otros hasta que el más débil se difuminaba. Una imagen quedaba enterrada por otras más poderosas, más ruidosas y singularizadas que decían «¿qué me pasa?».

Me desperté con un sobresalto y quedé incorporada sobre la cama, suspendida en la oscuridad, tambaleándome entre aquel recuerdo confuso, con las preguntas que planteaba y las respuestas que prometía.

Después salté de la cama.

* * *

Llamé a la puerta del dormitorio.

—¿Derek?

Me respondieron unos broncos ronquidos.

Volví a golpear la puerta, levantando entonces la voz todo lo que me atreví.

—¿Derek?

Mis dedos se encogieron sobre la madera noble y froté la carne de gallina que cubría mis brazos. Debería haber cogido una sudadera. Y calcetines.

Ni siquiera debería estar allí. Le echaba la bronca al muchacho y hacía un mutis perfecto… Y entonces regresaba a escondidas, implorándole que me hablase.

Sí, hablando de cómo arruinar una escena.

Al levantar la mano para llamar, hubo un chasquido en el picaporte de la puerta. En cuanto se abrió una rendija, levanté la mirada a la altura de los ojos, con una disculpa en los labios, y me encontré mirando un torso, un torso desnudo… Y no era el correspondiente a un chico. Era ancho y musculoso, y sólo la dispersión de unas cuantas marcas de rabioso acné indicaba que no pertenecía a un hombre adulto.

Mientras andaba por la casa, Derek siempre empleaba sudaderas de tallas grandes y pantalones anchos. Si me hubiese imaginado el aspecto que mostraría bajo esa ropa, cosa que no hice, me habría figurado un cuerpo rechoncho, bordeando el sobrepeso. Toda la comida que zampaba tenía que almacenarse en alguna parte aunque, al parecer, no en grasa.

Sentí el rubor de mis mejillas y mi mirada bajó por el torso de Derek… para ver que no llevaba nada más que unos calzoncillos tipo bóxer.

—¿Chloe?

Mi mirada se disparó, gracias a Dios, a su rostro.

Me observaba con atención.

—¿Chloe? ¿Qué…?

—Me lo debes.

—¿Que qué? —se frotó los ojos con el índice y el pulgar, gruñó un bostezo y giró sus hombros—. ¿Qué hora es?

—Tarde. O temprano. No importa. Necesito tu ayuda y me la debes. Vístete y baja dentro de cinco minutos.

Giré sobre mis talones y me dirigí a las escaleras.

* * *

¿Me seguiría Derek? Probablemente no, considerando que yo no había hecho caso de su orden de «reúnete conmigo dentro de cinco minutos» aquella tarde.

Tenía planeado no abandonar su puerta hasta que hubiese aceptado ayudarme. Pero no esperaba que estuviese medio desnudo durante la conversación. Eso también me recordó que yo sólo llevaba puesto el pantalón del pijama y una camiseta corta. Cuando bajé al piso inferior encontré la sudadera que antes Rae había dejado en la sala de medios audiovisuales. Me la estaba poniendo mientras entraba en el vestíbulo, y casi choco con Derek.

Llevaba un pantalón de chándal y una camiseta, y se había parado en medio del vestíbulo, rascando furioso uno de sus antebrazos desnudos.

—¿Pulgas? —pregunté.

Debo reconocer que el chiste sólo fue un pobre intento de quitarle hierro a lo de antes, pero no creí que mereciese la mirada que me lanzó.

—Vamos a acabar con esto —dijo—. No estoy de buen humor.

Podría haberle preguntado en qué se diferenciaba de su talante habitual, pero me mordí la lengua, lo llevé hasta la sala de medios audiovisuales y cerré la puerta. Una vez allí, bajé la cabeza, escuchando.

—Estamos bien aquí —señaló—. Sólo mantén la voz baja y, si viene alguien, lo oiré.

