Rae y yo no hablamos mucho a lo largo del día. No se portó mal; Rae no era así. En clase se sentó detrás de mí y me preguntó cosas, pero no hubo charla, risas ni gansadas. Aquel día fuimos compañeras de clase, no amigas.
Antes de cenar, cuando solíamos hacer los deberes o andar juntas por ahí, cogió los libros, se retiró al comedor y cerró la puerta.
Después de cenar la seguí hasta la cocina con mis platos sucios.
—Me toca hacer la colada —dije—. ¿Tendrías un minuto para enseñarme a utilizar la máquina ésa? —Después bajé la voz—. Tenemos que hablar.
—Claro —dijo, con un encogimiento de hombros.
* * *
—Siento no habértelo dicho —confesé mientras me enseñaba los botones de la lavadora—. Estoy… Estoy pasándolo muy mal con esto.
—¿Por qué? Puedes hablar con los fantasmas. ¿Eso mola?
No mola nada de nada… Es aterrador. Pero no quería parecer que estaba lloriqueando. O quizá sólo era que no quería parecer un pelele.
Hice la primera carga y eché detergente.
—¡Vale, vale! Vas a cubrir esto con una alfombra de burbujas. —Cogió el vaso del detergente y sacó algo de jabón de la lavadora—. Oye, si no puedes demostrar que ves fantasmas, ¿por qué no coges y se lo dices?
Una pregunta perfectamente lógica pero, al pensar en ella, algo muy enraizado en mis instintos gritó: «¡No lo digas! ¡Nunca lo digas!».
—No quiero decirle la verdad a nadie. Todavía no. Y no aquí.
Ella asintió con la cabeza y dejó el tambor de detergente a un lado.
—Gill es una chupatintas con la imaginación de un adoquín. Te mantendrá encerrada aquí hasta que dejes esas «tonterías de los fantasmas». Es mejor reservar las cosas tenebrosas para cuando estés fuera.
Clasificamos una cesta de colada en silencio, y después dije:
—La razón por la que te pedí hablar contigo aquí abajo es, bueno, es porque hay un fantasma.
Lanzó una lenta mirada a su alrededor, sujetando una camiseta alrededor de su mano como si fuese un boxeador vendándose para una pelea.
—Ahora mismo no. Quiero decir que aquí hubo un fantasma. El mismo que oí anoche allí arriba. —Había pasado todo el día intentando no pensar en Liz antes de que se me apareciese. Si la había visto no significaba…
¿Por qué no le pregunté a la señora Talbot cuándo podría hablar con ella? ¿Acaso temía la respuesta?
—¿Y dijo?
Me sacudí la idea de la cabeza y volví a Rae.
—¿Cómo?
—¿Qué dijo el fantasma?
—Es difícil decirlo. Se cortaba todo el rato. Creo que es por las medicinas. Pero dijo que quería que yo abriese esa puerta.
La señalé, y ella se volvió tan rápido que hizo un gesto de dolor y se frotó el cuello.
—¿Esa puerta? —sus ojos destellaron—. ¿La puerta del sótano cerrada con llave?
—Sí, muy tópico, lo sé. ¡Buuuhh! Niñita, no entres en la habitación cerrada.
Rae ya se dirigía a la puerta con paso decidido.
Le dije:
—Pensé que, quizá podríamos, ya sabes, comprobarlo. Abrirla, por ejemplo.
—Descarao, pues claro que sí. Yo lo habría hecho hace días —sacudió el picaporte—. ¿Cómo puedes soportar estar en ascuas de este modo?
—Para empezar, estoy bastante segura de que ahí dentro no hay nada.
—Entonces, ¿por qué está cerrada con llave?
—Porque es para almacenar cosas con las que no quieren que andemos. Muebles de jardín, ropa de cama para el invierno, decoraciones navideñas.
—Los cuerpos de los chicos de la Residencia Lyle que jamás regresaron a casa…
Ella mostró una amplia sonrisa, pero yo me estremecí pensando en Liz.
—¡Bah! Estoy bromeando. No seas así…
—No, es que he visto demasiadas películas.
—Eso también —retrocedió hasta las baldas de la lavandería y hurgó en una caja—. Otra cerradura cochambrosa que hasta una cría de seis años podría forzar con una tarjeta de crédito.
—No hay muchas niñas de seis años con tarjetas de crédito.
—Apuesto a que Tori sí. Para eso se hizo esta residencia —levantó una esponja, negó con la cabeza y la devolvió a la caja—. Niños ricos cuyo único uso de una tarjeta de crédito es comprarse otro par de Timberland. Ponen cerraduras baratas en las puertas porque saben que los chavales moverán el picaporte y dirán «vaya, está cerrada con llave», antes de marcharse.
—Eso es…
Me cortó con una mirada.
—¿Injusto? Pues, vaya, eso es exactamente lo que hiciste, chica —añadió, blandiendo un trozo de cartón rígido; la etiqueta arrancada de una camisa nueva.
—No es perfecta —murmuró, mientras la deslizaba entre la puerta y la jamba—. Pero va a funcionar… —sacudió la cartulina y gruñó—. O quizá… —descargó un golpe brusco hacia abajo y hubo un ruido de desgarro, como si se hubiese partido por la mitad—… no.
Más gruñidos, y entre ellos algunos bastante graciosos.
—Hay un trozo atascado… Aquí, déjame.
Sujeté el borde entre las uñas de mis dedos, cosa que hubiese sido más fácil si las tuviese largas. Al despertarme en el hospital descubrí que me las habían limado hasta el borde, como si les preocupase que me suicidara arañándome. Me las arreglé para sujetar el cartón, tiré… Y arranqué otro trozo, dejando el resto allí donde no había uñas, por largas que fuesen, que lo alcanzasen.
—¿No te da la sensación de que hay alguien que no quiere que entremos ahí? —preguntó Rae.
Intenté reír, pero desde que pronunció la palabra «cuerpos» sentía un sabor amargo en la boca.
—Vamos a necesitar la llave —sentenció finalmente, enderezándose—. Puede estar en la cocina, en la argolla donde tienen la del cobertizo.
—La traeré.
* * *
Al entrar yo en la cocina, Derek se encontraba manoseando la cesta de fruta. La puerta no había hecho ruido al abrirse y él seguía de espaldas a mí. El momento perfecto para la venganza. Di tres pasos hacia él, silenciosos y sin apenas atreverme a respirar…
—La llave que quieres no está en esa argolla —dijo sin mirarme.
Me quedé helada. Extrajo una manzana y le dio un mordisco. Después fue hasta el frigorífico, palpó detrás del aparato y sacó un manojo de llaves imantado.
—Prueba con éstas —las dejó caer en mi mano y me rebasó dirigiéndose a la puerta de la cocina—. No sé qué estáis haciendo ahí abajo, chicas, pero la próxima vez que queráis abrir una puerta sin que nadie se entere, no la sacudáis lo bastante fuerte para acabar derribando la casa.
* * *
Al llevar las llaves abajo no le conté a Rae que Derek sabía a qué nos estábamos dedicando. Podría decidir abortar el plan. Y, además, cotorrear por ahí no formaba parte del estilo de Derek. O eso esperaba yo.
Me froté la nuca mientras Rae probaba las llaves; hice una mueca ante el latido sordo de un inminente dolor de cabeza. ¿De verdad me encontraba tan impaciente por saber qué podía encontrarse tras la puerta? Tracé círculos con los hombros intentando apartar todo eso de mí.
—La encontré —susurró.
Abrió la puerta para revelar…
Un armario vacío. Rae entró y yo la seguí. Nos encontramos en un espacio tan reducido que apenas teníamos sitio para ambas.
—Pues vale —dijo Rae—. Es raro. ¿Quién construye un armario empotrado, no guarda nada en él y lo cierra con llave? Tiene que haber una trampilla —golpeó la pared—. ¡Ahí va! Pero si es cemento. Me he arañado los nudillos pero bien —tocó las paredes adyacentes—. No lo entiendo. ¿Dónde está el resto del sótano?
Me froté las sienes. Latían.
—Es medio sótano. Mi tía vivía en una vieja casa de tipo victoriano antes de hartarse de las reformas y largarse a vivir a un condominio. Dijo que no hicieron ninguna clase de sótano al construir su casa; se limitaron a excavar un hueco bajo la vivienda. Después alguien excavó una nueva sala a partir de la lavandería. Solía tener problemas serios con inundaciones y cosas de ésas. Quizá por esa razón esté vacío y cerrado con llave. Así nadie lo usa.