Me desplacé hasta el otro lado de la habitación para detenerme en un claro de luz de luna. Me siguió y pude verlo bien por primera vez, a la luz. Tenía el rostro pálido y las mejillas rojas como el fuego, pero no por el acné. El sudor le pegaba el cabello alrededor de la cara y sus ojos enrojecidos brillaban, esforzándose por enfocar.

—Tienes fiebre —le dije.

—Puede ser —se echó el pelo hacia atrás con los dedos—. Algo que comí, supongo.

—O algún bicho que te picó.

Negó con la cabeza.

—Yo no… —dudó, y después prosiguió—: Yo no me pongo enfermo. O, al menos, no muy a menudo. Es parte de mi, digamos, condición. Esto parece ser una reacción a algo —volvió a rascarse los brazos—. No es gran cosa, sólo estoy un poco mal. Algo más enrabietado de lo habitual, como diría Simon.

—Deberías volver a la cama. Olvida este…

—No, tienes razón, te lo debo. ¿Qué necesitas?

Quería alegar algo, pero no podía decirle que había cambiado de idea.

—Un momento —le dije, y corrí al vestíbulo.

—¡Chloe! —susurró exasperado a mi espalda, seguido después por una blasfemia pronunciada sin mucho convencimiento, como si no pudiese sacar energía ni para renegar como es debido.

* * *

Regresé con un vaso de agua fría y se lo ofrecí, junto a cuatro tabletas de paracetamol.

—Dos ahora, y otras dos después, en caso de que tú…

Se metió las cuatro en la boca y tragó la mitad del agua.

—O puedes tomarlas todas ahora.

—Tengo un metabolismo muy rápido —dijo—. Es otro aspecto de mi condición.

—Conozco a un montón de chicas que no les importaría tenerlo.

Gruñó algo ininteligible y se bebió el agua de un solo trago.

—Gracias, pero… —me miró a los ojos—. No tienes que ser amable conmigo sólo porque no me sienta muy bien. Estás cabreada. Y tienes una buena razón para estarlo. Te utilicé y empeoré la situación al simular que no había sido así. En tu lugar, yo no te habría traído agua, a no ser para derramártela por la cabeza.

Se volvió, alejándose para posar el vaso sobre la mesa, cosa que agradecí, pues estaba segura de que me había quedado con la boca abierta. O bien la fiebre le había afectado directamente al cerebro o aún estaba dormido, porque aquello había sonado sospechosamente a la admisión de una culpa. Quizás incluso a una disculpa indirecta.

Volvió.

—Está bien, entonces, necesitas…

Le indiqué el confidente con un gesto. Una expresión de fastidio cruzó su rostro, pues ponerse cómodo no era una distracción con la que se le pudiese molestar, pero al sentarme yo al otro lado, se dejó caer sobre el sofá. Si no podía hacer que volviese a la cama, al menos podía lograr que descansase mientras le hablaba.

—Tú sabes cosas acerca de la necromancia, ¿verdad? —comencé.

Se encogió de hombros.

—No soy un experto.

—Pero sabes más que yo, Simon o cualquier otra persona con la que pueda hablar en este momento. Entonces, ¿cómo hacen los nigromantes para establecer contacto con los muertos?

—¿Quieres decir como el tipo ése del sótano? Si está allí, deberías verlo. Después limítate a hablar, como estamos haciendo ahora.

—Me refiero a entablar contacto con un individuo concreto. ¿Puedo hacerlo? ¿O estoy limitada a los que se me crucen trastabillando por ahí?

Quedó en silencio y, al hablar, su voz sonó con una suavidad poco habitual.

—Si te refieres a tu madre, Chloe…

—¡No! —la palabra salió con más brusquedad de la que pretendía—. Ni siquiera se me había ocurrido… Bueno, sí, lo había pensado, quizás algún día y, por supuesto, me gustaría, me encantaría… —me escuché divagar y tomé una profunda respiración—. Pero esto está relacionado con nuestro problema.

—¿Te refieres a Liz?

—No, y-yo debería intentar contactar con ella, supongo. Só-sólo quiero estar segura. Pero no es eso. Olvida por qué quiero saberlo.

Se recostó sobre los cojines del sofá.