—De acuerdo; entonces, ¿qué quería tu espectro que vieses? ¿Un lugar de almacenamiento abandonado?
—Ya te dije que, probablemente, no sería nada.
Las palabras salieron con más brusquedad de la pretendida. Volví a girar los hombros y me froté la nuca.
—¿Algo va mal? —Rae posó una mano sobre mi brazo—. Dios mío, chica, tienes la piel de gallina.
—Sólo un escalofrío.
—Quizá te hayas destemplado.
Asentí, pero no sentía frío. Sólo… ansiedad. Se me erizaba el pelo como si fuese un gato presintiendo una amenaza.
—Aquí hay un fantasma, ¿verdad? —preguntó, mirando a su alrededor—. Intenta contactar con él.
—¿Cómo?
Me lanzó una mirada.
—Comienza diciendo «hola».
Lo hice.
—Más —indicó Rae—. Continúa hablando.
—Hola, ¿hay alguien ahí?
Puso los ojos en blanco. No le hice caso. Ya me sentía lo bastante estúpida sin necesidad de que se criticase mi diálogo.
—Si hay alguien aquí… Me gustaría hablar contigo.
—Cierra los ojos —dijo Rae—. Concéntrate.
Algo me decía que tenía que ser bastante más complicado que «cerrar los ojos, concentrarse y hablar con ellos». Pero, como no tenía una idea mejor, le di una oportunidad.
—Nada —dije un momento después.
Al abrir los ojos, una figura pasó por delante de mí tan rápido que sólo fue un borrón. Giré intentando seguirla, pero ya se había marchado.
—¿Qué? —dijo Rae—. ¿Qué has visto?
Cerré mis ojos y me esforcé por dar hacia atrás a la cinta de memoria. Un momento después vino. Vi a un hombre vestido con un traje gris, afeitado, tocado con un sombrero ligero de fieltro con ala curva y gafas de carey; parecía alguien salido de los años cincuenta.
Le dije lo que había visto.
—Pero sólo fue un destello. Son las medicinas. Tuve que tomármelas hoy, y parece como si… bloqueasen la transmisión. Sólo percibo destellos.
Me volví despacio mientras me concentraba con tanta fuerza como podía, buscando incluso la más mínima vibración. Al trazar el círculo golpeé la puerta con el codo, y ésta chocó contra la pared produciendo un extraño chasquido metálico.
Moví a Rae a un lado y empujé la puerta hacia delante para mirar tras ella. Mi amiga se embutió para echar un vistazo.
—Parece que nos habíamos dejado algo, ¿no? —dijo, con una amplia sonrisa.
El armario era tan pequeño que al abrir la puerta se tapaba la pared izquierda. Entonces, al mirar tras ella, vi una escalera metálica de mano sujeta al muro. Llevaba unos peldaños arriba hasta alcanzar una portezuela de madera situada en la mitad de la pared, su pintura gris se confundía con el cemento. Subí la escalera. La puerta estaba asegurada sólo con un pestillo. Un fuerte empujón y se abrió a la oscuridad.
Salió un fuerte olor a humedad.
«El olor de los muertos enmohecidos».
Eso es. Como si yo supiese cómo huelen los muertos. El único cuerpo sin vida que había visto nunca fue el de mi madre. Y ella no olía a muerto. Olía a mamá. Rechacé el recuerdo.
—Creo que hay sitio para ir a gatas —anuncié—. Igual que en la casa vieja de mi tía. Déjame echar un vistazo.
—Oye —dijo tirando de la espalda de mi camisa—. No tan rápido. Eso parece estar muy, pero que muy oscuro… Demasiado oscuro para alguien que duerme con las persianas abiertas.
Corrí la mano por el suelo. Humedad y mugre apisonada. Palpé a lo largo de la pared.
—Un espacio sucio donde arrastrarse —dije—. Sin un interruptor de la luz. Vamos a necesitar una linterna. Vi una…
—Lo sé. Ahora me toca a mí ir a buscarla.