—Si supiese la razón, podría contestar las preguntas con mucha más facilidad.

Quizá, pero no pensaba decírselo hasta tener datos suficientes para confiar en mi hipótesis.

—Si yo pudiese contactar con una persona concreta, ¿cómo lo haría?

—Puedes, pero no es tan sencillo; y no es algo garantizado, a tu edad. Es como Simon y sus hechizos, estáis en el… nivel de aprendizaje.

—Donde puedo hacer cosas por accidente, como levantar a los muertos.

—Bueno, no —se rascó el brazo con aire ausente, el ruido al hacerlo llenaba el silencio—. Por lo que he oído, levantar a los muertos es la cosa más difícil de hacer, y tiene que haber un ritual complicado —negó con la cabeza y dejó de rascar—. Debo de haberlo entendido mal. Como te he dicho, no soy ningún experto.

—Entonces, volviendo al cómo, ¿cómo puedo invocar a un fantasma concreto?

Se repantigó sobre el sofá, descansando la cabeza sobre el respaldo con la vista fija en el techo antes de asentir, como para sí.

—Si mal no recuerdo, hay dos modos. Podrías emplear un objeto personal.

—Como un perro de rastreo.

Hubo un leve sonido que sonó a risa.

—Eso es, supongo que sí. O como uno de esos médiums que ves en las pelis, preguntando siempre por algo que perteneciese a la persona.

—¿Y la segunda forma? —intenté no demostrar cuánto deseaba esa respuesta, cuánto esperaba ya haberla adivinado.

—Necesitas ir a su tumba.

Mi corazón martilló con fuerza, y pasó un momento antes de poder hablar.

—En la tumba. Supongo que es el lugar donde está enterrado el cuerpo. Lo importante es el cuerpo, no el lugar de la tumba.

Desechó mi nimia puntualización con un gesto. El viejo Derek había regresado.

—Eso es, el cuerpo. El efecto personal definitivo.

—Entonces, creo saber qué deseaban los muertos del sótano.

Le expliqué cómo el fantasma me había rogado que «estableciese contacto» para «invocarlos» y «conocer su historia».

—Se refería a los cuerpos enterrados. Por eso quería que me metiese en ese pasadizo estrecho. Así podría estar lo bastante cerca de los cuerpos para contactar con sus fantasmas.

Derek irguió la espalda para rascarse entre los hombros.

—¿Por qué?

—Por lo que parecía decirme, se trata de la Residencia Lyle. De algo que me pueden contar.

—Pero esos cuerpos llevan ahí abajo desde mucho antes que la Residencia Lyle fuese una institución de terapia. Y, además, si ese fantasma sabe algo, ¿por qué no se limitó a decírtelo?

—No lo sé. Dijo… —me esforcé por recordar—. Parecía estar diciendo que él no podía contactar con ellos.

—Entonces, ¿cómo sabía que tenían que decirte algo importante?

Buenas preguntas. Por esa razón había acudido a Derek. Porque desafiaba mis conclusiones, mostraba de qué pie cojeaban y lo que tenía que saber antes de dar el salto a ninguna conclusión.

—No lo sé —dije al final—. Sea como fuere que terminaron allí, estoy bastante segura de que no murieron por causas naturales. Probablemente tengas razón, y se trate de algo desligado por completo de nosotros; quizás ese fantasma esté confuso y haya perdido el hilo temporal. O quizá quiera que resuelva sus asesinatos —me levanté—. Pero, sea lo que sea que quiera que oiga, pienso escucharlo o, al menos, intentarlo.

—Un momento.

Alzó una mano y me preparé para más argumentos. Era una pérdida de tiempo. Y también peligroso, después de que nos hubiesen pillado ahí abajo. Y, no nos olvidemos, la última vez que había intentado contactar con esos fantasmas, los había hecho regresar a sus cuerpos. De hacerlo otra vez, sería mejor no llamarlo para la tarea de volver a enterrarlos.

Se puso en pie.

—Deberíamos coger una linterna. Yo la conseguiré, tú cálzate algo.